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MI HABITACIÓN PROPIA

Mi sendero que se bifurca

Pamela Guinea

Aún recuerdo las tonalidades verdes del paisaje, y también el olor, ese particular y dulce olor de la Costa Sur, cuando aquel sábado viajábamos hacia la frontera en la pulman que nos llevó al exilio. Tenía dos años y medio, pero esa sensación de miedo, optimismo y angustia por el cambio no se me olvida; la llevo a cuestas hasta el día de hoy. Quizás por eso las mudanzas me emocionan y me afectan tanto. El cambio es una permanente en mi vida.

Salimos con las pocas cosas que teníamos. Lo dejamos todo: casa, juguetes, amigos, familia y hasta mi perrita Samba ―por quien pasé meses preguntando―. La persecución había durado cuatro meses y la decisión había sido irnos, como pudiéramos. Sólo mi madre, mi hermano y yo. Irnos o morir. No había mucho donde elegir: Hablar como mexicana o morir. Cambiar de nombre o morir. Así era todo en ese entonces… O morir. Se aprende fácil.

En México pasé a llamarme Pamela Montero González. Cuando cumplí cinco años me metieron en un colegio de monjas, quienes amablemente nos aceptaron a pesar de nuestros inciertos antecedentes migratorios. Todas las mañanas, formados como soldados, rezábamos tres padres nuestros en el enorme patio de la casona vieja del Centro de Tlalpan. La madre superiora recorría cada fila, revisando que las calcetas estuvieran arriba de las rodillas, mientras las adolescentes subían su falda y mostraban los muslos al nada más terminar la revisión. A mí realmente no me molestaba el puritanismo de no mostrar la piel, a mí me pesaba lo de los rezos. Eso de pedirle cosas a no-sé-quién, al unísono, era algo que no entendía y, además, nadie me explicaba. Al día de hoy sigo sin entenderlo y sigo en la búsqueda.

―Mueve la boca, hija, nadie lo notará, suplicaba mi madre.

Pero las monjas nos ayudaban, lo sabían todo y salvaron nuestro año escolar, lo cual agradezco infinito.

Dos años de rezos y muslos escondidos tras las faldas cuadriculadas, y finalmente entré al Teceltican: “El lugar de la alegría”. Así se llamaba y eso era. Era una verdadera fiesta eso de ir a estudiar, sin uniformes, sin rezos, sin revisiones diarias de pulcritud. Lo amable de esta escuela era que aprender se convertía en un juego hermoso, el cual desarrolló muchas aptitudes en varios de sus alumnos, claro, muchas con inclinaciones artísticas. Aún recuerdo a Toña, pidiendo sacar el compás de punta seca, teniendo ese tino para tratar con cada uno, y para llevar la escuela de una forma maravillosa. En esta escuela, ya habiendo cursado dos años, después de varios intentos por poder arreglar lo de mi nombre, al fin firmaba mis tareas como: Pamela Guinea Ovalle. Muchos de mis amigos me preguntaron por qué cambié de nombre, y les conté una historia de abogados que fue tan enredada que nadie me preguntó nada más, no sé si porque les aburrió que les contara sobre abogados, o porque en realidad en el fondo no les interesaba un carajo mi historia.

Los libros

Desde ese entonces, quizá con siete u ocho años me fascinaba ver los títulos en las libreras de mi papá. Gerardo Guinea Diez, mi padre, es poeta, editor, y lector empedernido. Mi relación con él siempre ha sido de mucho intercambio de información y su librera siempre ha sido irresistible para mí: muchísimos lomos de colores, autores, tipografías. En mis primeros años eran serpientes de colores interminables, que decían “ven a mí”, con sus ojitos negros y sus interesantes títulos que memorizaba. A veces mi papá los cambiaba de lugar y yo los buscaba desesperadamente hasta encontrarlos y así, con la nueva forma, esta serpiente seguía su encantamiento.

Con nueve años, mi papá me dijo: hija, quiero que leas este libro. Me dio Carazamba, de Virgilio Rodríguez Macal. Te doy un mes.

―¿Un mes? ―protesté.

