Mérida
Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com
Un 19 de diciembre de 1984 moría, a los 93 años, Carlos Mérida, una de las cumbres de la pintura durante el siglo XX. Hoy, bastante olvidado y ninguneado, es oportuno un pequeño homenaje y una breve síntesis de su obra y vida. En 1919, con 28 años, cruzó a pie la frontera y marchó a México con Dalila Gálvez. Días de convulsión por la Revolución Mexicana. Como pudo, luego de abordar varios trenes, alcanzó su destino. Pienso en Mérida a partir de un hermoso retrato que de él realizó Guadalupe Alonso para la Revista de la Universidad de México.
Resulta imposible no recapitular sobre la diáspora guatemalteca en el siglo pasado. Los nombres son incontables y los personajes más grandes: Gómez Carrillo, Manuel Galich, Cardoza y Aragón, Asturias, Illescas, Monteforte Toledo o el trabajo de Efraín Recinos, al localizar el manuscrito del Pop Vuh en la biblioteca Nesberry, cuya primera edición moderna realizó en 1947. Y la lista es interminable.
Cuando apenas cumplía 18 años marchó por primera vez a París, donde coincidió con Jaime Sabartés, quien a su vez lo recomendó con Picasso. Después vendría su relación con Modigliani y Joan Miró. De vuelta en México estableció amistad con Serguéi Eisenstein, Tina Modotti y Edward Weston. En esos años de búsqueda y encuentros, asistió a Diego Rivera en el mural La creación, para el Anfiteatro Simón Bolívar, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Continuaría su peregrinar y una vez más visita París, donde conoce a Paul Klee, Kandisky y Mondrian. De vuelta en México, establece una estrecha amistad con Rufino Tamayo.
A treinta y un años de su muerte, volver a Mérida es reencontrarse con el genio, el hombre que transitó de la figuración al surrealismo para después recalar en la pintura abstracta y la geometría, fruto de una revelación: sus raíces maya y quiché. Lo que posibilitó que abrevara de las estelas y los códices para crear un nuevo lenguaje, aunque, como sostiene Alonso, “sin tintes de folclor”. Cardoza y Aragón, poeta, pero también uno de los grandes críticos de arte, se refiere al trabajo de su paisano: “Acento nativo insertado en modernidad, con factura de orfebre. Maneja con imaginación su repertorio de signos, con buen gusto. Lo del buen gusto es memorable; reconozco en ese don la mejor obra suya”. Al encontrar sus raíces prehispánicas, en los treinta, Alonso lo define con claridad: “La geometría, inspirada en el textil maya, se convirtió en un elemento fundamental tanto en la pintura como la escultura. Las matemáticas, así como la música y la danza fueron referentes en su quehacer”.
En Guatemala su obra, para nuestra fortuna, aún sobrevive en varias construcciones del Centro Cívico, aunque mucha de la que realizó en edificios públicos se destruyó durante el terremoto de la Ciudad de México en 1985. Así, volver a él es de algún modo redimir esa vitalidad cultural de estos grandes personajes, a diferencia de la fría indiferencia hacia lo cultural. Observar, detenerse, callar, ante su arte es como la frase de Marta Sanz, la ganadora del Premio Herralde de Novela: “La lucidez es una navaja que, como la de Buñuel, se te clava en el ojo”.
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