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La pasarela

Mario Cardona

Era un día nublado de septiembre. Había una opacidad melancólica, el viento soplaba débilmente, produciendo una sensación agradablemente templada, pero sin rastros claros de humedad. Los autobuses asomaron desde una calle curva, donde un desusado espejo convexo, colocado en un poste maltrecho, proyectó ridículamente bajo el polvo y la mugre, figuras ininteligibles. Los tres autobuses que transportaban a un aproximado de cien pasajeros por vehículo —docentes y el grueso del alumnado—, fueron ayudados por un guardia de seguridad, y se aparcaron paralelamente a diez metros de la antigua pasarela peatonal. El lugar tenía un aspecto lamentable y abandonado; en la parte trasera de los autobuses había una montaña de desperdicios automotrices. Por lo que, en líneas generales, aquel sitio tenía un aspecto anacrónico, chernobilesco, que contrastaba con el cambio que había sufrido —de la pasarela hacia afuera—, donde se apreciaba un desguace clandestino.

Cuando se abrieron las puertas de los autobuses, los niños y jóvenes saltaron vigorosos al duro e irregular pavimento gris. A sus pies, se abría un bulevar clausurado, donde el tiempo había sido detenido. Sin embargo, su apariencia era virulenta, cubierta del neblumo de las arterias cercanas, y repleta por los residuos negros y pastosos del humo de los combustibles. Asombraron sus ojos cuando alzaron la mirada y vieron una pasarela peatonal en ruinas; advirtieron una estructura avejentada, con vigas oxidadas desnudas por los pedazos de concreto que se habían caído al suelo.

—¡Hay una enorme pared al final! —señaló, uno de los niños.

Eso, despertó la curiosidad en cierto sector del alumnado, que comenzó a murmurar, provocando el primer bullicio. El director, se adelantó, y le tocó el hombro al curioso.

—Es el muro que terminó con la vida útil del bulevar.

—¿Por qué? —preguntó la niña de al lado.

—Porque no se respetaron las leyes, ¿saben por qué es malo desacatar una orden, niños?

Los niños, cuya edad oscilaba entre los ocho años, permanecían callados, lo miraban atentamente con sus caritas erguidas, con ojos saltones y brillantes y con pueriles muecas de desconcierto. Lo escrutaban, tratando de interpretar sus palabras. El director, se compuso su saco azul marino y se acomodó su corbata. Miró hacia el muro, escondió sus brazos detrás de su espalda y se mostró indiferente. Levantó el mentón, en un gesto de alta dignidad, se paró con autoridad y se quedó inmóvil; esto subió la expectación y el silencio cayó con vehemencia.

El silencio que se prolongó una vez el hombre se quedó quieto, pesaba como el plomo, todos querían romperlo, pero nadie sabía cómo.

—¡Los niños siempre deben hacer caso a sus mayores! —repitieron al unísono el grupo de veinte niños, e incluso, uno que otro púber que todavía se impresionaba con la presencia del director.

Aquella, era una frase dogmática de la institución.

—Así es, ¡muy bien!

El director, miró con el rabillo del ojo a la maestra de los niños, que acaba de llegar. Ella era nueva, recién graduada y los bucles rojos le bañaban de forma descuidada su cara y frente, su piel era pálida y sus ojos verdes. Él le sonrió, y ella le devolvió el gesto, con una sonrisa de condescendencia y admiración. El director, era un hombre joven y vital, de treinta y cinco años, vestía elegantemente y presumía de una alta moral —siempre y cuando, no se tratara de flirtear con las maestras, que consideraba más atractiva, muy a pesar de su esposa encinta.

Cuando N. bajó del autobús, tropezó con uno de los muchos baches que había en el suelo. Él llegaba cabizbajo, con pensamientos aciagos. Incluso, en el viaje, que había sido muy animado, él se separó de su grupo de camaradas y sólo veía a la ventana y observaba las nubes tumultuosas en el cielo. No obstante, cuando puso sus pies en el suelo, e inspeccionó el sitio, no pudo hacer otra cosa que dejarse llevar. Los reagruparon, pero él se escabulló para irse con un grupo ajeno al grado que cursaba.

