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Mario Roberto Morales

El conocido escritor libanés Jalil Gibran asentó en una de sus muchas sentencias que “Hablas cuando dejas de estar en paz con tus pensamientos”. De donde se deduce que, si uno pudiera estar tranquilo con lo que piensa, no hablaría nunca. O casi nunca. Esto reafirma la vieja idea de que la sabiduría brota en el silencio. Pero no en el silencio exterior, sino en el de la mente. Ya que cuando somos capaces de parar el torbellino de nuestros pensamientos erráticos las certezas ocurren, aunque no como ideas expresables con palabras, sino como revelaciones silenciosas. Y como todo lo expresable lo es verbalmente, las certezas del silencio resultan intransmisibles, a no ser en el idioma aproximado de la poesía, que fue el que usó Gibran para compartir las suyas. Por ejemplo, la de que uno empieza a hablar cuando deja de tener quietud en su mente. Esto es particularmente cierto en el caso de los molestos discutidores de oficio y en el de los presentadores mediáticos que piensan con la garganta y que padecen un inclemente cuanto irritante horror al silencio.

Pero, bueno, ¿cómo alcanzar la paz de los propios pensamientos, detener el caos y vivir en silencio mental? Esta otra certeza de Gibran quizá contenga la respuesta a esa pregunta. Dice el poeta que “Cuando uno llega al final de lo que necesita saber, está situado en el inicio de lo que requiere llegar a sentir”. Imagínense ser capaces de consumar lo que uno necesitaba saber en esta vida y tomar consciencia de que ya no se trata de informarse más, sino de comprenderse, aceptarse y elevar el propio nivel espiritual para llegar a sentir la vida y no a explicársela intelectualmente. Qué maravilla. Podríamos comunicarnos genuinamente con los demás sin tanta palabrería, sin el uso de recursos tecnológicos que simulan comunicar pero que incomunican mediante íconos y frases hechas, sin cursos para hablar en público. Esta habitual ausencia de comunicación es la que evoca María Grever en su inmortal bolero “Alma mía” cuando exclama: “Si yo encontrara un alma como la mía / cuantas cosas secretas le contaría. / Un alma que al mirarme sin decir nada / me lo dijese todo con la mirada. / Un alma que embriagase con suave aliento / y al besarme sintiera lo que yo siento…” Hermoso. Pero, ¿posible? Seguro sí. Siempre que no dependamos, como en el bolero (que para eso es bolero), de la otra alma para el crecimiento perenne de la nuestra. Esta dependencia es la que hace que al final la autora tema hallar un alma como la suya. Por eso murmura con asustada pena: “Y a veces me pregunto qué pasaría / si yo encontrara un alma como la mía”.

A menudo soslayamos la monumental verdad de que el obstáculo y el conflicto son justamente los grandes maestros que nos llevan a superar los miedos y las iras que la mente interpone ruidosamente entre nosotros y nuestra capacidad de sentir plenamente. Por eso Gibran confiesa que “He aprehendido el silencio gracias a los habladores, la tolerancia gracias a los intolerantes, la bondad gracias a los desconsiderados; y, sin embargo, extrañamente, soy desagradecido con estos maestros”. Con lo cual nos dice que la ingratitud ante la adversidad nos impide dar el salto mortal que va del conocimiento frío a la cálida sensibilidad (que no sensiblería, a pesar del ejemplo del bolero) y por eso recaemos en hablar por hablar, ya que la mente no está en paz con lo que piensa; no puede instaurar el silencio en sus dominios y sucumbe al ruido colérico y temeroso del mundo.

Publicado el 14/04/2021 en elPeriódico

Fuente: [https://mariorobertomorales.info/]

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