(Historias de Guatemala)
Los patojos contaban los días, las horas y algunas hasta adelantaban el reloj para ganarle tiempo al tiempo, comiendo ansias por salir de vacaciones y dejar atrás los horarios, las tareas y ese monstruo que se agiganta cuando llegaban los exámenes de finales de año.
El esplendoroso volcán sigiloso contemplaba los campos de fútbol donde se levantaban las polvaredas debido a los vientos de noviembre que celebran cuando se elevan los alegres barriletes y tapizan de alegría y color el cielo azul. A partir del último día de clases al dar las primeras horas de la mañana, las calles se vestirán de juegos y de vez en vez de alguna que otra riña…Era como cuando en la escuela suena el timbre del recreo y los patojos salen despavoridos a jugar; sus gritos de alegría resonaban en las montañas y las calles se transformaban en un gigantesco campo de recreo.
La temporada de base bol en las finales, que siempre era entre los Dodgers de Los Angeles y Los Yankeess de New York y la estupenda narración de el Sr. Abdón Rodríguez Zea que con su estilo tan particular hacia vibrar de la emoción a chicos y grandes, nunca faltaba el tema de la serie, que era una canción de música salsa, cumbia o merengue. Durante ese tiempo allí estaban los patojos pegados al televisor, mientras las mamas protestando en espera de su novela. Al día siguiente salían con sus palos de escobas por bates y sus pelotas hechas de papel periódico y trapos envueltos en una media vieja de mujer , por bases piedras, asiendo caso omiso a las reglas del juego imitaban las jugadas y se divertían de lo lindo, mas allá otros jugando fútbol, otros yendo a los barrancos (El de las Guacamayas o el de Lo de Bran) en busca de cañas bambú para construir los barriletes, aventurar en la espesura de la vegetación o simple y sencillamente jugar en las posas de agua clara . Las patojas por su parte saltando en grupos la cuerda, jugando tenta o con sus clásicos cantos, que aun cuando se entraran a casa quedaban resonando en los oídos. Todo aquello era una fiesta, una fiesta de niños jugando, saltando, gritando, retozando en las calles, las mamas peleando para que entren a comer, ellos entrando a regañadientes y atragantándose, ante la prisa para salir a seguir jugando o a escuchar las historias de Don Quique en la esquina de la cuadra.
¡Ah! Tantos juegos que poco a poco se van quedando al olvido y cuyos juguetes en poco tiempo pasaran a ser piezas de museo, como los trompos, los cincos o canicas, el capirucho y las ya legendarias bicicletas californianas que los patojos se las prestaban entre sí, pues no todos tenían una o las acrobacias que hacían algunos en las patinetas (monopatines) en las planchas de cemento que quedaron de recuerdo de la visita de los gringos después de aquel 4 de febrero del 1976 cuando un terremoto sacudió Guatemala.
En aquel tiempo era como si todos los días fuera domingo, no había que esperar el fin de semana, porque la semana solo tenía un día y ese día se llamaba “Felicidad” en el que lo único que cambiaba era el juego que se jugaba.
Oxwell L’bu
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