—Bien —dijo un maestro que sólo conocía de vista—, estamos aquí para contemplar y usar la pasarela, así que háganlo con cautela, iremos por el bulevar, veremos cómo es que ha estado todos estos años, después de que se dejó de usar.

Sus compañeros, no hacían el menor comentario, ni siquiera se cuchicheaban, todos estaban hipnotizados con las palabras del maestro de pelos de plata y frente surcada en arrugas; una vez terminó su discurso de bienvenida, rápidamente los ojos ávidos de los alumnos se posaron en la decadente estructura. Nadie tosía, nadie murmuraba, nadie hacía gestos de descontento o de pesadez, sino todo lo contrario, el silencio respetuoso y la admiración era lo que predominaba. N., estaba a tenor de sus compañeros, y avanzó impelido por un sentimiento de éxtasis indecible. Era el primer grupo que podría cruzar la enorme y ruinosa estructura. Avanzó el grupo de treinta personas, comenzaron a subir las deterioradas escaleras, todavía revestidas por capas débiles de concreto, que se caían al más ligero contacto. N. caminaba con cuidado, cuando subía un nuevo escalón, más inestable se ponía el suelo; la estructura se tambaleaba sobre sus cimientos a tal punto, que en una oportunidad, ya arriba, vio cómo se abrió un hueco en el suelo antes de que su pie lo tocara. Lo único que había quedado era una esperpéntica viga oxidada y carcomida, que tenía el tamaño de un hueso humano. N., acto seguido, esquivó el agujero, dando un brinco, que hizo estremecer a todos los que estaban arriba. No obstante, una vez dejó de moverse con fuerza, todos siguieron su marcha con indiferencia.

Peor, N. había sentido que la estructura se vendría abajo con él encima. Llegó presuroso aunque cauteloso al otro lado de la pasarela y, comenzó a bajarla con el temor latente de que se vendría abajo. Una vez tocó el suelo, advirtió a su novia, quien se hallaba en compañía de sus amigas. El esfuerzo sobrecogedor que había pasado, no habían mermado sus ganas de un beso de sus labios. Por lo que, enfiló sus pasos mecánicamente hacia ella.

—¡Espero no interrumpir! —canturreó con tono zalamero tocándole el codo, esbozando una sonrisa.

Ella se volvió, y cuando lo vio, sus ojos se resplandecieron y a una sonrisa estridente le siguió la reacción de tendérsele en los brazos.

—¡Jamás interrumpes nada! —le dio un enérgico beso—, Bueno, nada que no merece ser ignorado…—otro beso confirmó sus palabras.

Sus amigas, discretamente se fueron sin intercambiar palabra, los dejaron solos, pero ellos tampoco se dieron cuenta de su partida. Se abrazaron con ternura; él le besó los nudillos de la mano, y la envolvió con sus brazos. Allí estuvieron un tiempo sin decirse nada, contemplando el vacío, al vaivén de sus compañeros, que ya comenzaban a hacer ese ruido característico de las multitudes.

—¿Ya subiste? —dijo ella, para sacar conversación.

En un lapso, N., no comprendió la pregunta de su novia.

—¡Ah!

—Sí, ¿ya subiste a la pasarela?

—¡Ah, eso! Sí, ya subí. ¿Tú también?

—No. Subiremos después de la merienda —ella se volvió hacia él, sin salirse del contorno de sus brazos; a N. le pareció que se trataba de una niña pequeña. Su pelo era corto, se asomaba tímidamente a su cuello, era castaño, tenía una nariz pequeña y sonrosada. Sus ojos eran color caramelo y sus pestañas eran largas y se doblaban con naturalidad—. ¿Cómo te ha parecido? ¿Te gustó?

—Embriagador —musitó.

—¿Qué? —exclamó ella.

—No es nada del otro mundo —replicó, desviando la mirada hacia la estructura—, es sólo una pasarela…

—¿Bromeas? —fue una respuesta con sequedad y desagrado.

—No.

—Tú sabes bien, que no sólo es una pasarela. Es más, ¡más! No digas tonterías…

N. gruñó con abulia.

—¡Porque ya subiste es que me dices esas cosas! —declaró indignada, incluso se escabulló de sus brazos; él la soltó. Ella se hizo a un costado, con los brazos cruzados y dándole la espalda.

