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Rodolfo Stavenhagen, el pensador que sonreía

Luis Hernández Navarro

En una foto tomada en el verano de 1949 en la cañada de San Quintín, el joven Rodolfo Stavenhagen, de 17 años de edad, esboza una tenue sonrisa mientras cruza su brazo derecho sobre el hombro de un lacandón, quien mira entre sorprendido y desconfiado el lente de la cámara. En otra instantánea, capturada en la misma región de Chiapas en 2003, puede verse al entonces relator especial de la ONU para los Derechos de los Pueblos Indígenas rodeado por cinco hach winiks (verdaderos hombres) que, alegres, fijan su mirada con seguridad en el fotógrafo.

Los 54 años que separan una imagen de la otra dan cuenta de la apasionada historia de un muchacho judío alemán, víctima del nazismo y exiliado con su familia en México, que se encontró y comprometió de por vida con la causa de los indios. Muestran dos estaciones clave en el trayecto de un inmigrante cosmopolita que echó raíces y se lio a fondo en la transformación de su patria adoptiva. Dan testimonio del difícil proceso de reconstitución de los pueblos originarios.

El viaje de Stavenhagen al desierto de la Soledad, de la mano de Getrude Duby-Blom, volando en avioneta de cinco plazas, caminando horas, abriéndose paso en la selva a golpe de machete, cruzando el río en canoa y durmiendo en hamaca fue una experiencia que lo marcó de por vida. Le abrió los ojos a otros mundos. Allí le nació el entusiasmo y la idea de estudiar antropología.

Para entonces, Rodolfo tenía ya la semilla de lo diferente dentro sí. Había crecido en un ambiente fértil a la diversidad cultural. Sus padres, Kurt (joyero) y Lore, amaban las culturas prehispánicas y coleccionaban arte precolombino. Y su casa era frecuentada por otros exilados, artistas, escritores e intelectuales mexicanos, quienes protagonizaban apasionantes tertulias y discusiones. Diego Rivera pintó un cuadro de su madre.

Stavenhagen descubrió América Latina en la década de los 50 del siglo pasado como alumno de la ENAH. Su amistad con estudiantes y profesores de otros países del Cono Sur le permitió enterarse de los conflictos políticos en sus tierras y saber de su necesidad de salir al destierro, y de sus deseos de volver para participar en las revoluciones que vendrían. Algunos así lo hicieron. Varios de ellos, que se sumaron a las guerrillas de Centroamérica o de otros países en Sudamérica, perdieron la vida en el intento.

En los trabajos de campo que hizo como estudiante se acercó más al México indígena. Con 21 años de edad, en el segundo año de la carrera (había estudiado antes otros dos en la Universidad de Chicago), realizó su primera práctica. El proyecto investigaba a las comunidades mazatecas que, sin ser consultadas, serían desplazadas por la construcción de la presa Miguel Alemán, en uno de lo afluentes del río Papaloapan, en la frontera entre Oaxaca y Veracruz. Descubrió allí, de primera mano, el drama humano provocado a los pueblos originarios en nombre del progreso, y la violación a sus derechos humanos bajo la justificación del desarrollo.

Un año más tarde estuvo en el poblado de Nueva Ixcatlán, en el que había sido reubicada la comunidad de Ixcatlán. Además del llanto y la rabia de los afectados por la también llamada presa Temascal, de un genocidio en gestación, se encontró con el cacicazgo del PRI y con el uso faccioso de las instituciones por parte de este partido.

Tiempo después Rodolfo Stavenhagen se encontró con el otro, el tercer mundo. Al cursar el doctorado en sociología en la Universidad de París conoció y entabló amistad con estudiantes de África, los países árabes el Sudeste asiático. Ellos lo instruyeron sobre las nefastas consecuencias del colonialismo y lo ilustraron sobre las luchas de liberación nacional en las que estaban involucrados. En la Francia colonial de aquellos años se vivía con intensidad la lucha de liberación nacional de Argelia y el estudiante mexicano fue impactado por ella.

Estas fueron enseñanzas que llevó consigo cuando fue a trabajar al Centro de Investigaciones Sociales de la Unesco, en Brasil, donde tuvo sus primeros contactos directos con los problemas de las naciones latinoamericanas. Allí participó en múltiples discusiones sobre la realidad del hemisferio. Desde esta experiencia fraguó hace 50 años una de sus obras más conocidas e influyentes, publicada originalmente en el periódico El Día: Siete tesis equivocadas sobre América Latina.

Durante más de cinco décadas la producción teórica de Rodoldo Stavenhagen fue, a un tiempo, vasta y profunda. Pocos autores han tenido en las ciencias sociales latinoamericanas el impacto que él alcanzó. Pero su acción rebasó, con mucho, el campo de la academia. Su vida fue un ejemplo práctico de cómo pueden entrelazarse provechosamente la teoría crítica que busca explicar la realidad, las políticas públicas y el activismo.

El doctor Stavenhagen fue, en el sentido amplio del concepto, un intelectual público vital. Denunció la injusticia en todas sus formas. Invitado por el EZLN, fue el primer coordinador de la Comisión de Seguimiento para los Acuerdos de Paz en Chiapas. Formó parte activa del grupo Paz con Democracia, junto con figuras como su amigo Pablo González Casanova y Alfredo López Austin. Como parte de esta iniciativa se solidarizó el 22 de julio de este año con la lucha de la CNTE en contra de la reforma educativa.

Su labor fue clave en el reconocimiento de los derechos humanos de los pueblos indios. Las comunidades lo trataban con respeto, reconocimiento y afecto genuinos. En 1979 afirmaba que no había en el país una conciencia nacional de la realidad pluricultural. Años después sostenía que hay un patrón persistente, histórico de violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas. Básicamente son violaciones que tiene que ver con los derechos de los pueblos a la tierra, al territorio, la discriminación de la que generalmente son víctimas como consecuencia de prácticas racistas, la denegación de los derechos culturales como naciones indígenas.

En un tuit a raíz de la muerte de Rodolfo Stavenhagen, Manuel Gil Antón lo describió como un pensador que sonreía. Por más adverso que fuera el desafío que tenía enfrente, así era Rodolfo.

Stavenhagen descubrió América Latina en la década de los 50 del siglo pasado como alumno de la ENAH. Su amistad con estudiantes y profesores de otros países del Cono Sur le permitió enterarse de los conflictos políticos en sus tierras y saber de su necesidad de salir al destierro, y de sus deseos de volver para participar en las revoluciones que vendrían.

Twitter: @lhan55

http://www.jornada.unam.mx/2016/11/08/opinion/022a2pol