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Ese lunes por la mañana, Sergio estaba delante de la computadora tratando de hacer correr una base de datos, cuando sonó el teléfono. Al principio optó por no contestar pero como el aparato seguía timbrando insistentemente, refunfuñando se levantó a contestar.
-¡Aló! -dijo un tanto ásperamente.
Al otro lado de la línea, una voz femenina suavemente le dijo:
– Sergio, por favor no te molestes.
El hombre sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo – es porque estoy molesto- se dijo. Tranquilizándose trató de guardar la compostura y agregó:
– ¿Quién habla?
– ¡Hola Sergio! Soy yo. Te habla Herminia.
– ¿Qué Herminia?
– ¿No te acuerdas de mí? Yo sé que sí, recuerda a María, tu niña, a quien hace ya muchos años le escribías poemas…
– ¡María Herminia! ¡Eres tú!
– Sí, soy yo. He deseado tanto localizarte. Han sido muchos años y quiero verte, saber que ha sido de tu vida, tengo tantas cosas que contarte…
– Cuando tú quieras. – Dijo Sergio vivamente emocionado y luego agregó: – ¿Tienes algo que hacer esta tarde? .
– No.
– Voy por ti y vamos a algún lado a tomarnos un café mientras platicamos… Dame tu dirección por favor… Bien, está bien, será como tú quieras, de acuerdo, entonces nos reuniremos en ese lugar.
Sergio se quedó saltando de alegría. Iba a reunirse con aquella mujer que hacía veinte años lo matara de amor.
A las cuatro de la tarde Sergio salió de trabajar y abordó su automóvil. Rápidamente se dirigió a la dirección que llevaba escrita en un papelito. Unos minutos después llegó a un restaurante, parqueó y bajó del auto entrando atropelladamente al recinto. Buscó nerviosamente, paseando la mirada en cada una de las mesas. Al fin en el fondo, donde había poca iluminación, descubrió la figura de aquella persona a la cual buscaba; la vio y ella le sonrió. Al acercarse al lugar donde ella estaba, nuevamente sintió un escalofrío que le recorría la espina dorsal.
– Son mis nervios – pensó- ¡Hace tanto tiempo …! Al verla descubrió que casi se mantenía igual como aquel día en que la había dejado de ver, hacía veinte años. -Se conserva bien, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. – Pensó. Lo que la distinguía de cuantos estaban presentes era esa mirada enigmática, la que, con ese mechón de pelo, que caprichosamente le cubría casi por completo un ojo, se acentuaba más.
– ¡Hola Herminia! ¿Cómo estás?
– ¡Hola Sergio! Se te ve muy bien, pero muy bien. – Dijo ella sonriente y afirmando con un movimiento de la cabeza.
– ¿Sabes? Estás muy linda, casi no has cambiado.

Se inclinó y al darle un beso de saludo en la mejilla, sus labios casi se rozaron, sus ojos se encontraron y al sentirse tan cerca, la tentación de besarla en la boca se hizo irresistible, pero se contuvo, porque la sintió muy fría.
– ¿Tienes frío Herminia?
– Ha de ser por el aire acondicionado.
– Respondió ella sacudiendo coquetamente el pelo.
– Si quieres vamos a otro lado.
– No. Aquí está bien. Me gusta este rinconcito.
El mesero llegó y le ordenaron café y pastelitos. Se pusieron a platicar.
– Ha sido mucho tiempo el que ha pasado y deseaba verte, Sergio; a veces iba a la Escuela con la esperanza de encontrarte, pero nunca lo lograba, quería verte, saber de ti, qué había sido de tu vida.
– Sabes Herminia, es curioso, pero yo pasaba exactamente por lo mismo, pues a quien se ama no se le puede olvidar así por así y me alegro de haberte encontrado. Pero, dime ¿Cómo me encontraste? ¿Quién te dio mi teléfono?
– Es un secreto, cosas de mujeres y eso no se dice. Pero no importa, lo que importa es que nos encontramos y ahora estamos aquí platicando. ¿No te da gusto?