N. miró hacia la pasarela, quería inspeccionarla, cerciorarse que sus temores más profundos eran infundados —incluso, a pesar de su propia experiencia—; examinó las escaleras y los soportes, en cuya cimentación de unión, poseía fisuras que denotaban el cansancio del concreto. Advirtió que la barandilla se descascaraba por la corrosión, de su otrora inmaculado tono blancuzco, que ahora tenía un aspecto más bien opaco y poroso. Se veía insignificante, casi vulgar… no se destacaba por ser un baluarte arquitectónico, ni siquiera de su tiempo. En vez de eso, proyectaba esa simpleza desabrida que tiene la mayoría, es decir, sin nada digno de destacar. Sin embargo, allí estaban, contemplándola, celebrando su existencia. De pronto, un grito le estremeció el corazón. Miró hacia los lados, y luego hacia la pasarela: ahora la estructura se tambaleaba con violencia. El grito y la escena, contagió a más personas, y comenzó un pandemónium; todos corrían de un lado al otro, pero sin despegar la mirada de la pasarela. Sí, seguía siendo la rojiblanca pasarela, la protagonista.

Entre el desvarío de las masas, N. sintió que le cogían el brazo con fuerza, entonces volteó y notó a su novia errática, con una expresión de terror:

—¡Sálvame! —le suplicó con los ojos inundados.

Los gritos se volvían cada vez más agudos; N. tomó la decisión casi sin pensarlo. Atendiendo al llamado de su novia, se echó a correr hacia la pasarela, y la subió dando grandes zancadas; era como volver sobre sus pasos. La estructura se estremecía por debajo de él, estaba casi vacía, salvo algunos estudiantes que experimentaban crisis nerviosa. Lánguidamente le pidieron auxilio a N., que se recorría las escaleras y la vía peatonal a toda prisa, pero él apenas si pudo escucharlos. En cambio, los alumnos que estaban sujetos a las barandillas, como si estas estuvieran suspendidas en el aire, bajaban la mirada hacia el suelo, y luego, cerraban sus ojos. Una última plegaria.

Entretanto, el grito de «sálvame», de su novia, lo impelía a esquivar cada uno de los obstáculos que encontraba en su camino. Una vez abajo, se atravesó el ancho bulevar, también esquivando a todos los que corrían sin rumbo alrededor de la estructura.

—¡Abandonen el bulevar! —gritó el ufano director.

—¡La pasarela se vendrá abajo! —se escuchó una voz perdida entre la multitud.

—¡Salgan todos en este instante! —ordenó esta vez el director.

N. se frenó de golpe. Estaba a pocos pasos de su novia, que también estaba inmóvil, inmersa en aquel infierno; el tiempo parecía ir lento, a cuenta gotas. Intercambiaron una mirada aciaga y fría. Ambos, fueron atropellados por la muchedumbre sobreexcitada y aterrorizada, empero, ellos estaban bien plantados sobre el suelo, así que apenas si los empujaron con sus cuerpos. Voltearon hacia la pasarela: un tumulto se había atrincherado debajo de la estructura, que no dejaba de sacudirse con vehemencia… pero ahora, la sórdida vibración y los cuerpos cegados por el miedo no habían hecho más que empeorar el movimiento…

El repugnante sonido de los fierros quebrándose resonó en todo el espacio. Súbitamente, el tumulto se calló, mientras la estructura se fragmentaba frente a sus ojos. ¡Fue un espectáculo bellísimo, que conmovió hasta la más obtusa de las mentes! Ni siquiera el desgarrador grito de una niña, previo a ser aplastada por una parte de la barandilla, pudo sacar a los espectadores de su ilapso. Inmediatamente, los pedazos cayeron sobre los estudiantes y profesores más próximos, y, sobre todo, los que estaban por debajo de la estructura.

Muchos murieron en el acto aplastados por los fierros que habían llegado a contemplar. Casi más de la mitad, yacían aplastados, los demás, se distribuían entre heridos y los afortunados indemnes. Entre ellos, N. y su novia. La escena era horrible, parecida a un campo de guerra. Había gritos de dolor, agonía y desesperación; a lo lejos, se escuchó un trueno tímido, sugerente. Seguía sin llover. Los llantos y sollozos de cientos de voces de niños colmaron el ambiente auditivo. Una nube de polvo y óxido, emanaba hacia el aire como el espíritu del diablo en un gris-cobrizo. La tos no se hizo esperar.

