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Carlos López

Qué bonito es no hacer nada
y, después de no hacer nada, descansar.

D.P.

Jehová, el dios barbudo y de aspecto poco
atractivo, dio a sus adoradores el supremo
ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de
trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad.

Paul Lafargue

Tiempo le faltó a Carlos Marx para teorizar sobre la clase parasitaria, para ponerla aparte en su clasificación social. A quien sí le alcanzó la vida para hablar sobre el ocio de los nobles fue a su yerno Paul Lafargue (Santiago de Cuba, 1842) —casado con Laura Marx—, quien escribió El derecho a la pereza (1848), con una visión crítica de defensa del trabajador, opuesta a la pereza ancestral de la nobleza apoyada por el clero, la aristocracia, la burguesía,  y defendida por una disforme capa aspiracionista. El ensayo de Lafargue hace un recorrido histórico del derecho y de la obligación al trabajo impuestos por la clase dominante y del derecho a la rebelión, a la emancipación contra la neoesclavitud recargada sobre los trabajadores.

La reciente entronización de Carlos iii, de Inglaterra, transmitida en cadena por los medios que todavía creen en reyes, fue un acto que lastimó a gran parte de la población no sólo de la isla sino de todo el mundo. El arzobispo de la abadía de Westminster al colocar la corona de oro de 2.23 kilos de san Eduardo sobre la cabeza de Carlos III, una pieza que data de 1661, le confirió el derecho divino que esos personajes creen merecer y se arrogan para hacer y deshacer a su antojo la Tierra (varios expresidentes estadunidenses, en el colmo de la desfachatez, han declarado que a ellos los eligió Dios para gobernar).

El hombre que sustituyó a su madre, Isabel II, después de 76 años de espera, echó la casa por la ventana para demostrar poderío y darle diversión a los dos millones de personas que se lanzaron a las calles de Londres para vitorearlo (muchos, para vituperarlo). El carruaje bañado en oro en el que se hizo trasladar en procesión del lugar de la ceremonia de coronación al palacio de Buckingham, pesa 4 toneladas y fue jalado por caballos pura sangre. ¿Cuánta sangre y cuántas personas asesinadas hay detrás de tanto lujo?

El insaciable estado inglés se hizo —se sigue haciendo— zancudo gordo de tanto chupar la sangre de millones de personas desde hace cientos de años. Según Dadabhai Naoroji, la hambruna de 1866 en Orissa, provocada por los ingleses, causó la muerte de uno de cada tres hindúes, ante lo cual Cecil Beadon, el gobernador colonial de Bengala (que incluía a Orissa) sólo declaró que «ningún gobierno puede hacer mucho para evitar o aliviar estas vicisitudes de la providencia» (parece que Dios es el favorito de los tiranos cuando se les acaban las argucias), mientras se cavaban fosas por doquier para enterrar a los muertos. Entre 1876 y 1878, durante la hambruna de Madras, murieron entre cuatro y cinco millones de personas; el virrey Lord Lytton no intervino, igual que lo había hecho Beadon en Orissa. Romesh Chunder Dutt enumeró en 1901 diez hambrunas masivas desde 1860, con un total de 15 millones de muertos sólo en ese país colonizado por Inglaterra. Es incalculable el número de víctimas que ha producido ese imperio en los países que ha invadido y saqueado. Para tener una idea de la actualidad de esta situación, hoy 54 estados independientes forman la Mancomunidad de Naciones (antes Mancomunidad Británica de Naciones) que reconocen a Carlos III como su rey.

Las joyas de la corona inglesa tienen un valor monetario de miles de millones de dólares y una historia, la del saqueo inclemente de los pueblos donde los piratas vestidos de reyes han puesto los pies. Por ejemplo, el diamante más grande del mundo —de 3,000 quilates y 600 gramos— bautizado como Gran estrella de África, Estrella del sur, en honor de Julio Verne (que revisó, corrigió y publicó con su nombre esta novela que escribió André Laurie)  o Diamante Cullinan, en honor de Thomas Cullinan, presidente y dueño de la compañía minera que lo extrajo en 1905, que fue el regalo de cumpleaños de Eduardo VII, fue extraída de África.

En 2010, David Cameron, primer ministro de Inglaterra, declaró en India, a propósito de las reclamaciones que han hecho algunas naciones sobre los atracos cometidos en todos los continentes por los corsarios ingleses: «Si decimos sí a uno, nos levantaremos un día y no tendremos nada en el Museo Británico». La sinceridad descarada de Cameron no lo libera de la responsabilidad que tiene, como la mayoría de ingleses, en los genocidios, saqueos, latrocinios. Inglaterra más que generar riqueza interna se ha hecho a la mala de riqueza extranjera. Robar ha sido su trabajo favorito.

Oscar Wilde denunció la expoliación del país invasor de Irlanda con humor: «Inglaterra sólo produce tres cosas buenas: el té, el whisky y mis libros. Pero resulta que el té es chino, el whisky es escocés y yo soy irlandés. O sea que Inglaterra lo único bueno que tiene lo ha tomado de otros países».

Carlos III no es la excepción. Es el heredero a una corona que más tiempo esperó para que lo nombraran monarca. Mientras, se la pasó jugando polo, esquiando, pescando y cazando. Las revistas de chismes consignan que cuando se aburre de no hacer nada se dedica a la jardinería, a la pintura y a la escritura, por lo que no tarda en asestarnos un bestseller, aunque algunos medios le atribuyen la coautoría de varios libelos que, seguro, le han escrito los negros o ghost writers. También, se dedica al tráfico de influencias, a la corrupción, al racismo, a la propaganda contra la medicina alópata, y, no podía faltar, a la filantropía —esta forma de evasión de impuestos que sirve para tranquilizar la conciencia de los tiranos de toda laya—, este nuevo pasatiempo de los reyezuelos decadentes y demás lacras que nunca han trabajado y ostentan las fortunas más cuantiosas del mundo.

Inglaterra más que generar riqueza interna se ha hecho a la mala de riqueza extranjera. Robar ha sido su trabajo favorito.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Carlos López