Me parecía muy poco tiempo. En un mes se podían hacer tantas cosas, pero no leer un libro. Jugar con la serpiente era suficiente. Descubrir lo que venía adentro fue más fascinante aún. Y el mes fue tiempo de sobra, no sólo para Carazamba, también para ir descubriendo, poco a poco, cada libro en la librera, incluso, si algunos no los entendía en lo absoluto.

Gorki, Dostoiesky, Pushkin, Yourcenar, Duras, Allende, Ibargüengoitia, Borges, Pachecho…

Leer era algo que escondía de niña. No era cool ser la ñoña de la clase. Decir que leía mucho no me permitiría ser popular. Claro, también bailaba y hacía largas sesiones de teatro, donde mis papás eran los pacientes espectadores. Pero leer era mi secreto.

En ese entonces mi relación con los libros era buena, en cambio, con el cine era poca o nula. Las escasas veces que íbamos al cine, me quedaba profundamente dormida. La sala tan cómoda y oscura. El regazo de mi madre era irresistible. Fue después, ya entrando en la adolescencia, que empecé a ver muchas películas en casa de amigos. ViThe lost boys, de Joel Schumacher, alrededor de doscientas veces. No exagero.

Era, quizá, una proyección de mi posterior regreso a Guatemala, que fue como la secuencia de inicio de ese film. Con el cover de The Doors, “People are strange”, interpretado por Echo & the Bunnymen. El entusiasmo de la madre, enfrentada a la curiosidad y el desencanto de los hijos, mientras empiezan a descubrir con desconfianza el sitio a donde llegan. Esos hijos adolescentes, de 15 y 18 años, sacados de su entorno para ser los nuevos extraños del barrio.

La realidad

Lo primero que me impactó al volver a Guatemala fue la violencia. Los golpes, la forma de llevarse, de hablarse, de referirse al otro, a uno mismo. Entre amigos. Cerote. Hijo de la gran puta. Mierda. Hueco. Te voy a verguear. Pisado. Un completo diccionario del odio.

Muchos compañeros del colegio, de mi edad –armados, y a veces con demasiado alcohol en las venas– disparaban al aire. Lo hacían ver todo tan divertido, a pesar del horror de nuestras caras. Éramos cowboys en medio de la noche, muy valientes, muy brincones. Una vez entras al círculo es fácil acostumbrarse.

Monteforte Toledo decía que el retorno es peor que el exilio, nada más cierto que eso.

Cuando Julio, el papá de mis hijas, estaba escribiendo Gasolina, me sentía muy identificada con esa visión de Guatemala. Del adolescente extranjero –que en realidad no lo es–, pero que llega de lejos con otra forma de pensar y se encuentra con esto y le choca. Con tal de encajar y hacer amigos, una lo termina aceptando.

Esa Guatemala donde no hay nada qué hacer, más que beber hasta idiotizarte y soportar así la realidad. Esa Guatemala adolescente, de los noventa, en extremo aburrida. Salir a las gasolineras, a los parques, a las tiendas. Beber hasta embrutecernos y quizá, de pronto, terminar en el puerto o en Panajachel. Sí, emprender ese viaje de madrugada era fantástico.

El cine

Estudié muchas cosas, pero mi primer oficio, desde los 17 años, fue la edición de libros. Empecé a trabajar en Magna Terra, la editorial que fundamos con mi familia al regreso a Guatemala, con el pretexto de aplicar mis conocimientos de diseño gráfico. Poco a poco, me fui interesando en todo el proceso del libro y entre las cosas que más me gustan, está la corrección de estilo. Han sido muchos años ya metida en esto. Devorada por libros. Leyendo mucho, incluso cosas espantosas, insalvables, pero leyendo, a fin de cuentas.

Soy editora de libros. Me gusta serlo. Pero también, tengo años dedicándome a otro oficio: la producción de cine.

Al cine entré a la fuerza, imponiéndome a mí misma, intentando demostrar “noséqué”. Mi mamá, Marcony Ovalle, mazateca, guerrera hasta los dientes, y quien es mi ejemplo de lucha, siempre me ha dicho que es bueno tirarse al agua, no tener miedo, no dar marcha atrás, probar, y que después uno mira cómo sale. Y, bueno, normalmente le hago caso.

