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Mario Roberto Morales

Once upon a time there was a tavern

where we used to raise a glass or two.

Remember how we laughed away the hours

and dreamed of all the great things we would do?

Those were the days, my friend,

we thought they’d never end…

En noviembre de 1968 llegué por primera vez a Europa. Tenía 21 años. Mi padre había muerto el año anterior en un accidente de automóvil y eso me había puesto en contacto con el lado oscuro de la vida. Terminaba mi tercer año en la carrera de Letras y Filosofía y había empezado a escribir unos relatos brevísimos que seguí haciendo a lo largo de los dos meses de gira cultural por Europa. Había leído a Asturias, a Camus y a Sartre, entre otros, y una de las ilusiones más grandes que llevaba era la de conocer a Asturias y a Sartre en París.

La repentina muerte de mi padre me había sensibilizado lo suficiente como para necesitar expresarme escribiendo líneas que yo percibía como un juego verbal. Había también leído a Marcuse, pero sus planteos no llegaron a conmoverme tanto como los de los existencialistas, a lo cual contribuyó sin duda que desde 1966, cuando había ingresado a la Universidad Rafael Landívar (la única privada entonces), me había enrolado en las filas de la guerrilla urbana de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), una organización revolucionaria cuyo jefe indiscutido, mi admirado Luis Augusto Turcios Lima, había sido asesinado ese mismo año, presumiblemente por la CIA y el prosoviético Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), mediante una bomba colocada en el motor de su automóvil.

La cultura política que recibí por parte de mis compañeros de las FAR descartaba cualquier forma de lucha institucional y pacífica para alcanzar mejores niveles de vida para las mayorías campesinas y obreras y, en medio del debate chino-soviético, los guerrilleros se aferraban al ejemplo de la revolución cubana, del Che Guevara y de los vietnamitas, rechazando los planteos de los partidos comunistas, que buscaban desplegar luchas legales con fines electoreros, para lo cual negociaban con la derecha y con los militares. Por extraña extensión de nuestra postura militar, los jóvenes guerrilleros de entonces rechazábamos cualquier forma de militancia que pretendiera sustituir el eje de la lucha armada. Fue por ello que esta cultura política nos impidió valorar en su contexto la revuelta estudiantil de mayo de 1968 en París, haciéndonos rechazarla por pequeño-burguesa, pero no fue obstáculo para que dos de mis compañeros de aula y yo publicáramos en la revista estudiantil Cara Parens, la cual fundamos y dirigimos, y de la cual salieron cinco números, algunas de las célebres frases de los muros parisinos, como: “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Sed realistas, exigid lo imposible” y otras. En esta revista se publicaron también las traducciones de los versos de Andriei Vasnisienski, hechas por Roberto Obregón, así como los primeros poemas de éste a su regreso de la Unión Soviética. También, los primeros textos de Vargas-Llosa, Fuentes y Cortázar que se leyeron en Guatemala. De modo que si políticamente rechacé la validez de la revuelta parisina, en lo cultural la asumí como expresión de las inquietudes estudiantiles de los jóvenes de clase media acomodada que nos sentíamos representados en sus frases y que nos habíamos metido (algunos) a la guerrilla, en la que la extracción popular de sus combatientes (no de sus dirigentes) impedía simpatizar con movimientos juveniles que no propugnaran abiertamente por una lucha armada que sirviera de detonante para la insurrección de las masas y la instauración del socialismo.

Fue así como llegué a Paris en noviembre de 1968, seis meses después de la revuelta estudiantil, y me vi de pronto sentado frente a nuestro embajador en Francia, Miguel Ángel Asturias, a quien yo admiraba por haberme revelado en sus novelas la posibilidad de inventar un país grande y hermoso a pesar de que en realidad fuera, como decía el poeta Otto René Castillo, “pequeño y horrendo”, y ante quien tenía reservas por la condena que la izquierda revolucionaria le había echado encima por aceptar aquella embajada, ofrecida por un gobierno títere de los militares. A Asturias le pregunté dónde podía encontrar a Sartre y me mandó a La Coupole, en Saint Germain de Près, en donde lo esperé cuatro horas en vano, para después enterarme de que se encontraba en Praga solidarizándose con la lucha de los estudiantes checos contra la invasión soviética a Checoslovaquia. Mi admiración por él creció junto a mi frustración por no haberlo conocido. Al día siguiente visité La Sorbona, en donde pude ver todavía altos volcanes de pupitres apilados por todas partes, ventanas rotas y algunas pintas a medio borrar en sus paredes.

Creo haber comprendido allí que las ansias libertarias de las juventudes de entonces hallaban en la reciente revuelta estudiantil parisina su eco y su representatividad cultural, pues aquella gesta legitimaba la ruptura generacional que la juventud había asumido encargándose de cambiar el mundo mediante la destrucción del absurdo hipócrita burgués, que sólo llevaba a las guerras y al consumismo sin más. Bajo el cielo gris y frío de París, transcurriendo las húmedas calles cercanas al Sena, me sentí acompañado por mis contemporáneos franceses, quienes (pensaba yo), a pesar de no haber sido capaces de organizar guerrillas para luchar por la libertad, habían convertido los espacios universitarios en bastiones de la misma lucha y las mismas aspiraciones que teníamos en Guatemala y otros países de América Latina. Lejos estaba yo entonces de imaginar que su ejemplo habría de ser seguido, con trágicas consecuencias, en mi país, en donde las guerrillas, ya en su segunda época (en los años 70) crearon frentes estudiantiles que fueron reprimidos con la conocida brutalidad del ejército contrainsurgente y que a la vez constituyeron canteras inagotables de guerrilleros urbanos y de montaña.