—¡Están muertos! —fue el primer lamento inteligible aquella tarde, después de la tragedia.

N. se acercó hacia su novia a pasos pausados, su estupor lo había vuelto un autómata. Ella, por el contrario, estaba tan sensible, que se echó a sus brazos a llorar amargamente. Todo era muy confuso, pero nadie quería decir nada. Aquellas palabras que habían resonado en los oídos de los sobrevivientes, no hicieron más que desprenderlos más de la realidad, de volverlo todo más surrealista.

N. le besó la coronilla, sus labios estaban increíblemente secos, pero aun así, un cabello suyo había quedado pegado a su labio inferior. De repente, una gota de agua le cayó en la punta de la nariz; N. alzó la vista y advirtió con pavor que por encima de sus cabezas, había unas líneas de cables extraordinariamente gruesos —como de treinta centímetros a medio metro de grosor, los más amenazadores— que se estaban columpiando peligrosamente. Su apariencia es amenazadora: se veían muy antiguos e inestables, y ante todo pesados. N. alarmado, pensó y repensó cómo salvarse de la inminente tragedia. Advirtió dos andamios oxidados en paralelo a los costados, y, por encima, dos balcones improvisados hechos de hierros oxidados, que eran inmediatamente inalcanzables. Divisó al fondo el muro, y calculó que tal vez allí sería el lugar donde tenían más probabilidades de sobrevivir.

—Debemos caminar hacia el muro —le murmuró sin inmutarse N.

Ella siguió sollozando.

—…antes que nos caigan todos esos cables en la cabeza… ¡ahora!

Él comenzó a caminar y ella sólo se dejó llevar.

—¿Qué?

—Alza la vista.

Ella lo hizo y advirtió el panorama.

—No grites, ni adviertas a los demás, es posible que con la impresión sólo acelerarán el desplome. El caos que provocará, nos puede afectar tanto que tal vez perdamos nuestra única oportunidad. Primero lleguemos nosotros…

—Pero…

—¡Sh!

Iban a medio camino, cuando alguien gritó que los cables que vibraban se estaban a punto de caer. Lo siguiente que pasó, fue lo anticipado por N., pues los ánimos volvieron a flor de piel, sólo que ahora era peor, casi una sentencia de muerte.

—¡Corre! —gritó N., y la haló del brazo.

Todos los demás, también comenzaron su huida al contrapunto escogido por N.; aunque algunos, sobre todo los más jóvenes adolescentes, decidieron quedarse en su sitio, como quien se conforma con morir. La más destacable, había sido una muchacha, que abriendo los brazos, alzó su rostro con los ojos cerrados y una expresión de paz y armonía. El golpe fue letal. La mayoría de los niños más pequeños lloraban estruendosamente, dando vueltas en círculos como un berrinche. En efecto, el caos doblegó el espíritu de los participantes, que se concretó con la caída casi sincronizada de todos los cables suspendidos en el grisáceo cielo.

Los niños, adolescentes, maestros y el director fueron bombardeados con estos objetos tan pesados como un yunque convencional, a una velocidad exponencial y con la impiedad de sus características alargadas en la cabeza, y algunas partes del cuerpo. La mayoría tuvieron muertes inmediatas; los más desafortunados, fueron heridos antes del golpe de remate. Algunas cabezas explotaron y otros cuellos fueron desnucados. Había sangre por todas partes, era una escena verdaderamente grotesca: un bulevar desmantelado, polvoriento, repleto de cables extraordinariamente gruesos, sobre varios cuerpos grandes y pequeños. Algunos ni siquiera se podían advertir, sólo se podía apreciar un charco o una mancha de sangre que emergía del sucio caucho negro, debido a que habían quedado soterrados por dos o más y de dimensiones dispares. No hubo nubes de polvo, tampoco gritos de auxilio, ni siquiera un sollozo debilitado de un malherido, todo había quedado en el más hondo de los silencios.

