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Variaciones sobre una idea de Schopenhauer que inspiró a Freud y a Lacan, y que horroriza a las buenas conciencias.

Schopenhauer pensó la voluntad como el espontáneo motor de la existencia, como un “ciego afán” inútil, como el impulso sin sentido hacia la vida y el deseo siempre insatisfecho que nos lleva a sufrir debido a la frustración y al concomitante vacío del aburrimiento, pues suponemos que la felicidad radica en satisfacer la voluntad de una vez y para siempre, cuando lo que ocurre es que, luego de satisfecho el deseo, el hastío resultante hace que el aguijón de aquél vuelva a punzarnos para iniciar de nuevo su obstinado ciclo. Por ello oscilamos –dice– entre el dolor y el tedio, y sólo la aplicación de este conocimiento al acto de comprender la voluntad nos deja renunciar a ella por medio de la estética, la ascética y la compasión.

El hecho de pensar la voluntad como pulsión influyó a Freud (vía Josef Breuer) para formular su concepto del inconsciente y, después, a Lacan para enunciar su fecunda noción del objeto de deseo no como una carencia a ser satisfecha del todo a fin de aliviar para siempre la pulsión de la vida (porque eso provoca tedio), sino como el motor para mantener activa la capacidad de desear satisfaciendo (sí) la pulsión, pero también avivándola como voluntad de ir en busca de un renovado objeto de deseo. Esta es la razón por la que la sabiduría popular dicta que sólo los muertos no anhelan, y por la que no vale la pena fingir que nunca se pasan ansias, pues ya se sabe que mientras más se refrenan éstas, más agudos son los síntomas neuróticos del reprimido, los cuales brillan por su obviedad en la conducta caprichosa de las buenas conciencias.

“Todo capricho –dice Schopenhauer– surge de la imposición de la voluntad sobre el conocimiento” (de esa voluntad). Esto es lo que lleva a ciertos individuos (e individuas) a sustituir la satisfacción sana de la pulsión por un voluntarismo caprichoso sin más horizonte que el de salirse con la suya, ofendiendo así a quienes involucran en sus antojos, ya que sus actos son tornadizos, volubles, arbitrarios, maniáticos y manipuladores, pues al sustituir la inteligencia y el conocimiento por el antojo y la manía en el centro causal de su conducta, a la persona caprichosa se le hace necesario engañar a quienes la rodean para salirse con la suya (ilusoriamente montando –como dice el vulgo campero– el volátil caballo blanco de todos conocido).

La conducta caprichosa –que como vimos resulta de no someter el impulso a la instancia esclarecedora de la inteligencia y el conocimiento (los cuales nos indican, según Nietzsche, que el Bien y el Mal son meras construcciones culturales)– puede verse como un síntoma de la represión del deseo, la cual se evidencia en el mencionado comportamiento manipulador que funciona como sucedáneo gratificante del impulso primigenio y que, precisamente por eso, jamás llega a sustituir la plena satisfacción de éste, pues el deseo como voluntad de vivir sólo se satisface con y en el otro (u otra), ya que se trata de un impulso de la especie, y no del individuo divorciado de ella. Es una entrega de amor. Mientras que el capricho es una agresión por odio.

La satisfacción de la pulsión es, pues, un reencuentro con el origen biológico de la vida, que es también el principio de la muerte: por eso morimos un poco al satisfacer a plenitud el deseo, y necesitamos renacer desplazándolo de una persona o cosa a otra, continuamente. Sólo así nos sentimos vivos. Sólo así superamos la vana necesidad de huir de nosotros mismos escondiéndonos caprichosamente tras ideas y ritos de oscuridad.

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Mario Roberto Morales
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