Poetas en la guerra, el grito oculto
Lucía Graves
Robert Graves a finales del mes de agosto de 1914 tenía 19 años y su mayor preocupación era lograr escribir buena poesía. Se alistó en el Ejército y a los 20 años ya era capitán. La guerra le marcó profundamente el resto de su vida. Hoy, 70 años después de que se firmara el Armisticio, la editorial Cassell de Londres publica la colección completa de la poesía de guerra de Robert Graves con la inclusión en ella de poemas inéditos.
Durante la larga vejez de mi padre fui testigo de su pérdida gradual de memoria por las cosas inmediatas, al tiempo que vi cómo surgía una nube densa y negra del pasado que iba apoderándose de su voluntad. Todos aquellos indecibles horrores bélicos a los que había dicho adiós en su autobiografía -escrita a los 34 años-, en un arrebato de ira e indignación y obedeciendo a una imperante necesidad de olvidar, regresaban ahora con la fuerza acumulada durante más de medio siglo para hostigar al pacífico poeta. En sus ojos azules pude ver las escenas más cruentas, delatadas por una expresión de desconsuelo, de miedo y de incomprensión juvenil: le veía atrapado en los pasillos de las odiosas trincheras como en una pesadilla, sin poder hallar la salida, obligado a presenciar de nuevo las imágenes de los compañeros muertos, de los enemigos muertos, y lo más terrible, lo más imperdonable para él: el espectáculo de los caballos muertos tendidos sobre el fango. Robert Graves acababa de terminar sus estudios en el colegio de Charterhouse cuando estalló la I Guerra Mundial. «Un día o dos después», escribe en Adiós a todo eso, «decidí alistarme en el Ejército. En primer lugar, aunque los periódicos predecían una guerra de muy corta duración -terminaría, cuando mucho, para Navidad-, yo tenía la esperanza de que durara lo suficiente como para demorar mi ingreso en Oxford en octubre, cosa que me parecía temible. ( … ) En segundo lugar, me sentía ultrajado al leer la cínica violación de la soberanía de Bélgica». Tenía 19 años, y su mayor preocupación era lograr escribir buena poesía. Unos cuantos meses más tarde, Graves ya estaba en el frente. A los 20 años había ascendido al rango de cápitán. Participó en la ofensiva del Somme y fue herido de tal gravedad que le dieron por muerto -con la consiguiente carta de pésame a su familia-. Este hecho ocurrió el 20 de julio de 1916, cuatro días antes de que alcanzara su mayoría de edad, con lo cual «Dios sonrió ( … ) y me dejó ser siempre un niño».
Pero aparte de la herida física, de la que se restableció totalmente, la guerra le marcó con el choque emocional que él quiso exorcizar con su autobiografía, y que muchos otros combatientes jamás lograron superar.
La publicación por vez primera de la poesía de- guerra de Graves en una colección completa que incluye poemas inéditos como The patchwork quilt (La colcha de retales), viene a ser un tributo póstumo a un poeta que tuvo la fortaleza y la integridad de resistirse a explotar aquella experiencia única que tan hondos sentimientos desató en su corazón. Sus personalísimas convicciones poéticas, que mantendría durante toda su vida y por las que nombraría a la diosa blanca la inspiradora de la verdadera poesía, le indujeron a excluir estos poemas de sus antologías a partir de 1927. Los rechazó porque para él constituían meros testimonios de la guerra, escritos por motivos no poéticos. Hoy, sin embargo, 70 años más tarde, estos testimonios de la Gran Guerra adquieren el suave tono sepia de una fotografía de la época y nos dejan boquiabiertos por su fuerza emotiva.