N. y su novia se habían logrado resguardar del bombardeo en la esquina inferior del muro. Ella sollozaba con los ojos apretados; temblaba y estaba hecha un ovillo. Sus manos cubrían sus oídos con fuerza, a N. le conmovió la escena. Él se había quedado sentado y con las rodillas pegadas al pecho, y así vio cómo un cable más o menos mediano, había decapitado a su ex director. Luego, otros sólo conseguirían aplastar su cuerpo, en mitad del bulevar. Un estallido escalofriante lo sacó de su letargo: era un poste el que sacaba chispas.

Frente a él, había quedado un hueco lo suficientemente grande para que salieran. Sin pensarlo, cogió del brazo a su aterrada novia y comenzó a moverse entre los escombros de caucho. Salvo por las manchas de sangre, los cables estaban indemnes. Había un olor y sabor en el ambiente acre a metal, verdaderamente repulsivo. Ambos caminaban con avidez encima de ellos, inclusive, podían sentir el suave-viscoso cuando pisaban los cuerpos a través de los cables, en partes específicas. Y, aunque la muchacha estaba conturbada, un espíritu de preservación le hacía seguir.

—¡Mira! —dijo ella a N—, ¡hay alguien más vivo!

N., volteó la mirada hacia un superviviente, que se subió a uno de los cables y comenzaba a caminar impasiblemente por encima ellos. Rápidamente desvió la mirada y siguieron andando hasta que llegaron a los escombros de la pasarela.

—Debemos tener cuidado —pensó en voz alta N.

Su novia se sobrecogió y emitió un gemido tembloroso, entonces en una maniobra repentina se asió a su brazo derecho; ocultó su cara en su axila y detuvo su andar. «¿Qué pasa ahora?», Pensó con enfado. Él la socorrió con sus manos y le acarició la cabeza.

—¿Qué pasa? —su tono fue suave, calmado y compresivo.

Ella se limitó a gimotear con mayor desparpajo.

N. buscó en el suelo la respuesta, y fue fácil encontrarla: entre los fierros retorcidos y quebrados, y demás escoria, habían pequeñas concentraciones de sangre, empero, sobresalía entre toda esa ruina, como una flor defectuosa, una manita entreabierta; era como un saludo congelado, pues su palma estaba expuesta sin estar totalmente estirada; sus deditos estaban encorvados hacia adentro, pero a medio camino. N., al ver la escena, rodeó con sus brazos el cuello de su novia.

—Ya no podemos hacer nada ellos —su acento era funesto, pero desprovisto de emoción—, pero nosotros todavía estamos en peligro. Por favor, déjame protegerte —N. sintió cómo ella asintió en su pecho.

Lograron salir eludiendo los afilados y oxidados escombros. Ellos tenían las ropas más o menos sucias, fuera de eso, no habían sufrido otro daño.

—¡Esperen! —gritó el muchacho que caminaba tranquilamente por los escombros.

El móvil de ella sonó y N. se volvió hacia el otro superviviente. Ella le soltó la mano a N. y contestó la llamada. Entretanto, N. se le acercó.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Y ustedes? ¿Hay alguien más con vida?

—Nosotros estamos bien —respondió—, pero creo que de los demás no queda nada.

—Tal vez debamos esperar a que alguien hable…

De pronto, hombre salió del segundo autobús. Era un maestro calvo, rechoncho y de rasgos ratoniles, además era muy bajo de estatura. Temblaba como si sufriera alguna afección nerviosa, y su expresión denotaba un terror que rayaba la locura.

—¡Hay gente vida! —gritó histérico. Acto seguido comenzó a dar saltos en el suelo y sus ojos se llenaron de lágrimas.

N. y su compañero se vieron las caras y luego, vieron al mismo tiempo al adefesio que daba de saltitos en el pavimento.

El superviviente se le acercó para intentar calmarlo.

—El guardia murió —farfulló a todo pulmón—, lo vi siendo enterrado con las demás personas en el desplome, ¡fue terrible! ¡Dios mío! ¿Hay heridos? ¿Cómo están los niños?

La novia de N. le tocó el hombro, y él se volvió hacia ella.

—Mi amor, me han llamado mis padres, no sé cómo se han enterado pero están aquí. ¡Si pudieras escuchar la voz de mi mortificada madre!

