Carlos Figueroa Ibarra
El sábado 14 de octubre del presente año, Miguel Martínez y su familia acudieron a un servicio religioso en la iglesia de La Merced en la ciudad de Antigua Guatemala. Según pude leer en las noticias, la misa era para celebrar la confirmación en la fe católica de un sobrino de él. El evento estuvo a punto de terminar en una tragedia porque a las afueras de la iglesia, se juntó un grupo de personas que lo agredieron a él y a su familia al salir del templo. Gritos, insultos, jaloneos y pedradas a los vehículos en los cuales lograron guarecerse y huir fueron el colofón del rito religioso. El episodio forma parte de la gran rebelión que hoy vive Guatemala, acaso la mayor de su historia. El motivo de la agresión a Miguel Martínez estriba en su condición de pareja sentimental del presidente Alejandro Giammattei y en que es una figura ampliamente odiada por el pueblo de Guatemala.
Miguel Martínez, “Miguelito” como sardónica y peyorativamente es llamado por amplios sectores de la sociedad guatemalteca, es odiado porque se ha vuelto en símbolo de la corrupción que impera en el Estado guatemalteco. Él y su familia han acumulado una gran riqueza, impensable hace pocos años cuando eran parte de las clases medias bajas en algún lugar en el interior del país. Su actitud prepotente, empoderado por el propio Giammattei, la ostentación de su riqueza, su participación activa en la tentativa golpista que pretende burlar los resultados electorales del 25 de junio y 20 de agosto, lo han hecho acreedor de la ira popular. Esto fue evidente hace unas semanas cuando un estadio de futbol repleto lo abucheó e insultó al descubrirlo en uno de los palcos.
En un memorable libro, “La Injusticia: Bases Sociales de la Obediencia y la Rebelión”, el sociólogo Barrington Moore Jr. analizó los motivos que acababan con la sumisión y desencadenaban la insubordinación y fue explícito en cómo la rabia era un motor de la voluntad insumisa. Recordé el texto de Moore cuando vi la furia de personas comunes y corrientes en las calles adyacentes a la iglesia de La Merced. Recordé también la rabia del pueblo parisino en el contexto de la revolución francesa, dirigida especialmente contra la reina María Antonieta. Esa rabia fue potenciada por la leyenda urbana de su respuesta ante la noticia que le daban de que el pueblo francés no tenía pan: “que coman pasteles” dicen que dijo.
Pero la gran rebelión en Guatemala va mucho más allá de la rabia. Se expresa en una acelerada politización de los sectores populares urbanos. En una creatividad festiva evidente en los bloqueos que se han observado en las últimas dos semanas. Como se trata de una rebelión pacifica brinda un gran espacio para lo lúdico: bailes, disfraces, tamboras, representaciones, consignas ingeniosas y hasta hilarantes, debates y diálogos con una policía hasta el momento pasmada. La gran rebelión ha convertido en dirigentes articulada/os a la vecina del barrio popular, a la ignorada y subestimada mujer indígena de algún poblado rural, al humilde vendedor ambulante, al joven trabajador de alguna dependencia pública. La gran rebelión ha hecho surgir a una dirigencia indígena en la que se advierte un proyecto político nacional.
Las grandes rebeliones convierten a las personas humildes e ignoradas en personajes que despliegan potencialidades impensadas. Recuerdo muy bien cómo escuché con estupefacción en diciembre de 1979, a una vendedora de un mercado que vivía en el barrio México de Managua. Con sencillez me relató aquella señora de mediana edad, cómo disparaba una ametralladora 50 desde alguna de las barricadas en el momento de la insurrección final contra Anastasio Somoza. Por fortuna hoy en Guatemala las potencialidades impensadas caminan en un sentido de paz y democracia.
En alguno de sus textos V.I. Lenin dio una definición sintética de lo que era una “situación revolucionaria”, aquella que se expresaba en lo que él llamó “crisis nacional general”. Dijo Lenin que ésta se observaba cuando “los de abajo no quieren seguir viviendo como antes y los de arriba tampoco pueden seguir gobernando como antes”. En un contexto bastante diferente, algo de esto parece estar sucediendo en Guatemala. El pueblo de Guatemala, los pueblos de Guatemala, están hartos de la corrupción que hace vivir en la molicie a una minoría, están hartos de la miseria que tiene a la mitad de la niñez en la desnutrición, están hartos de la precariedad laboral y salarial. Los pueblos originarios están hartos de todo lo anterior y además del racismo que profundiza aún más su miseria.
Todo esto se estaba gestando debajo de una aparente indiferencia que ocultaba lo que James C. Scott llamó “el discurso oculto” y “la infrapolítica” en su libro “Los dominados y el arte de la resistencia”. Los resultados electorales del 25 de junio y el 20 de agosto han desencadenado el paso del discurso oculto y la infrapolítica a la rebelión abierta.
Por eso hoy el bloque en el poder denominado coloquialmente el Pacto de Corruptos, ya no puede seguir gobernando como antes. Le quedan dos salidas. La más inteligente sería ceder, perder esta batalla y prepararse para las que seguirán después del 14 de enero cuando Bernardo Arévalo asuma la presidencia. La otra, la brutal que propugna la derecha neofascista, es la represión abierta a través de los dispositivos policiacos o la encubierta a través de la alianza con el crimen organizado. La desesperación del núcleo duro del Pacto de Corruptos, su aferramiento al enriquecimiento ilícito y vinculaciones criminales, lo pueden llevar a la salida represiva cuyos primeros síntomas estamos advirtiendo en los sucesos de Malacatán. Los próximos días veremos por cuál de las dos salidas optan.
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