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Mario Roberto Morales

Uno de los factores centrales en el aumento creciente del estrés masivo en la capital es el ruido. También lo es el humo de automotores y plantas industriales; el estruendo musical de prostíbulos (que podrían ser silenciosos), la suciedad de espacios públicos recreativos y de simple vialidad, y la aglomeración de personas y toda suerte de vehículos debida a la nula planificación urbanística y al caótico uso del suelo, especialmente en el Centro Histórico.

El estrés es un estado mental de alerta ante una emergencia, el cual genera en todo el organismo un estado bioquímico que lo mantiene perennemente enfrentado a lo que percibe como una situación de vida o muerte, aunque tal peligro no exista. Los factores enumerados, junto a la inseguridad ciudadana debida a la ausencia de un Estado y una sociedad civil funcionales, hacen de los habitantes de la capital un conjunto de comunidades estresadas que sufren a diario un desgaste emocional extremo, con consecuencias fatales para la salud física y mental, lo cual se expresa en comportamientos violentos que hacen de la convivencia un infierno en el que el miedo y la ira gobiernan las emociones que determinan la conducta colectiva e individual. “El estrés mata” es un dicho común en la comunidad médica y psiquiátrica. Porque constituye una relación conflictiva entre el individuo y su sociedad, y aquí, esta relación no tiene tregua.

El problema es amplio, pero quedémonos en el ruido callejero porque ha alcanzado niveles patológicos urgentes de atender, sobre todo después de que hace poco más de diez años se intensificó la importación de motocicletas como alternativa a la falta de un transporte público efectivo. Además de que pocos usuarios de automotores saben las reglas básicas de locomoción urbana y muchos ignoran cómo utilizar los carriles de las calles y avenidas, buena parte de los autos que circulan son chatarra (porque no hay controles de calidad que los saquen de circulación y los importadores de autos usados siguen trayendo desechos chocados de Estados Unidos). Por si esto fuera poco, casi todos los motociclistas les quitan los silenciadores a sus mofles para que sus pequeñas motos hagan más ruido y tener así la infantil ilusión de que operan aparatos gigantescos. El efecto que el estruendo de los mofles de las motos sin silenciador causa es altamente estresante, al extremo de que quienes viven en calles muy transitadas ya no pueden usar sus salas para conversar, leer o descansar debido al escándalo perenne de esos escarabajos cuyo sonido no es ronco sino muy agudo y, por eso mismo, doblemente perturbador.

Ante este grave problema de salud pública, la Municipalidad debería multar a los motociclistas que no circulen con el silenciador de fábrica en sus mofles. Esto no evitaría la muerte cotidiana de tantos de ellos debida a su proverbial imprudencia, pero sí aliviaría el estrés ciudadano que está matando a tanta gente por dolencias conexas. El exceso de automotores es un conocido problema urbano. Y lo es más cuando éstos son vehículos humeantes y ruidosos que afectan la salud de los vecinos, incluso dentro de sus propias viviendas.

La Municipalidad debería entonces proceder a multar ya los “escapes abiertos” de las motocicletas en favor de una aceptable salud pública. Se lo debe a sus vecinos, quienes pagan sus impuestos a pesar de que, violando su propia ley, se niega a cerrar contaminantes fábricas y estridentes (y no silenciosos) prostíbulos en pleno Centro Histórico.

Publicado el 31/03/2021 ─ En elPeriódico

Fuente: [www.mariorobertomorales.info]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes

Mario Roberto Morales
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