Quieren que me vaya con ellos en este preciso momento —le cogió los hombros con ambas manos y le depositó un sonoro beso en la mejilla—, ya debo irme, ellos están muy molestos por cómo acabó todo… ¡están casi eufóricos! ¿Cómo se habrán enterado? Trataré de averiguarlo y te lo contaré todo.

N. estaba petrificado, un mar de sensaciones y pensamientos poblaron su mente.

—Me tengo que ir —hablaba con voz muy aguda y acelerada—, te llamaré en cuanto pueda, ¡estoy tan asustada! No sé qué me dirán, recuerda que yo les insistí para venir aquí… ¡adiós, mi amor! Te llamaré luego.

—Te puedo acompañar si gustas…

—¡No! ¿Sabes lo que pasaría si mi papá te ve ahora? No quiero ni imaginármelo, será mejor que yo los encare por mí misma. ¡Adiós, mi amor! Te llamaré en cuanto pueda —y comenzó a darse la vuelta.

N. la vio alejarse con rapidez por la curvatura de la calle, entonces observó el espejo convexo. Nada se podía distinguir en él.

—¿Para dónde va? —le preguntó el superviviente a N.; N. se volvió, pero no le respondió.

—Hay que comenzar a caminar —balbucía el conturbado maestro—, antes de que comience a llover. Leí en internet que estar respirar óxido, puede ser una causa de cáncer…

Los tres comenzaron a caminar hacia la calle; el maestro mantenía cierta distancia entre los dos adolescentes, e iba murmurando y hablando entre dientes.

—Extraño, ¿no? —dijo el superviviente, con una tímida pero jocosa sonrisa.

—Sí… aunque nunca lo había visto.

—Él me da clases de matemáticas —ambos voltearon a verlo—. Creo que no se acordará de mí por ahora —sonreía con autocomplacencia. Como si aquello, tuviera una connotación hilarante.

N. asintió con desdén y desvió la mirada. Luego, con el rabillo del ojo, advertiría que un rasguño le atravesaba la ceja a su compañero.

—¿Cómo fue que te salvaste? —preguntó el superviviente.

—Nos agazapamos en el muro.

Silencio.

—¿Y tú?

—Yo me quedé parado —respondió mecánicamente—, solamente cerré mis ojos y lo dejé en manos del destino y de Dios.

—¿Serás tú muy creyente?

—Sí, Dios me salvó, no puedo encontrar otra razón para estar hablando contigo. Aunque debo decirte, que por un momento vacilé; escuché cómo uno de esos pesados cables caía en la punta de mis pies; pensé en dar un paso atrás, pero algo me lo impidió, luego escuché que un cable pesado cayó a mis espaldas. El griterío y el caos me rodeaban, pero yo permanecí firme. Todo duró unos pocos segundos, y de pronto todo se quedó en silencio; cuando abrí mis ojos me di cuenta que estaba rodeado por estos cables, uno por encima del otro, y yo, en un reducido espacio, como un ojo… ¡no me había tocado nada! Reflexioné sobre mi decisión de no dar un paso atrás, porque ¡si hubiera dado ese paso atrás, estuviera enterrado con los otros! ¿Tienes otra razón, que no sea una divina, para explicar mi comportamiento y las circunstancias? Yo no lo tengo, y sé que es pronto, pero todo ha sido demasiado evidente. Yo estaba a un costado, donde pasaban los cables de mayor grosor —hizo una pausa, y pensó lo que iba a decir—, pero tuve fe y me puse en el lugar más peligroso, porque ¿quién más que Dios podría haberme salvado? —quedó en silencio un instante y retomó con voz maquinal y laxa—: la cabeza de la muchacha que estaba delante de mí, quedó pulverizada, como una sandía que se estrella contra el suelo.

Después de que casi los arroyara un tráiler, en una de las curvaturas más pronunciadas de una autopista, y de caminar sin descanso por varios kilómetros entre pensamientos y tertulias de todo tipo, N. concluyó por todo lo que decía el superviviente, que era un mentiroso. Aunque, era más bien un suicida sin suerte. Luego estaba el maestro, quien había sido el único en salir de todo ese tumulto; lo que decía entre dientes era que había empujado a un niño hacia atrás, para poder salvarse él. N. comprendió que en la autopista caminaban un suicida, un cobarde y un egoísta.

Persuoz
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