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Carlos Illescas: el poeta que descubrió el fuego

Mario Alberto Mejía

El poeta Illescas siempre fue un hombre de izquierda. De la izquierda pensante. De la  izquierda moderada. Los gritos, los alaridos, no encajaban en su personalidad. Su voz era el mejor reflejo de su pensamiento: una voz generosa, inteligente, que invitaba a la conversación.  No imponía su discurso. Prefería escuchar. Pero cuando hablaba, los dioses de la poesía se movían al ritmo de una danza épica.

Don Carlos tenía casi sesenta años cuando lo conocí, pero era un muchacho a la hora de comerse el mundo. Era el más joven de nosotros a nuestros veinte años. Era el primero en llegar, el último en irse. Sus manos acompañaban la fiesta del pensamiento. Tenía una curiosidad histórica y pudo haber dicho, como Mallarmé, la carne es triste, ay, y todo lo he leído.

Circuló por todas las autopistas posibles: la literatura, la poesía, el cine, la radio, el periodismo. Pero su principal preocupación siempre tuvo que ver con el lenguaje. Le quitaba el sueño el lenguaje. Por eso lo desgranaba, se enfrentaba a él, velaba las armas a su sombra. Una de las mejores épocas de Radio Universidad se dio cuando fue una de las cabezas luminosas. El cine mexicano alcanzó algunos de sus grandes niveles de excelencia cuando escribió guiones para las películas de Rafael Corkidi y Juan López Moctezuma. Las aulas de Filosofía y Letras de la UNAM tocaron el cielo cuando hospedaron a maestros como él.

Fue un exiliado en México, pero nunca actuó como tal. Pronto se hizo hijo de estas tierras. Amigo de sus amigos, se rodeó de sabios como él con los que pasaba horas conversando de la poesía y sus misterios.

Ibamos a Huauchinango, Puebla, a bordo del automóvil de los Illescas. Uno de sus hijos manejaba, mientras los otros, junto con Normita y don Carlos, se repartían en los demás asientos. No recuerdo si yo iba adelante o atrás. Lo que sí tengo claro es que don Carlos, para entretenemos, nos puso varios problemas de lógica matemática. «De cuatro corredores de atletismo se sabe que ha llegado inmediatamente detrás de B, y D ha llegado en medio de A y C. ¿Podrían ustedes calcular el orden de llegada?», nos dij o con esa entrañable voz curtida en la lectura de su Garcilaso. Las respuestas tenían que sujetarse a la lógica más pura, sin atajos tramposos, sin adivinaciones. , El mismo se encargaba de reprender los intentos en ese sentido. Los días que estuvimos en la sierra norte durante la navidad de 1978 nos la pasamos hablando de poesía, ópera, comida y amistades. Su prodigiosa memoria abarcaba todo. Lo mismo un verso perdido de Santa Teresa que el nombre de un poeta centroamericano extraviado en el alcohol. Inevitablemente aparecía en la conversación su querido Tito Monterroso, cuñado suyo, compatriota y compañero de mil epifanías. No se puede entender la obra de Monterroso sin los apuntes minuciosos de don Carlos. Incluso creo que varios de los aspectos más sonados de la novela Lo Demás es Silencio se deben a las observaciones del poeta Illescas. «¿Por qué lo digo? Porque en nuestras innumerables pláticas siempre aparecían ecos de lo que después saldría ¿publicado. La memoria del poeta Illescas era circular. A su paso iba arrastrando versos, arias de óperas, retratos de escritores, fragmentos de boleros y hasta reminiscencias culinarias y alcohólicas. Varios poetas de mi generación conocimos por él algunas de las mejores cantinas y bares de México. Bares y cantinas dotadas de botanas insuperables. Todavía guardo en el alma una torta de chorizo con huevo que comí en una célebre cantina de avenida Universidad, en la colonia Narvarte: La Valenciana. Don Carlos fue el noble guía que llevaba a jóvenes poetas a comer y a beber mientras hablaba de la poesía del siglo de oro español o del fraseo de cierto poeta del renacimiento italiano. Su voz pausada, alimentada ocasionalmente por vinos y cubas libres, era dueña también de una cadencia entrañable. La ironía, finísima, tejía perseverante la conversación. Lo recuerdo como si fuera 1977, cuando lo conocí en Dinamarca 64, colonia Juárez, sede de la Dirección de Promoción Cultural del INBA y sede también de un taller de poesía que coordinaba. Ese México se fue desde hace rato. Gobernaba el país López Portillo y su hermana Margarita era la «Pésima Musa», dueña única de Sor Juana Inés de la Cruz. O así lo juraban ella y sus intelectuales afines, quienes llegaron a proponerla como titular del INBA durante la campaña de López Portillo, como relató horrorizado el poeta Gabriel Zaid en la páginas del Plural de Octavio Paz. Había más poetas que estiércol, como en la Nueva España. Y más becas que poetas y estiércol. Y más premios que becas y poetas y estiércol. También había muchos talleres literarios, pero el del poeta Illescas tenía algo que los de los demás carecían: rigor poético. Juan José Arreola, por ejemplo, enseñaba a barrer los distintos tipos de piso con los distintos tipos de escoba. Sólo al final ponía a discusión algún poema, pero de un manotazo terminaba la sesión. «¡Qué espanto de poema!», solía decir mientras se acomodaba la capa de terciopelo oscuro y el sombrero de fieltro, dejando en la depresión al autor del espantoso poema. Salvador Elizondo, en tanto, le dedicaba una hora a descifrar en perfecto francés un verso de Mallarmé o de Valery o de Nerval. A las jóvenes promesas les dedicaba diez minutos. Al igual que Arreola, se burlaba de los versos malitos desde una sonrisa cruzada con un Delicados sin filtro. Juan Bañuelos y Alejandro Aura vivían asolados por Roberto Bolaño y Mario Santiago, aunque el primero no dudó en echarlos a la menor oportunidad de las sesiones de los martes en Rectoría. Don Carlos era diferente. En su espacio se respiraba un aire gongorino que echaba a los impostores. Algunos llegaron, pero terminaron yéndose. El poeta impuso un ritmo difícil de seguir. Algunos nombres de sus discípulos de entonces: Isabel Quiñones -finísima poeta muerta prematuramente-, Eduardo Langagne, Sergio Negrete Salinas, Rolando Rosas, Humberto Ríos Navarrete, Rafael David, Alfonso López, Luis Melgar, el propio Pepe Falconi y quien esto lee.

