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Javier Payeras

A inicios de agosto llovió torrencialmente. Fueron 90 minutos pero el viento y la cantidad de agua dobló árboles, deslavó cerros y me inundó la casa. Un pequeño desagüe tapado por una rama convirtió la azotea en una alberca que se coló debajo de la puerta, un río que cayó por las escaleras y dejó flotando mi estudio, mi cuarto y mi sala. El recuento de los daños: un televisor fundido, un router de internet inservible, los muebles de madera dañados, libros destruidos y cables inservibles.

Esa mañana salí temprano para evitar las aglomeraciones del mercado, hice mis compras tranquilamente pero al salir me tocó esperar que amainara la lluvia debajo de una cornisa con todas las bolsas en la mano. Acostumbrado a ver el cielo de vez en cuando, porque el sol es un dios insoportable en esta región del mundo, y creyendo que los lamentables 30 grados centígrados tristemente habituales en Guatemala no terminarían en lluvia, no saqué paraguas. Así estuve más de una hora, empapándome gracias a los coches que pasaban a toda velocidad y me salpicaban. Con el humor bastante percudido pude seguir caminando sin imaginar el desastre que me esperaba en casa.

Luego de barrer el agua hasta que se me ampollaron las manos, hice un reconocimiento del área, un recuento de los daños. Algunos libros que estaban en una caja quedaron inservibles, iban destinados a una biblioteca de mi barrio, la rabia ante lo inconmensurable del calentamiento global me trajo las viejas blasfemias que me enseñó mi abuela. Pero lo que realmente me desconsoló fue que en una de las cajas más dañadas estaban mis álbumes de fotos. Aquellas imágenes impresas, brillantes, tomadas sin técnica, reveladas en laboratorios de centro comercial: el primer cumpleaños de mi hijo, viajes en familia, mis primeras fotografías captadas con una cámara Zenit que traía un instructivo en ruso y que nunca aprendí a usar correctamente. Todo se había reducido a manchas empapadas de verdes, amarillos y naranjas. Los rostros y cuerpos parecían cuadros de Francis Bacon. Una completa desolación de imágenes borrándose.

Cada fotografía es una segunda oportunidad para lo que perdimos. Como sucede con todas las creaciones humanas, puede que también las imágenes nos abandonen, que también se pierdan. Tocó reconstruir mis fotos sobre hojas de papel acuarela, ensamblando las imágenes borrosas como si fuesen un monumento a lo que dejó la lluvia en mi casa. Creo que fue en el año dos mil cuando Luis González Palma me invitó a cenar luego de una exposición de Joel-Peter Witkin que estábamos inaugurando en la galería donde yo trabajaba. Luis me decía que en la fotografía suceden accidentes, que algunas imágenes van destinadas a otro tipo de significado y representación. El recuerdo de esa charla volvió precisamente cuando iba descartando las imágenes sobrevivientes. Tengo un libro con su obra, quizá el paso del tiempo me ha esclarecido las extrañas maneras que tiene la vida para conversar con nosotros.

La obra de González Palma ha transitado por muchos lugares durante los últimos treinta años. Una Guatemala cauterizada por el dolor, el colonialismo, la distorsión histórica y finalmente el desencanto. Sus imágenes nos observan pensando, son ojos por todas partes, oráculos de silencio terroso e impaciente. Miradas de mujeres, de niños, ancianos… alas corroídas, máscaras, aviones y manos. Son tan oscuras que necesitan luz artificial detrás de ellas, pues tal como sucede con la escritura invisible solo puede develarse a contraluz. En ningún artista latinoamericano he visto tantos símbolos hundidos, tantos plazos y tantas conjeturas negadas. Revisar sus imágenes es como andar por un pasillo donde el eco de nuestros pasos nos confunde y nos hace voltear la mirada. Como es normal, la obra de L.G.P. ha mutado con los años. La intemperie de lo representado se hizo algo distinto, se transformó en rostros contrapuestos, miradas esquivas o inexistentes. Los pliegues deleuzeanos de una sábana con un barquito navegando una cama inmensa como el océano es acaso la fotografía que más celebro y me ha impactado de sus metáforas más recientes. El profundo rojo y amarillo y azul y el blanco demencialmente árido que resguarda el sentido más puro de cada pieza. Entre los aguaceros de agosto me vino a la memoria los ojos grandes y apacibles de Luis, una mirada que trata de sostener el tiempo que nos vamos restando, lo dijo mejor San Juan de la Cruz “Una pasión por la mirada, y en la mirada estaban los ojos antes del tiempo”, sé que desde adentro contempla su eternidad, el resto es arte, ese objeto deleznable que vamos dejando a nuestro paso.

Cerrito del Carmen 19 de agosto 2021

Fuente: [http://revistapenultima.com/luis-gonzalez-palma-el-recuento-de-los-anos-por-javier-payeras]

Todas las imágenes son de piezas, o exposiciones de Luis González Palma, propietario de los derechos de las mismas y que ha permitido su publicación en la revista.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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