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Gerardo Guinea Diez

Hay un verso de  T. S. Eliot que reza así: «La flor de luna se abre a la polilla». Sin duda, una imagen con misterio, escrita hace más de un siglo. Como sabemos, la flor de luna, un singular cactus del Amazonas, aparece una vez al año y solo permanece durante una noche. Al amanecer, se diluye en el aire del tiempo.

¿Nos desvaneceremos en ese aire? No lo sé, porque la literatura, en especial la poesía, surge de una otredad que nos hace sabernos parte de la humanidad. Pero Eliot no sabía lo que vendría después. Aunque esta idea no es para nada original, el gran poeta mexicano José Emilio Pacheco lo advirtió en su hermoso poema “Nuevo orden”, hará unos 36 años: «El mañana /vendrá como quiera y sin miramientos. /Sobre todo sin miramientos».

Cuando se ven las redes sociales y los medios de comunicación, se nota que no interesan las palabras, sino la cadena de imágenes sin intención de significar un todo más que su propio vértigo.

Existe una retórica de la emergencia. Sin embargo, antes de la pandemia, el menú de respuestas y soluciones inmediatas abundaban por doquier. Las nimiedades privaban en el ánimo de la gente y eran asumidas como hechos excepcionales. Despertamos de ese letargo plano, igual.

Gramsci habló del «optimismo de la voluntad» y del «pesimismo del intelecto». Unos hablan del nuevo mundo que vendrá. Otros, descreen de ello.

Entonces, ¿qué puede decir la poesía hoy? Jaime Sabines lo dijo en su momento: «La poesía sirve para ayudar a las gentes que se ponen a contemplar este mundo destruido».

Ha surgido otra plaga endémica: los opinadores. Voltaire lo dijo bien en su Diccionario filosófico: «Ese hombre ha de ser un gran ignorante, porque sabe contestar a todo lo que se le pregunta». Las fake news representan la era canalla de la que habla Zizek. Destilan ponzoña.

En 2020, en el peor momento del encierro, vi el documental Human Flow (Marea humana) de Wei Wei, el extraordinario artista chino, quien recorrió 23 países y lo que allí detalla es aterrador, ya ni siquiera para una esperanza tardía, aunque hay que anotar cómo él, desde una belleza inédita, retrata el dolor. 80 millones de refugiados de Siria, Palestina, Irak, Afganistán, el Norte de África, también de la África profunda, huyendo de la guerra y la miseria. Huyendo de conflictos alentados por el civilizado Occidente. Y si a eso le sumamos los 272 millones de migrantes en el mundo a finales de 2019, no resulta difícil imaginar lo que vendrá. Y esta semana el Banco Mundial advierte que en las próximas décadas se sumarán más de 200 millones expulsados de su lugar de origen por el hambre y el cambio climático. La globalización era un tren de alta velocidad. Hoy ni siquiera sabemos cuándo saldrá el próximo viaje al porvenir. Y lo saben los cien mil migrantes atrapados en Tapachula, última ciudad en Chiapas, México.

Hoy tenemos unos saberes fragmentados que impiden atar cabos que expliquen lo que sucede, en tanto reflejo pernicioso de generalizar y enredar la parte con el todo. Como sea, vivimos bajo el signo de la perplejidad, la quiebra de los valores públicos y la implosión de las referencias colectivas. En pocas palabras, la confusión de lo privado y lo público. Los últimos treinta años experimentamos una creciente sensación de desamparo que disolvió la continuidad de nuestras biografías y de las instituciones, dejándonos en la orilla de la fragilidad del presente.

Sin duda, la poesía lo había advertido antes de la pandemia. La velocidad de la vida, el consumo desenfrenado, la pobreza infinita de miles de millones de personas, la amenaza apocalíptica del cambio climático y el riesgo de una sexta extinción, tienen una coincidencia con la irrupción de la globalización y el neoliberalismo económico y no lo digo yo, lo señalan la mayoría de científicos.

Dos poetas convergen en ello: El poeta Adonis nos interroga: «¿Debo preguntar cómo acabará este mundo o cómo ha empezado este infierno? /la jaula no tiene fin.» También Mark Strand: «Donde nada, cuando ocurre, es demasiado terrible». Claro, el año pasado habían quienes afirmaban que el virus se cura con detergente… Ahora bien, qué escribir en este presente. No lo sé, la verdad, porque tampoco se escribe la narrativa del derrumbe y del mundo que vendrá. Sólo tenemos la discursividad y sus miles de rebaños hablando de depresión y de ideas apocalípticas. Quizá, con el tiempo, seremos artífices de nuevo del agua y perforaremos la vida. Como sea, tarde o temprano, nos alcanzarán las cifras y sabremos que todo lo perdido, ninguna memoria podrá recobrarlo.

Las imágenes discurren a gran velocidad. El presente está acelerado y su lectura, imposible. También las ideas, las opiniones y a veces el disparate es un pie de página de una realidad ininteligible. La trama de la existencia nos pertenece, pero tardíamente. El mundo está revuelto,  convulso y enfermo. La tragedia en Siria es una calamidad sin fin. El miedo habita a la vuelta de la esquina y la posibilidad de la violencia para nada es retórica.

A pesar de ese panorama desolador, el mundo pasa por el sueño de los poetas, por su palabra y una alegría que no tienen pero se parece a la alegría. “¿A qué huele el mundo ahora?”, se preguntaba Juan Gelman. Sin duda, a mañanas con porvenir, al sueño eterno de la infancia, a barro y crepúsculos con silencios llenos de sol. El mundo es ese cuaderno donde todo está dicho y se reescribe día a día. Cada año, cada mes, se pronuncian las palabras de siempre y en su irrealidad vemos al infierno de lejos, aunque, además, el paraíso es posible cuando la sangre piensa y la belleza azula ciertas tardes.

En la geografía de sueños, algunas generaciones aprendieron que lo fundamental es lo inútil: un paisaje, una sonrisa, las calles de los pueblos, ver llover, la puesta del sol, los alimentos terrenales que guiaban la existencia. El poeta Hugo Gutiérrez Vega lo señaló poco antes de morir: “Sin placer se acaba la vida”. Quizá ahí esté la respuesta a la interrogante de esta ponencia.

Las imágenes discurren a gran velocidad. El presente está acelerado y su lectura, imposible. También las ideas, las opiniones y a veces el disparate es un pie de página de una realidad ininteligible. La trama de la existencia nos pertenece, pero tardíamente. El mundo está revuelto,  convulso y enfermo.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes

Gerardo Guinea Diez
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