Mario Roberto Morales
Caminé a lo largo de la Avenida Simeón Cañas sintiendo cómo el viento navideño alborotaba mis canas. Rodeé el Mapa en Relieve y como siempre pasé mirando el “Diamantillo” y una vez más me imaginé jugando allí de niño y adolescente cuando mi mayor pasión era el beisbol, las vicisitudes de la Serie Mundial y los jonrones de Mikey Mantle y Roger Maris.
Cuando casi terminaba de circunvalar el Diamante Minerva, un anciano sentado sobre la acera me vio y me dijo: “Yo lo leo a usted”. Paré mi marcha y le respondí: “Gracias por su lectura”. Iba a continuar la caminata, pero él agregó: “Lástima que de nada sirva todo lo que escribe”. Entonces me acerqué y le dije con absoluta sinceridad: “Viera que desde hace tiempo yo vengo pensando lo mismo”. “Mire, pues”, continuó sonriendo, “y yo qué creí que usted se tragaba el cuento de que estaba haciendo algo por el país explicándole a la gente cómo funciona la política”. “Qué va”, agregué, “aunque al principio sí creí que era posible”. “Pero ya no, usté”, continuó, “la gente está cada día más bruta. Yo soy maestro, del tiempo de Arbenz. Tengo más de 90 años; me llamo Joaquín. Colaboré con la Revolución y también con la guerrilla porque mis dos hermanos menores se metieron a eso y a uno lo mataron. En esos tiempos sí era posible cambiar algo, pero ya no; a la gente de ahora la volvieron más bruta que a la de antes y no es posible evitarlo; ese poder es muy grande para nosotros. Y ser mártires tampoco resuelve nada en un pueblo apaleado. Ya ve: la gente se volvió insensible, incapaz de valorar nada. Sólo acepta lo que tiene. Creo que es mejor tocar fondo y mirar qué pasa. Aunque yo ya no lo voy a ver. Usted tal vez sí. Pero ya no escriba columnas. No se desgaste. Ya se expuso mucho. Deje el periodismo. No está en sus manos cambiar nada. Mejor cuídese”. Lo miré y le dije: “Gracias por el buen consejo”. “Dios lo acompañe”, respondió sonriendo, se puso de pie y se despidió con la mano agregando: “Siempre lo leo”.
Cuando volví a pasar frente al “Diamantillo” paré para ver el campo y pensar en cuántas pelotas Wilson había bateado hacia el barranco y en el día en que una de ellas me fracturó el meñique de la mano derecha. Caminé de vuelta por la Avenida Simeón Cañas hasta donde estaba mi automóvil y regresé manejando adonde había encontrado a aquel maestro. Rodeé muy despacio el Diamante Minerva, pero el hombre ya no estaba. Estacioné el auto cerca del Mapa en Relieve y de nuevo me dirigí al “Diamantillo” para reencontrarme con mi niñez y mi adolescencia. “Ya casi termina el 2020”, pensé, “y ha sido un buen año para mí. Debo despedirme de él con agradecimiento, y también de lo que no vale la pena”. Regresé hacia el Mapa en Relieve y allí vi mi a país inerte, ignorado, a merced de la intemperie y de su oligarquía. Antes de dirigirme al auto me dejé envolver por los árboles y pensé en el consejo de Joaquín. La belleza de la avenida me absorbió mientras el viento de la Navidad volvía a agitarme las canas. Una señora con un canasto sobre la cabeza me dio los buenos días. Tres niños pasaron junto a mí patinando y una pareja de jóvenes se besó bajo un pino.
“Si uno acecha las señales, ellas nos llegan claras”, me dijo una vez un brujo blanco, “el problema es saber qué quieren decirnos esas señales”. Sentado al volante miré a mi alrededor. “Joaquín tiene razón”, pensé. “La pregunta es: ¿tendré yo razón? ¿Por qué mi resiliencia y terquedad? Lo evidente no necesita comprobación”. Arranqué y me fui.
Publicado el 23/12/2020 ─ En elPeriódico
Fuente: [https://mariorobertomorales.info/]
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