Jóvenes inquietos
Lo que estaba sucediendo en el plano social, el cambio brusco de una edad a otra que supuso la guerra de 1914, quedó reflejado en la poesía de sus protagonistas. Ya en 1912, Graves se había integrado al grupo de poetas georgianos, jóvenes inquietos que, guiados por el mecenas Eddie Marsh (el que fuera secretario de Churchill durante 23 años), buscaban un renacimiento de la poesía inglesa, desechando los temas y el lenguaje aburrido y artificial que les había legado el puritanismo de los salones victorianos, e inclinándose por lo sencillo, lo rural y lo asequible al gran público. La muerte, al comienzo de la guerra, de Rupert Brooke, uno de los principales poetas georgianos e íntimo amigo de Marsh, causó un tremendo impacto emocional en el Reino Unido y abrió las compuertas para lo que sería el boom de la poesía de guerra. La voz sentimentalmente heroica de Brookie fue para miles de jóvenes un estímulo para alistarse, y aparecieron cientos de imitadores de sus versos. Entre estos soldados-poetas también destacan nombres como Wilfred Owen, Isaac Rosenberg y Charles Sorley (estos tres, muertos en acción), Robert Nichols y Siegfried Sassoori. Era el principio. La idea de una muerte patriótica se extendió como una fiebre juvenil entre los georgianos, que veían además otra justificación en el sacrificio: la nueva poesía. Sólo en ese contexto se explican estas palabras de Graves describiendo a los muertos: «Mas de sus sufrimientos y gemidos / renace la poesía». O las famosas y entrañables palabras de Sorley, que murió cerca de Loos en octubre de 1915: «En todos sus montes y valles / la tierra irrumpe en canción,/ y los cantantes son los muchachos que tal vez van a morir».
Pero la guerra de desgaste, el reclutamiento obligatorio (al comienzo de la guerra todos habían sido voluntarios) y la realidad de aquel holocausto no tardaron en producir un grito unánime de indignación. Cambió el tono de la poesía. El horror de la batalla, las trincheras, las máscaras de gas, pasaron a primer plano. Eran poemas irónicos, apasionadas protestas por la muerte injustificada de mües de jóvenes. Cada cual buscaba algo a que aferrarse para seguir creyendo en la vida. Graves forzaba la vista atrás, o adelante, unas veces interpretando el horror a través de los ojos de la niñez, para así aprisionarlo; otras soñando con el glorioso ‘après la guerre’ o creando un mundo imaginario en el que pudiera refugiarse, como el soleado maizal de estos versos: «Limbo. Transcurre una semana bajo cielos lluviosos. / Entre horror, fango e insomnio. / Estallidos de granadas, sangre, espeluznantes gritos, / y el tirador siempre alerta: el hedor/ de la muerte ofende a los vivos, mas los pobres muertos / no consiguen dormir. Les mantiene despiertos.
No me cabe la menor duda de que este poder de aislamiento fue lo que le permitió resistir, hasta que en julio de 1918 llegó el momento de intentar hacer un balance de los daños: «La colcha de retales. Aquí tienes esta colcha de retales que hice / con sedas estampadas y viejos brocados. / Telas descoloridas, ricas en recuerdos / unidas una a una con punto de espina. / Mas si tu mirada se fija estupefacta / en ciertos pedazos de caqui enfangado / o en fragmentos-trofeos de un gris militar, / ensangrentados, rasgados, siniestra exhibición / que jamás haya adornado unas sábanas blancas, / culpa mi cabeza aturdida, culpa la maldita guerra».
Angustia en la paz
La maldita guerra terminó y los poetas supervivientes se dispersaron. La poesía de Graves adquirió un tono cada vez más personal, alejado de modas y escuelas, pero marcada en los. años que siguieron a la guerra por imágenes que revelan su tremendo estado de angustia. Por fin un día logró echar la mirada atrás por un instante con relativa calma y reflexionar sobre la naturaleza de la guerra en este poema, Recalling war (Recordando la guerra), del cual cito unos versos: «¿Qué fue, entonces, la guerra? No un mero desacuerdo entre banderas, / sino una infección del cielo común. ( … ) / La guerra fue la vuelta de la tierra a la horrible tierra, el fracaso de las sublimidades, la extinción de todo feliz arte y fe / por las cuales el mundo había resistido, la cabeza en alto, / profesando lógica o profesando amor, / hasta que el insoportable momento llegó, / el oculto grito, el deber de enloquecer».
El grito permaneció oculto y sofocado; la admiración por el buen soldado y la condena del que viola el código de honor quedaron relegados a su obra en prosa. Entonces la diosa sonrió y le dejó seguir siendo su poeta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 11 de noviembre de 1988
Fuente: [https://elpais.com/diario/1988/11/11/cultura/595206011_850215.html]
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