– ¡Claro! Pero cuéntame que ha sido de tu vida.
– Enviudé desde hace diez años y como cosa curiosa, no sentía tanto la separación de mi esposo como la necesidad de encontrarte. Y ¿Sabes? Quiero decirte que siempre te amé. Es rara la vida, siendo de otro, era a ti a quien amaba y ahora estoy aquí para amarte. Te preguntarás por qué soy yo la que habla y no tú. Sencillamente es porque no dispongo de mucho tiempo y hoy vengo a cumplir una promesa, deseo ser tuya, entregarme a ti para siempre. Para que siempre esté en tu mente …
Ante esas palabras Sergio se quedó intrigado y por tercera vez en ese día, sintió el escalofrío que le recorrió el cuerpo cuando ella se le quedó viendo fijamente. Delante de él estaba aquella mujer, que veinte años atrás tanto amara y por quien muriera de amor; ese amor que no pudo ser por esas jugarretas de la vida. – Estará loca. – Pensó ante la iniciativa de ella, porque había tenido una experiencia parecida hacía ya algunos años. Y mientras ella hablaba, él la observaba intrigado y a cada momento sentía que aquel sentimiento, que una vez lo mataba, sólo estaba dormido y poco a poco empezaba a despertar. Sentía que iba cayendo en una atmósfera embriagante y aunque no había bebido una sola copa de licor, tenía que sacudir la cabeza para mantenerse despierto. – ¡Qué raro! – Se decía para sus adentros.
– Quiero que vayamos a un lugar donde podamos estar solos y platicar de nosotros. – Le susurró ella muy cerca de la cara.
Nuevamente sintió aquella pesadez en la cabeza y tratando de ordenar sus pensamientos se dijo: -Talvez debería dejarlo para otro día, no me siento bien hoy.
Como adivinando sus pensamientos ella volvió a susurrarle: -Tiene que ser hoy mi amor.
– ¡Vamos! – Dijo Sergio con resolución..
Canceló la cuenta y salieron, al abordar el automóvil. Ella le dijo: – A donde tú quieras, amor.
En el auto Sergio observó en ella cierta palidez que lo inquietó pero no hizo ningún comentario. Nuevamente sintió sus manos muy frías cuando ella le tomó la derecha entre las suyas. Salieron de la ciudad y después de dar algunas vueltas sin rumbo, se dirigieron a un auto hotel. Rato después ambos estaban en una habitación. Sergio no creía lo que estaban viviendo. El sopor nuevamente se apoderó de su cabeza y para mantenerse consciente se decía que había esperado veinte años por aquel momento y no estaba dispuesto a dejarlo ir. Esa tarde Sergio dio rienda suelta a aquella pasión que había mantenido refrenada por tantos años. Sus manos se deslizaron por su cuerpo y aquellos pechos, aunque no tan turgentes como hacía veinte años, aún eran adorables y se le escapaban entre las manos temblorosas como peces recién sacados del agua, que él, con el afán de un niño, trataba de retenerlos egoísta. Sus manos precedían a sus ojos en aquel paseo desde el cuello, por los pechos, el vientre, hasta llegar a los muslos antaño adorados.
Esa tarde Sergio conoció la felicidad que debió haber disfrutado 20 años atrás. Sin embargo se sentía inquieto por lo frío que sentía la piel de ella. Aunque los besos de la mujer eran ardientes, abajo, en la piel de ella se sentía lo gélido, como si fuera de un cadáver. Ella por su parte lo besaba con pasión y por momentos sólo jadeaba y de vez en cuando murmuraba un te quiero.
Las horas pasaron, como pasan para los amantes, igual que las sombras de las nubes en el suelo. Cuando Sergio más disfrutaba de las mieles del amor, evocando sus recuerdos, ella se levantó sobresaltada y muy alarmada dijo:
– Van a ser las doce de la noche, tengo que irme mi amor.
– Si. Si tú lo deseas vamos. – Dijo él tratando de ser comprensivo.
