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Carlos López

A Beatriz Anzaldo, María José Flores, Berenice Islas,
Saúl Jiménez, Emideth Majul, Marco Velázquez, Melba Zúñiga

La escritura se parece a la vida en sus vaivenes y oscuridades. Quizá otros oficios que ejercen los que pueblan la tierra puedan enfocarse sólo del lado triunfante de la existencia, centrarse en la carrera veloz, competitiva y ascendente para alcanzar una meta específica, como sucede en los deportes y en la economía, pero habitar en lo literario es aceptar un ritmo que no concuerda con las urgencias de lo inmediato y tal vez tampoco con la morosidad de lo mediato.
          En nuestros tiempos estamos intoxicados de buenas intenciones, de forzados pensamientos positivos que prometen crearnos una vida lisa, sin altibajos y siempre con miras ascendentes de victoria y ovación. La literatura chatarra o litebasura o lighteratura, los libros de autoayuda, las novelas de aeropuerto, las revistas de consultorio conforman ese cuerpo prescindible y estorboso que vemos en primera fila en los supermercados de libros o en los minisúper que venden churros encuadernados siempre anunciándose como algo más que mercancía, con fórmulas de todo tipo para alimentarse, amar, prosperar en lo económico y en lo social y con una insistente prédica para achatar nuestros impulsos y volvernos uniformes, sin trabas, sin conflictos; nos entretienen un rato (a veces uno llega hasta el final del libro sólo por el morbo de ver hasta dónde son capaces de llegar sus autores) y después inoculan su vacío. 
          La literatura —sin adjetivos, sin etiquetas— avanza en sentido opuesto. Esto lo constatamos cuando leemos un poema, un cuento o una novela que nos conmueven; lo mismo sucede con la dramaturgia o los guiones cinematográficos donde hay un conocimiento profundo del ser, un reconocimiento de la savia de la literatura sin tiempo, sin espacio, sin autor. Esos textos le hablan a nuestro yo más hondo, lo que activa un desvelamiento, un desasosiego que no se resuelve, nos confronta como un espejo y se queda ahí palpitando. Quienes escriben entonces no deben aspirar a las certezas sino al perpetuo movimiento de la vida que en su transcurrir a veces sugiere una respuesta u ofrece símbolos casi desentrañables.
          En los matices, en la indagación, en el conflicto, en los sentidos alertas puede ser que habite la literatura, por eso siempre hay que estar atentos, por eso la escritura es una labor nunca resuelta e implica el riesgo de enfrentarse a lo desconocido. En Escribir Marguerite Duras expresó muy bien esta búsqueda sin fin de la escritura: «Si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría, no valdría la pena. […] Creo que lo que reprocho a los libros, en general, es eso: que no son libres. Se ve a través de la escritura: están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma correcta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento».
          Es estimulante acercarse al pensamiento de muchos escritores que han reflexionado sobre su oficio; todo eso sirve e inspira; sin embargo, a la hora de la escritura no funcionan las recetas, las preceptivas, las fórmulas mágicas, ni las supersticiones más sentidas; se está solo y cada texto supone una nueva aventura. En los distintos estratos del acto de escribir es imposible saltarse pasos y quienes creen hacerlo ofrecen un trabajo al que se le ven las costuras abiertas. Por eso perseguir el último paso —eso que algunos llaman éxito— resulta inútil. Antes del éxito —si llega, ya que es aleatorio— está la pasión por la literatura, que exige una entrega a manos llenas y que implica ser un ávido lector y un eterno cazador de imágenes e ideas. Amar a la literatura significa temblar con las posibilidades del lenguaje siempre vivo, a ratos impenetrable, sonoro, sugerente. El lenguaje es la materia primordial, la llave con el cual ensanchamos el mundo, porque incluso la literatura minimalista mira hacia el lado de la imaginación y de los sueños.
          Cada tanto, aun con la experiencia, es necesario recomenzar, volver a la duda, atravesar el territorio del silencio y reflexionar sobre lo que Rainer Maria Rilke le escribió a su discípulo: «Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Sólo hay un camino: entre en usted. Investigue la causa que le empuja a escribir, examine si sus raíces se extienden hasta lo más profundo de su corazón. Reconozca si no preferiría morir en el caso de no poder escribir. Y, sobre todo, en la hora más serena de la noche pregúntese. «¿siento verdaderamente la imperiosa necesidad de escribir?»». Si la respuesta es sí, hay que volver a dudar y repensar; ejercer la autocrítica sin inmolarse, pero también sin autocoronarse.
          Éxito es «salida, fin, término». En medicina forense y legal, éxito quiere decir «finado»; es la forma simplificada de exitus letalis, «salida mortal»; con la palabra exitus se cierran historias clínicas de pacientes cuyo desenlace fue la muerte. Aunque se le han agregado significados, el concepto guarda en su esencia el origen. En inglés se asocia a lo comercial y financiero; se dice que un libro tiene «gran éxito» («gran salida») cuando se vende bien, cuando se imprimen cuantiosos tirajes de una obra; es sinónimo de bestseller (que significa «mejor vendedor», pero que se aplica al «mejor vendido»). En castellano, exitus se empezó a emplear como salida o fin de algo, pero con buenos resultados; entonces éxito es triunfo, cima, victoria; lo contrario de fracaso. El éxito comercial de un escritor puede ser su muerte literaria.
          Malcolm Lowry, al conocer la fama, escribió un poema cuyo primer verso dice: «El éxito es como un horrible desastre». Reflexionar sobre esta afirmación puede tener efectos positivos si nos disuade de buscar el éxito, la fama; si nos aleja de la idea de poseer la verdad; de la soberbia de sentir desdén por quienes no escriben tan bien como nosotros creemos que lo hacemos. ¿Debemos sentir compasión por un autor exitoso? Pensemos que si escribe con honestidad, honradez, compromiso, con pasión; si escribe libros luminosos que nos causen tremor; si tiene lectores agradecidos que se cuenten con los dedos de una mano o por miles o millones ése será su éxito mayor o tal vez el único.

 Es estimulante acercarse al pensamiento de muchos escritores que han reflexionado sobre su oficio; todo eso sirve e inspira; sin embargo, a la hora de la escritura no funcionan las recetas, las preceptivas, las fórmulas mágicas, ni las supersticiones más sentidas; se está solo y cada texto supone una nueva aventura. En los distintos estratos del acto de escribir es imposible saltarse pasos y quienes creen hacerlo ofrecen un trabajo al que se le ven las costuras abiertas.

(Texto leído en la graduación de la lx generación de egresados de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México, Teatro Rodolfo Usigli, 18 de junio, 2018)

Fuente: [Literatura y éxito. Carlos López Barrios | (laotrarevista.com)]

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Carlos López