Vigencia del Informe Macbride
Marcelo Colussi
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Como todo dentro de la esfera del capitalismo, también la producción cultural-ideológica en su sentido más amplio es una mercadería, un negocio. Y de hecho, un negocio nada despreciable; esta poderosa industria (periódicos, libros, radio, cine, televisión, internet, discos, videojuegos) factura más de un billón de dólares anualmente. Como todo también dentro del capitalismo, en tanto gran negocio está controlado por pocos gigantes transnacionales.
La producción cultural actual (la comunicación, la información), en vez de ser liberadora de la humanidad, dentro de los parámetros con que viene desplegándose en forma creciente no sólo es un fabuloso negocio monopolizado sino que se ha transformado en una poderosa arma de control social uniformando sociedades e imponiendo un discurso único, favorable obviamente a los cada vez más reconcentrados grupos de poder. La información pública y la comunicación social (la superestructura cultural, diría Gramsci) han pasado a ser con el capitalismo, y más aún en estos años de triunfo neoliberal, quizá el más poderoso medio de sujeción de las poblaciones por parte de las élites, tanto o más que los ejércitos, los misiles o las cámaras de tortura.
Este desproporcionado e injusto desbalance en el ámbito cultural que sufrimos hoy, entrado ya el siglo XXI, que beneficia a unos pocos del Norte en detrimento de las grandes mayorías tanto en el mismo Norte como en el Sur, se prefiguraba en las primeras décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. En plena Guerra Fría y con un efervescente campo de países no alineados, el tema de la producción cultural-ideológica, de su inequitativa circulación y de lo que ya se denunciaba como imperiosamente necesario cambiar hacía 40 años, surge la idea desde el Tercer Mundo –idea apoyada por la Unión Soviética– de un «nuevo orden internacional de la información y la comunicación», que de hecho correspondía en este ámbito al llamado por un «nuevo orden económico internacional».
Es sabido que ese debate llegó al seno de la organización ad hoc: la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura –UNESCO–, la cual estableció una «Comisión Internacional para el Estudio de los Problemas de Comunicación» hacia fines de los 70. Este grupo multinacional y pluralista de expertos, comúnmente conocido por el apellido de su presidente, el irlandés Sean MacBride –único galardonado con el Premio Nobel de La Paz (1974) y el Premio Lenin de la Paz (1977, equivalente soviético del Nobel)–, presentó el informe final de su trabajo en la Conferencia General de la UNESCO en Belgrado, en 1980. El mismo –«Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo», más conocido como Informe MacBride–, hace casi 40 años hacía importantes observaciones y recomendaciones, tan válidas entonces como ahora: «En resumen, la industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. La concentración y la transnacionalización son consecuencias, quizá inevitables, de la interdependencia de las diferentes tecnologías y de los diversos medios de comunicación, del costo elevado de la labor de investigación y desarrollo, y de la aptitud de las firmas más poderosas cuando tratan de introducirse en cualquier mercado.»
Decía el Informe entre alguna de sus recomendaciones: «Con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de información. Los responsables de los medios de comunicación social deberían incitar a su público a desempeñar un papel más activo en la comunicación.»
La idea de «darle voz a los que no tienen voz», de «un solo mundo con voces múltiples» que levantara ese organismo internacional no está muerta. Los medios masivos de comunicación pasaron a ser, por lejos, la principal arma ideológico-cultural del sistema, desplazando a las religiones, a la escuela, a la familia incluso. Cada vez más, somos lo que los medios quieren que seamos. El Informe no se equivocaba. ¡Es hora de levantar la voz!
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