No fue un camino fácil, para nada, y sigue siendo cuesta arriba. Ni siquiera sé si he entrado del todo a esto del cine. A veces pienso que no. Vivo con un pie dentro y otro fuera. Nadie me invitó, nadie me lo pidió. No fue mi sueño desde niña. No lo fue. Me dormía en el cine. Me aburría. Yo entré al cine, quizás, cuando encontré los engranajes compartidos que mueven al cine y a la literatura. Y para mí ―citando a Borges― ambas transitan en un mismo sendero que en algún momento se bifurca.

Empecé ayudando a Julio Hernández Cordón, ―con quien estuvimos unidos en una relación de más de once años, varios cortometrajes y seis películas―, por necesidad, porque lo veía hecho un lío y quería ayudarlo. Porque admiraba su forma de ver el cine y su rigor ante éste. Además, creo que tengo la habilidad. Ya en la editorial coordinaba gente, trataba con clientes y organizaba muchas cosas.

Hago cine y me gusta el proceso de cada una de las películas en las cuales he estado involucrada. Muy distintas entre sí, pero con un mismo motivo: contar algo, transmitir algo, llenarnos de ese algo, aunque sea por un momento. Sensibilizar, de algún modo.

La adrenalina de producir es algo muy fuerte, quienes estén metidos en esto me lograrán entender. Cada filme tiene sus particularidades y sus retos por vencer, y uno va aprendiendo en el camino. Cada director también tiene sus propias formas de ver el cine, aunque algunas veces uno no esté de acuerdo, pero son formas de ver, de mirar. Porque de eso se trata, de exponer una mirada.

Yo tengo mi propia mirada, pero es mediante el camino de la producción, que es completamente distinto al del director o del guionista. Afianzarme en eso, o demostrarlo, ha sido una tarea nada fácil. Hasta el día de hoy mucha gente se pregunta qué hace el productor. Muchos creen que sólo hace un excel, y listo. Pero no, producir es acompañar a la película, hacerla posible, empujarla y formar parte de ésta. Es una labor que aún, en algunos lugares, permanece en la sombra, sobre todo en Latinoamérica.

Mi habitación, mis rincones

Tengo dos rincones para trabajar. Ambos son espacios muy pequeños: una computadora y unos audífonos.

Porque, además de mis dos oficios, tengo uno más: Soy madre de dos hijas. Y ser madre ha sido también una tarea muy enriquecedora, agotadora, maravillosa y, a veces, también muy desgastante. Nadie te explica lo que significa ser madre, lo que tienes que ir dejando por las hijas. Toda la energía que te absorben. Que sí, después te la devuelven con gestos, sonrisas, ocurrencias, pero hay un día a día muy agotador que en mi caso casi siempre lo he resuelto sola.

El mayor reto es encontrar la fórmula para poder meter todas las tareas que tengo en un solo costal y quedar bien con todos. Y no siempre se puede. Uno va cometiendo errores y aprendiendo de ellos. A veces sí, creo que es una cuestión de género que me toque a mí cargar con todo. O que me haya costado más llegar a donde he llegado (y lo que aún falta).

Muchos hombres llevan la bandera de la ecuanimidad y, en el fondo, no les gusta que avances.

Quizás mi habitación propia está en mi pequeña maleta, esa que siempre está lista para mi próxima partida. En mi pequeño cuadernito rojo, donde a veces escribo lo que siento, lo que pienso o lo que me gustaría gritarle al mundo. En los poemas de Miguel Hernández, de mi padre, de Ángel González o de Gamoneda, que acompañan mi mesa de noche.

“Esto era el destino: llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua”. Antonio Gamoneda

Quizás mi habitación propia también está en el cine y en los libros. Que desde mi mirada se transforman, me pertenecen y se vuelven mi trinchera.

[Fuente: http://www.plazapublica.com.gt/content/mi-sendero-que-se-bifurca]

Pamela Guinea Ovalle
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