En Londres, 1968 era el año de “God bless Tiny Tim” en los muros del Soho, de El violinista en el tejado en un teatro cercano a Picadilly Circus, del estreno de El graduado y 2001 odisea del espacio en los cines del centro, y de la gloria de Carnaby Street, por donde anduve paseando y escuchando la música de los Beatles que salía de las tiendas de artículos de plástico. También de Those were the days, cuyas notas recuerdo haber escuchado una vez más bajando de Sorrento y mirando la bahía de Nápoles a mis pies. Volví a Guatemala para la Navidad de aquel año, y a lo largo de 1969 me sumergí más en mi militancia de izquierda, la cual duraría hasta 1991.

Ahora, no me cabe la menor duda de que el rechazo militarista de la guerrilla de los años 60 hacia expresiones político-culturales basadas en la movilización pública y solidaria de los estudiantes para con la clase obrera del primer mundo, era la expresión del atraso cultural de nuestro país, el cual alcanzaba también a los guerrilleros tanto como a la oligarquía, y que mi adhesión emotiva hacia las frases de los muros de París en el 68, expresaba la necesidad, sentida por muchos guerrilleros de clase media, de articular la lucha de clases con la dimensión cultural de las juventudes de entonces. Pues, aunque esta dimensión era en mucho consumista de productos enlatados según la consigna de la “rebelión para el consumo” del mercadeo y la publicidad de Madison Avenue, creo que en nuestras latitudes la hubiésemos dotado de contenidos revolucionarios en lugar de convertirla en algo negado exteriormente y apetecido en la intimidad. Ahora, a ningún ex guerrillero le da empacho confesar que le gustaba el rock ‘n roll, pero en aquella época nadie lo habría admitido.

Expresión clasemediera de una conciencia revolucionaria de estudiantes del primer mundo, inspirada en el anti burgués movimiento cultural situacionista, la revuelta estudiantil de París en 1968 heredó al mundo una dimensión cultural que luego reciclaron los jipis tardíos, el movimiento New Age, los revolucionarios setenteros, los cantautores de la Nueva Trova y las desorientadas generaciones X, Y, Z y compañía, hasta convertirla, junto a la efigie del Che, en una lejana divisa ideológica oscilante entre nebulosos ideales inconformistas y gratificantes consumos de un subido hedonismo evasivo. Esta dimensión cultural no ha perdido su encanto ni su validez porque expresa un cúmulo de valores que el socialismo real y sus luchas negaron (en vano) a sus juventudes protagonistas, y que el capitalismo banalizó y vulgarizó (con éxito) mediante el consumismo juvenil y “rebelde” sin más. Es por ello que el rescate crítico de aquellos valores, expresados en la revuelta misma, en las declaraciones de sus dirigentes y en los muros de París, tiene sentido y vigencia ahora, cuando se celebra el 40 aniversario del hecho histórico. En 1973, mi generación evocó la revuelta de París cuando hicimos lo que llamamos “la muralización de la USAC”, en la que frases de Luis de Lión, como la colocada en la Facultad de Economía y que decía “Auditor es sinónimo de oreja”, y mías como “Todo aquello por conseguir nos pertenece” y “Yo hago la revolución con Marx Factor”, intentaron aclimatar la experiencia parisina a las temperaturas revolucionarias y juveniles de nuestro trópico violento y esperanzado. Lo demás, como se sabe, ya es historia.

Sirvan estos recuerdos no sólo para conmemorar el mayo francés como una fallida gesta estudiantil de reivindicaciones obreras y a la vez como una victoria cultural sobre el conformismo acomodado, sino sobre todo para contribuir a dotar de sentido actual la recepción que la juventud que se rebela contra el consumismo sin más está realizando del pasado revolucionario del mundo, a fin de darle continuidad a la lucha siempre vigente por el bienestar colectivo. Tanto en la valoración del mayo francés como en esta lucha, todos estamos protagonizando una fructífera comunicación intergeneracional que deja atrás y supera con mucho las conservadoras posturas yupis con que la juventud del neoliberalismo asume la literatura, la cultura, la política, la ética, la moral y el cambio revolucionario. Ya lo decía uno de los muros de París: “El derecho de vivir no se mendiga, se toma”.

En 1973, mi generación evocó la revuelta de París cuando hicimos lo que llamamos “la muralización de la USAC”, en la que frases de Luis de Lión, como la colocada en la Facultad de Economía y que decía “Auditor es sinónimo de oreja”, y mías como “Todo aquello por conseguir nos pertenece” y “Yo hago la revolución con Marx Factor”, intentaron aclimatar la experiencia parisina a las temperaturas revolucionarias y juveniles de nuestro trópico violento y esperanzado.

Ciudad de Guatemala, domingo 4 de mayo del 2008.

Publicado en La Insignia, el 21/05/2008

Admin Cony Morales

Fuente: [mariorobertomorales.info]

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