Se vistieron apresuradamente y mientras ella se peinaba, él se le acercó y con ternura le dijo: – Gracias. Gracias por haber compartido esta felicidad conmigo. Te amo tanto.
Ella sólo suspiró y no dijo nada. Sin embargo Sergio advirtió que desde ese momento ya no quería darle la cara. – Debe sentirse avergonzada. – Se dijo- No la presionaré.
– ¿A dónde quieres que te lleve?
– Sólo encamíname a la veinte calle.
Salieron presurosos. A esa hora casi no había tráfico. Se encaminaron por la calzada y cuando el reloj del carro marcaba las doce menos cinco minutos, entraban por la avenida Elena rumbo al Norte. Al aproximarse al cementerio General, Sergio volvió a sentir nuevamente el escalofrío en la espina dorsal y con él el embotamiento que lo aturdía. Sacudió la cabeza y disminuyó la velocidad.
Cuando llegaron a la dirección que le indicara, cerca del Cementerio, ella dijo: – Mi amor, déjame aquí. Vivo cerca y no habrá problema.
– Te llevo hasta la puerta de tu casa.
Ella sonrió dulcemente y acercando la mano a la frente de él, le acarició el cabello. Sergio se estremeció de nuevo al sentir el frío glacial de la mano, pero se repuso y agregó:
– Dime a ¿dónde te llevo?
Ella dijo que no era necesario recordarle que no debían verlos juntos. Se bajó del carro y le dio un largo beso. Antes de marcharse le susurró dulcemente: -Te dejo este gancho de pelo, rojo como aquellos ganchitos que hace veinte años me quitaste. Guárdalo y recuérdame siempre.
– Pero, ¿Cuándo te veré?
Ella ya no respondió, pues presurosa se alejaba. Él se quedó unos instantes contemplando el gancho. La mujer dobló a la izquierda en la esquina. Entonces Sergio encendió el auto y se dispuso alcanzarla para insistir en otra cita, pero al doblar la esquina, ella ya había desaparecido.
– Sin duda vive en esa casa de la esquina. – Se dijo- Otro día volveré, ahora ya sé dónde vive.
Mientras se alejaba velozmente, miró su reloj, eran las doce de la noche y dos minutos.
– ¡Qué linda es la vida! Y que sorpresas nos da. – Pensó.
Tres días habían pasado desde aquella tarde maravillosa, cuyo recuerdo Sergio aún saboreaba. Conducía su automóvil pensando en Herminia. Se dio cuenta que necesitaba combustible para su carro y decidió entrar en la gasolinera que se avistaba. Cosas de la vida, en ella se encontró con Felipe, un amigo y compañero de promoción, a quien no veía desde hacía muchos años. Su amigo Felipe también sabía de aquel loco amor que él tuvo por Herminia y desde luego era imperativo contarle lo que había sucedido al principio de la semana. Sin embargo Felipe, después de saludarlo, no le dio tiempo de hablar y le dijo:
– Vos Sergio, ¿Sabés quién de la Promo acaba de morir?
– ¿Quién?
– ¡ Herminia!
– ¿Herminia?
– ¡ Sí!. Desde que se le murió el marido, se quedó triste y cada vez más y más triste, hasta que se murió la semana pasada. La enterramos en el cementerio General, el sábado.
Felipe no pudo continuar, pues se inquietó por la actitud de su amigo, que yéndose para atrás se recostó en el auto para no caer.
– ¿Qué te pasa vos Sergio? Estás pálido. -dijo Felipe tomándolo del brazo.
– ¿Estás seguro vos Felipe?
– Si hombre, si yo la visitaba cada poco y siempre me preguntaba por vos, pero como te diste una desaparecida, ni modo. ¿Sabés qué me dijo la última vez que la vi? Que te quería regalar un gancho de pelo que había llevado puesto desde la muerte de su esposo. Era muy bonito ese gancho.
– ¡Dios mío! – Exclamó Sergio. y soltándose de Felipe se abrió presuroso el carro y buscando en la guantera sacó el gancho rojo que ella le diera. Le dijo a Felipe: – ¿Cómo éste?
– Sí. Ese es.

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