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Carlos López

Escribo por el placer de contradecir y
por la felicidad de estar solo contra todos.
Milan Kundera

Un día, a la orilla de la Casa del Lago, vi un círculo numeroso de hombres y mujeres que reían tibios ante los esfuerzos de un vendedor de pomadas y raíces milagrosas que igual curan un callo que un mal cerebral o un mal de amores. La risa de esa gente y la del anunciador de­ pasta dental en la televisión en el fondo se parecen mucho. Es un simple acto kinestésico, reflejo. Me retiré del lugar pensando en el proverbio judío que le gusta repetir a Milan Kundera: «El hombre piensa, Dios ríe»; también, en Eugene Ionesco y la razón que tiene cuando dice que «poca cosa separa lo horrible de lo cómico».

Sobre todo —hasta ahora le sigo dando vueltas al asunto­—, se me vino a la mente la imagen del círculo, del baile, de la inocencia,­ de la libertad, pero al mismo tiempo lo horrible que es estar fuera de él por la invisibilidad que trae consigo, y la línea autoritaria, rígida, inmóvil de la fila. Recordé el círculo imaginario que todos los días inventaba Kundera ­para escribir horóscopos de manera clandestina, luego de que en 1968 fuera ocupada Checoslovaquia, y él, que había sido un furibundo comunista, estigmatizado, volviera a la vida ejerciendo de astrólogo. («Lo único divertido del asunto era mi existencia,­ existencia de un hombre borrado de la historia, de los manuales de li­teratura y del anuario de teléfonos, un hombre muerto que volvía a la­ vida en una sorprendente rencarnación para predicar a centenares de miles de jóvenes de un país socialista la verdad de la astrología», decía.)

En Guatemala, los actos literarios se organizan como mesas redondas; lo que siempre me llamó la atención es que las mesas alrededor de donde se ­sientan los participantes es cuadrada. Dentro de mi vasta ignorancia lo más que podía deducir al respecto era que los organizadores son unos callados ontólogos y colocaban así­ a los ponentes para demostrar la cuadratura del círculo. Eso hasta que leí «Los ángeles», de Kundera; y lo pude hacer gracias al exilio, pues el círculo ­de militares que mandan en mi país tiene una manera muy cuadrada de ver el mundo y tuve que huir —como millones de compatriotas— de su represión, en 1980.

Un día de octubre, le pregunté a una amiga quién era el más indicado para recibir el Premio Nobel de Literatura en 1992. «Milan Kundera», contestó de inmediato. «¿Y los premios en general honran o deshonran, en el supuesto de haya escritores honrados?», le volví a preguntar. «En el caso de Kundera, los honrados­ serían los notables lores que se encargan de dictaminar al respecto», me dijo. Y ya no le quiso dar más vueltas al asunto.

También me dijo ella que lo que más admiraba de Kundera era su extra­ordinaria capacidad para explicar el mundo, que era un didacta, lo me sigue resonando en la cabeza. Imagino la cara que pondría el novelista sin nacionalidad (se la quitó el régimen checo que prohibió sus libros a finales de los años 70) si se entera que alguien afirma de él que es un didacta. Él, que descreía de ideologías y patrioterismos, que rechazaba las biografías, que no daba entrevistas desde los años 80 («La policía destruye la vida privada en los países comunistas; los periodistas la amenazan en los países capitalistas», decía), que huía de la vida social, escribe en su libro de ensayos El arte de la novela que «el conocimiento es la única moral de la novela», que es un razonamiento que provoca a la vez reflexión. Pienso en los cenáculos, en las capillas, en los círculos de eruditos, en todos los que nos dicen sus verdades absolutas y dan las normas correctas acerca de las cosas. Esto me aterroriza y me da ­risa al mismo tiempo. Aunque esta risa la provoca el pá­nico, que excita al erotismo, que da risa por las poses ridículas que se adoptan antes y después del clímax. Kundera afirma que hay dos clases de risa, aunque no hay dos maneras de nombrarlas; que ésta al mismo tiempo puede salvar o ser el símbolo de la muerte.

La lectura de la obra de este novelista —no escritor, como no le gusta que le digan— me marcó a tal grado que hasta hoy me acompañan sus ideas —aunque Kundera no esté de acuerdo con las novelas de ideas, en las suyas abundan—. Como aprendiz de editor, no me tocó corregir un libro suyo, pero nunca le hubiera cambiado los puntos y comas por comas para evitar su ira.

Kundera, a contracorriente de quienes usan las solapas de sus libros para espejear, pedía que en su nota biobliográfica sólo se escribiera: «Nació en Checoslovaquia. En 1975 se instaló en Francia». Las historias de la literatura deben contar entre sus mejores exponentes —junto con Joyce, Proust, Kafka, Flaubert, Mann, Camus, Broch (a estos dos últimos los admiraba tanto que cuando se dedicó a destruir libros —incluidos los suyos— y papeles al final de sus días dejó con vida El hombre rebelde de Camus, y tenía pegada una foto de Broch en su cuarto)— a este excepcional novelista universal, a pesar del Nobel, que varias veces le negó la Academia Sueca.

(N. B.: En 1992, un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México organizó el ciclo de conferencias Los Otros Grandes, para hablar sobre los escritores que merecían ganar ese año el Premio Nobel de Literatura. Ese día leí la mayor parte de este texto, que ahora rescribí; otros expusieron acerca de Marguerite Duras, Ernesto Sabato, José Donoso y Carlos Fuentes.)

En Guatemala, los actos literarios se organizan como mesas redondas; lo que siempre me llamó la atención es que las mesas alrededor de donde se ­sientan los participantes es cuadrada. Dentro de mi vasta ignorancia lo más que podía deducir al respecto era que los organizadores son unos callados ontólogos y colocaban así­ a los ponentes para demostrar la cuadratura del círculo.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Carlos López