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En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra.
Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido
le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras
eran rápidamente pasadas por las armas para que
las futuras generaciones de ovejas comunes y
corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
Augusto Monterroso

Carlos López

En 1988 se creó en Guatemala, mediante acuerdo ministerial, el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias, que se entrega de manera individual cada año. Dicho galardón es el máximo reconocimiento a la trayectoria de los escritores guatemaltecos de nacimiento o naturalizados. En los 35 años de existencia —no exentos de polémica—, el comité que delibera para otorgarlo nunca fue tomado en cuenta para establecer los criterios que guiaran su propósito.

Tampoco fueron convocados los actuales miembros del Consejo Asesor para las Letras ni la comunidad literaria del país para tomar la decisión descabellada, inaudita, de otorgarlo, a partir de este año, cada tres años. A pesar de que entre las consideraciones del Acuerdo Ministerial 1296-2022 se afirma que el objetivo que se persigue con esta imposición es «elevar el reconocimiento, prestigio e interés del premio, permitiendo la postulación de escritores que trabajan en la consolidación de su carrera literaria incrementando su obra y ampliando su trayectoria», lo que se percibe es un retroceso en la política estatal de promover la creación por medio de este estímulo. Llama la atención que se recalque en este acuerdo que es de «estricto interés del estado», confesión descarada de que no lo hacen por interés de la cultura, de los escritores, sino del estado.

Las razones que esgrimen los funcionarios niegan el valor precedente del premio, pues de manera implícita reconocen que el premio carecía de reconocimiento, prestigio e interés. Si así lo perciben los burócratas que hablan en nombre del estado, deberían emitir un decreto exigiendo que quienes fueron galardonados regresen el premio. Yo lo hago con gusto y sin necesidad de acuerdo.

También se afirma en las consideraciones del acuerdo en mención que a quienes se postule tendrán tiempo para consolidar su obra y ampliar su trayectoria. Parece que la decisión tiene dedicatoria y obedece a oscuros intereses. Hay personas muy dignas de recibir ese premio este año y los que siguen; no tienen que añejarse ni consolidar, ni ampliar nada. La obra literaria no tiene edad, es intemporal. Además, los creadores no escriben para obtener reconocimientos espurios; aspiran al mayor, único premio: tener lectores.

El éxito no existe. Tener un premio genera enemigos desconocidos y hasta sirve para desamigar. Ni fama ni prestigio provienen de un galardón, menos si es oficial. Hay que dar alegrías de vez en cuando a quienes no soportan nuestra existencia y son felices con nuestras derrotas. Pier Paolo Pasolini era luminoso también a este respecto: «Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar primero. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser, ante esta antropología del ganador, de lejos prefiero al que pierde. Es un ejercicio que me parece bueno y que me reconcilia conmigo. Soy un hombre que prefiere perder más que ganar con maneras injustas y crueles. Grave culpa mía, lo sé. Lo mejor es que tengo la insolencia de defender esta culpa, y considerarla casi una virtud».

Hay que fracasar para conseguir la autorreconciliación, la humildad, y para procurar la alegría de nuestros amigos y enemigos, para sentir lo duro del suelo, para voltear a ver al prójimo. Pero que el fracaso, la derrota sean como las banderillas que se le ponen al toro, para embestir con más fuerza, para luchar contra el régimen injusto, opresivo, explotador, para derrocar la cleptoteocracia sinvergüenza, doble moral, arribista, usurpadora.

¿Qué mensaje quiere mandar el corrupto régimen de Alejandro Giammattei al promulgar un acuerdo gubernamental a punto de terminar el periodo constitucional para el que fue electo? Sin un programa ni plan de gobierno, con la improvisación y la ocurrencia como forma de administrar el estado, el engaño con el que siempre se afectó al pueblo se ensaña ahora contra la inteligencia creadora.

En Guatemala —donde todo lo copian— deberían imitar lo bueno de otros países donde dan pensiones vitalicias dignas a sus artistas (no sólo a quienes trabajan con las palabras), y el monto económico de los premios nacionales en algunos casos es de cientos de miles de dólares. Si el nivel de corrupción no estuviera al tope en los tres poderes de gobierno alcanzaría para crear programas institucionales de protección a los trabajadores de la cultura.

El éxito no existe. Tener un premio genera enemigos desconocidos y hasta sirve para desamigar. Ni fama ni prestigio provienen de un galardón, menos si es oficial. Hay que dar alegrías de vez en cuando a quienes no soportan nuestra existencia y son felices con nuestras derrotas.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Carlos López