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Un sábado sin reposo

Gerardo Guinea Diez
Camino alrededor de la Plaza de la Constitución. El calendario marca la fecha: 13 de junio, número cabalístico y de buena suerte para algunos. Kármico para otros porque entraña muerte y resurrección. Es el 164 día del calendario gregoriano. También se celebra el nacimiento de dos grandes poetas. William Butler Yeats, irlandés y de Fernando Pessoa, de Portugal. Me detengo, fijo la mirada. Un aire de poesía se respira por doquier. Poesía anónima, de nadie y de todos suena en las cuatro esquinas del parque, en corredores, en bancas, en ventanas, en el murmullo. Aquella que aspiraba a editar Juan Ramón Jiménez y que versificó José Emilio Pacheco en el poema “Carta a George B. Moore. En defensa del anonimato”.

Aquí está la vida y la simetría de su perfección, enseñándonos sus claroscuros, para contar, desde esta frontera cívica, un mundo haciéndose y deshaciéndose en el corazón del enojo que trabaja afuera del enojo. Busco los rostros de los manifestantes, una sensación de esperanza y reparación llega en oleadas.

Una vez más, de manera puntual, miles de ciudadanos inundan la plaza con su desenfado, su cólera, sus demandas. El tiempo se encarna en las pancartas. Día de las inscripciones, no en el mármol, sino en la menuda infinitud del reclamo. Sábado sonoro por doquier. El estruendo avanza por el aire, todo es calor, risas. Desde el Portal del Comercio un hombre brinca. Los minutos nos unen. En la plaza estamos juntos, con esa proximidad que sólo los sueños saben operar.

Atrás de mí, una pareja de adultos mayores hablan sobre la institucionalidad republicana. Quizá ignoran que ésta es rehén de muchos padres de variopintas ortodoxias. Es inocultable el estrés a la que es sometida la sociedad política.

Los jóvenes inventan otro futuro. El silencio está fuera de lugar. Las gargantas al unísono repiten sus cantaletas. Los edificios que rodean la plaza son vestigios de otra época. Algo queda claro después de media hora: Ni los empresarios, los políticos ni la sociedad civil, logran diseñar un pacto que resuelva de una vez por toda la precariedad del Estado y del país. El hoy tan confuso y terrible dejó de serlo. Varios ríos se suman al enorme lago de la plaza. Sus aguas me recuerdan a María Zambrano, quien afirmó que el tiempo no deja a nadie en paz, porque el hombre sigue aconteciendo como sujeto histórico.

A falta de una cámara, grabo en mi cerebro, imágenes y unas cuantas palabras. Me abro paso entre la multitud que hace guardia entre los sueños postergados. La algarabía, como de mucho pueblo, es una ética poética abierta al acontecimiento de los otros. Es decir, ya no sé si escribir negando o escribir borrando. Negación y reverso. Como sea, las pancartas, los cánticos y los gritos expresan un “no” afirmativo y explicativo para fijar el desastre y el disparate, pero a su vez, para establecer la hoja de ruta de los cambios.

Me abro paso entre miles de personas. Las mujeres son “un dolor peleando y hay que estar para verlas”, indignadas, valientes, felices. Su única deidad es la indignación. Veo a muchos tras el testimonio del momento, ya sea con un selfie o con fotos. Desde esa llanura, la desdicha de los que siempre fatigaron sueños, frustraciones y atropellos, y que no tuvieron el lujo de la esperanza y de hacer planes en una casita con un rosal, incluso, tener el sueño de esperar a que llegaran sus horas de reparación, se disipa con el huracán ciudadano. No escucho discursos intelectuales con tono sacerdotal. Sorprende una vez más el orden, la infinita paciencia de esa ciudadanía sin protagonismos, insobornable en sus demandas.

En esta enorme Babel, erguida desde su estruendo, el miedo vive sus peores horas. La tarde va cayendo y todo adquiere su sentido, su más hondo sentido: los sueños de libertad y de una vida decente. Ya no hay más que decir, fue una jornada como las anteriores, soberbia en dignidad, en determinación. Mientras camino de vuelta, indago en la biblioteca de las cosas menores que habitan la vida, el epitafio de esta tarde. Quizá las cifras de UNICEF y CEPAL sean lo más oportuno: los cientos de miles de niños que murieron de hambre entre 1960 y 2000. Siento escalofríos.

No escucho discursos intelectuales con tono sacerdotal. Sorprende una vez más el orden, la infinita paciencia de esa ciudadanía sin protagonismos, insobornable en sus demandas.

Gerardo Guinea Diez
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