Ante los desvaríos, el poeta Illescas metía la cordura: la sensatez de un verso clásico. Sin afanes grandilocuentes, nos daba una lección de estilo. «Escuchen», nos pedía. «Duden. ¿Por qué los poetas jóvenes no dudan?», reclamaba. Era cierto. No teníamos dudas. Teníamos certezas. Certezas estúpidas como toda certeza pasada por agua. No dudábamos porque creíamos saberlo todo desde la pedantería casi adolescente. Teníamos prisa por sentar a la belleza en nuestras piernas, pero cojeábamos del yámbico y del alejandrino. El endecasílabo era en nuestro vocabulario un germinado de trigo y no el instrumento de Dante para bajar al infierno. Ya como becarios del INBA-FONAPAS, Isabel, Sergio y yo aprendimos en el enorme estudio de don Carlos que a la poesía también se llega por la ópera. Los miércoles de sesión, llegábamos humildes a su casa de la calle de Irlanda, en Coyoacán, para desempolvar nuestros oídos. Iniciamos el año de beca con oídos de carnicero. Algo de eso perdimos en el camino. Sentado en su sillón preferido, don Carlos ponía en su Stromberg Carlson a Verdi, a Puccini, a Donizetti, a Mozart. «Escuchen», pedía. «Abran los oídos», exigía. Y cerraba los ojos sin dejar de llevar el ritmo con los dedos. De pronto se ponía de pie y marcaba el fragmento a seguir. Lo repetía hasta que nos quedara claro. Una y otra vez. Luego comparaba los matices de las óperas con sus poetas más cercanos. De la prosa de Gracián pasaba a los versos de Garcilaso y Lope. Del «Por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir, y por vos muero» transitaba sin agitarse al «Un soneto me manda a hacer Violante».

Don Carlos no quería que de su taller salieran poemas de ocasión. Quería un poema conceptual de cada uno. Un poema largo en el estilo de Muerte sin Fin, de Gorostiza, o el Cántico, de Jorge Guillén. Por eso, de entrada, nos pidió un método de composición del poema que teníamos que construir. Algo así como el plano de una obra  arquitectónica. Nos puso de ejemplo el tractatus que ideó Edgar Allan Poe para escribir El Cuervo. Tarea difícil. Imposible. Ese año no entendí lo que el poeta Illescas quería hacer de nosotros. Muchos años viví en la incertidumbre. Hoy lo sé. Nos metió, meticulosamente, en un mundo en el que uno define si quiere ser o no poeta. No un poeta de ocasión. Un poeta para siempre. Sé que al final logró ese objetivo con nosotros. Isabel fue una poeta entregada hasta el último momento. Sergio no se abrió a otra opción y se quedó nadando en las a veces heladas aguas de la poesía. Yo mismo, como la piedra de Borges, quiero perseverar en ser piedra.

El poeta Illescas vivió con pasión su oficio. Desde sus primeros poemas esa pulsión es notable, aunque en sus últimos libros se reinventó absolutamente. Me quedo con algunos versos:

Es que no soy lo que soy,
lo que aparento.

Sólo un olor me identifica.
Yo soy apenas la ficción

nocturna de tu sexo que me piensa.
(Réquiem del obsceno)

*

No resulta fácil morirse

en nuestros países sobrecargados de paisaje
el hambre suele aniquilar poco a poco

pero sus zarpazos se producen con mesura.
La enfermedad sólo en contados casos

es medio seguro pero no siempre sabes
pero no siempre porque suele prolongarse
a veces sabes y entonces gastas

más en médicos que en comida

*

Llamó a la puerta un día, el mar. Sedujo,
entre las olas solo, la agonía.

