Hace unos días he recibido de la Arquitecta Alenka Barreda, Directora General de Extensión Universitaria de la Universidad de San Carlos de Guatemala, una invitación que he aceptado gustosamente. Se trata de formar parte de la Comisión Organizadora de la celebración del centenario del nacimiento del coronel Jacobo Arbenz Guzmán. Considero necesario rescatar esta figura histórica del escarnio y calumnias de las que ha sido objeto. Al recibir la invitación, recordé lo que alguna vez dijo el historiador británico Thomas Carlyle sobre Oliver Cromwell, el revolucionario inglés del siglo XVII: que había que rescatarlo de debajo de una montaña de perros muertos. Esta metáfora también la usó Isaac Deustcher en su monumental biografía en tres tomos sobre León Trotsky. Durante muchos años, Jacobo Arbenz Guzmán yació bajo una montaña de perros muertos. La que había amontonado la derecha acusándolo de llevar a Guatemala al comunismo. La que amontonó también parte de la izquierda, reprochándole el haber renunciado a la presidencia en aquellos aciagos días de junio de 1954, en lugar de defender la legalidad revolucionaría que la derecha, la oligarquía y la CIA estaban destruyendo.
Ciertamente el ejemplo de Arbenz en junio de 1954, debe haber pasado por la mente de Salvador Allende en septiembre de 1954. No sería Allende, aquel atildado y aristocrático socialista chileno, un presidente que renunciara ante un inminente golpe de estado. Lo resistiría con las armas en la mano en una memorable defensa del Palacio de la Moneda que acabaría con su suicidio ante la inminente toma de dicho palacio por los golpistas. Cumplió Allende su promesa de que sólo muerto abandonaría la presidencia antes del término para el cual había sido elegido. Arbenz por el contrario, tomó otro camino. Creyó que su renuncia le ahorraría a Guatemala un baño de sangre y salvaría las conquistas de la revolución. Ni uno ni otro hecho acontecieron. La revolución guatemalteca fue destruida y Guatemala se sumió durante medio siglo en un océano de sangre cuyas secuelas todavía se viven. Pero nada de ello se hubiera evitado si Arbenz se hubiera inmolado. Hubiese sucedido exactamente lo mismo que lo que sucedió en Chile en 1973: con el ejército habiéndolo traicionado, Washington decidido a derrocarlo y a diferencia de Cuba en 1959, sin el apoyo de la otra potencia de la guerra fría, el destino de Arbenz y la revolución estaba decidido.
La investigación histórica convierte en algo insostenible la acusación de que Arbenz quería llevar a Guatemala hacia el comunismo. Ni Arbenz era comunista, ni el conjunto de las fuerzas políticas que lo apoyaban perseguían ese objetivo para Guatemala. Una de estas fuerzas, el partido comunista, conocido como Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), estaba profundamente convencido de que el socialismo era inviable en aquella Guatemala de mediados del siglo XX y que lo que correspondía hacer era impulsar una revolución democrática que modernizara al capitalismo guatemalteco. Esta revolución democrática burguesa debería eliminar el orden oligárquico que había sido construido por la reforma liberal de 1871: el latifundio improductivo, el trabajo forzado, los salarios miserables, el oscurantismo reaccionario, la dictadura unipersonal, y el neocolonialismo estadounidense.
La derecha constituida por la cúspide empresarial, la alta jerarquía católica, los partidos reaccionarios, apoyados todos por la Casa Blanca, ideologizaron durante años el conflicto y lo convirtieron en parte de la dialéctica comunismo-anticomunismo. Lo que en realidad sucedió fue una victoria contrarrevolucionaria sobre un intento por transformar revolucionariamente un orden capitalista oligárquico y dependiente atrasado en lo económico, antidemocrático en lo político e injusto en lo social. El paso del tiempo ha ido sacando a Arbenz de la montaña de perros muertos en que fue sumido. El juicio de la historia lo colocará en el lugar que merece.
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