Llamó a mi puerta solo el mar un día;
pero entendí la noche que produjo.

Entre las altas ondas me condujo,
llamas de sombra, su melancolía;

y aquella blanca nave sólo mía,

a ser ajena noche se redujo.

*

El juego de vivir es otro asunto,

más rata, más amor, más penitencia
sin universo y dardo, sin demencia,
más al fondo, ay, de un íntimo difunto.

*

De un horno alucinado me trasciendo.

Las ascuas lamo. Soy su perro amargo.

y mientras gruño, sobre el hombro cargo
la llaga del mendrugo en que me enciendo.

Vuelvo a la vida, creo. Miro en torno
a Cristo calcinado. La locura

del pan sin lengua. El can en ascua y grito.

Su hueso enfermo. La fealdad del horno.

El muslo de la virgen levadura.

La puta muerte, su hambre. Su infinito.
(Manual del Simio y otros poemas)

*

Apártate de mí.

Si no lo hicieras lfigenia,

\

empezará a llover

sobre tu cuerpo inmaculado
el detritus sin fin

de mi melancolía.

*

Este cartel muestra tu Iglesia
en desafiante pórtico:

«Absténgase de entrar

quien no conozca la lujuria».

*

Estos versos sus noches sin consuelo
llevan la vida de la muerte implícita
son movimiento hueso abstracto

y tienen un origen

Usted

por quien pregunto inútilmente
en la taberna del olvido

*

Usted es la culpable.

Lo sabe el aire origen de mis versos.

*

Otros ríos vendrían a mi puerta

a llamar con nudillos apremiantes
en busca apasionada

del joven Garcilaso petrarquista.
(Usted es la culpable)

 

*

A mis soledades viene
revelando voces, Bach.
¿Tumba y eco su carcaj?
¿Flecha sin sendero obtiene
la agonía que conviene

al sueño?, pues hoy, en cuanto
lanza el dardo me levanto

a velar en las edades

Bach. Y así, a mis soledades
voy, herido por su canto.

(Modesta contribución al arte de la fuga)

*

El 15 de noviembre de 1978, en los quince años años de la muerte del poeta sevillano Luis Cemuda, un grupo de amigos fuimos con la poeta Concha Méndez, viuda de Manuel Altolaguirre, al Panteón Jardín. Ahí, como ha recordado con gran precisión Vicente Quirarte, la poeta de la generación del 27 llevó flores cortadas del jardín de su casa de Tres Cruces, en Coyoacán, donde vivió Cemuda cobijado por los Altolaguirre. Ahí estuvimos, además de Vicente, Isabel Quiñónes, Antonio Deltoro, Héctor Carreto, Carlos Oliva, Eusebio Ruvalcaba, Carlitos Santibáñez -que acaba de morir- y yo mismo. También acudieron Enrique González Rojo y don Carlos Illescas, quien leyó ante la tumba de Cemuda un poema escrito expresamente para él:

tú también como Marsias,

desafiaste las iras del soberbio dios a quien

venciste.

Más si acaso no acertara a decir toda la verdad,
exijo que las veces cuyo canto tú mismo has
detenido,

canten entonces hasta sepultar al viento, al
abedul:

flauta y piel sangrante para que tú, soñador
perpetuo

de la, muerte viva, animes tus huesos,

y vuelvas a nosotros a recordamos que el hombre,
el pobre hombre, es festín favorito de los dioses.

*

La última vez que hablé por teléfono con don Carlos me dijo con esa voz entrañable que tenía que en el colmo de las paradojas el médico le había detectado una arritmia. El que tanto procuró el ritmo en sus versos, era víctima del destino. Bromeamos un poco sobre su enfermedad y nos despedimos con una emoción desmedida. Cuando en 1998 supe de su muerte lamenté no haber disfrutado en los últimos años de su sabiduría y de su generosa manera de abrazar el mundo. Ese día supe que algo en mí se había roto. Tomé el Manual de Simios y leí algunos poemas suyos. Veinte años después descubro que los libros de don Carlos han dejado de publicarse. El INBA Y la Secretaría de Cultura tendrían que remediar esa injusticia.

Termino con un epigrama llamado Epitafio, escrito con su maravillosa ironía y sus minuciosos versos:

Detente caminante; en esta fosa
descansa un aprendiz de teólogo,
trucoso, contumaz y marrullero.
No discutió las glorias de Pisandro

pero fue alumno de sí propio.                                                 .

Tal exceso

le mereció la horca.

(*) Texto leído en el homenaje que la Coordinación Nacional de Literatura del INBA realizó en conmemoración del centenario de Carlos Illescas, con el título Carlos Illescas 100 años, el 9 de mayo de 2018 en la sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes.

Texto enviado por: Los textos y fotos fueron compartidos por Carlos Illescas Monterroso

 

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