Un pueblo que se destruye a sí mismo
Manuel Villacorta
Thomas Sowell escribió hace varias décadas el libro Conflicto de Visiones. El mismo, más allá de su extraordinario aporte a favor de las ciencias sociales, permitió una extraordinaria plataforma para la comprensión de la conflictividad social en países como el nuestro, históricamente plagado de tragedias y latentes contradicciones. Quizá el punto central del citado libro era ubicar el origen de las posiciones intolerantes e incluso fanáticas, tan recurrentes en nuestra región. Hace no mucho, quizá como coincidencia fabulosa, otro autor muy reconocido, el israelí Amos Oz, publicó un tratado denominado Contra el Fanatismo. Ambas obras, a pesar de sus orígenes y la distancia temporal en la que fueron publicadas, poseen una irrefutable conexión. Probablemente, la síntesis en nuestro caso sea, que la mayoría de conflictos sociales tienen un origen subjetivo pero nefasto: la intransigencia, el fanatismo, la intolerancia y la recurrente terquedad de querer imponer ideas o visiones determinadas. En Guatemala no hay derecho al disenso, no se respeta a quien piensa en forma diferente, se condena y se lapida por inercia.
Recuerdo perfectamente que tres fundaciones alemanas, ideológicamente diferentes, trabajaron acá en un tema en común: propiciar una cultura de tolerancia entre todos los actores enfrentados. Así lo hicieron las fundaciones Konrad Adenauer, Friedrich Ebert y Friedrich Naumann. Los europeos habían vivido los horrores de las guerras mundiales. España en su momento, además de lo anterior, vivió una tragedia interna de extraordinarias repercusiones, su cruenta guerra civil. Conocedores por experiencia propia de tan nefastos flagelos, los europeos que ya habían logrado superar en gran medida sus contradicciones internas quisieron cooperar con nosotros. Insistir en valorar el disenso mediante el respeto y practicar la tolerancia fueron especies de mantras que se repitieron en muchos seminarios. Se buscaba la reconciliación, e incluso el perdón, entre las partes más allá de los gravísimos daños irreparables cometidos.
Pero en nuestro país, la confrontación y la descalificación de todo aquel que piense diferente, es tan recurrente como lo han sido la violencia, la desigualdad social y la corrupción. Arrastramos ese lastre tan fuertemente, que tres importantes sectores nacionales no logran superar la consuetudinaria descalificación que pesa sobre ellos: los militares, los empresarios y los políticos. Ciertamente, muchos de sus principales representantes se caracterizaron por conductas reprochables. Pero jamás pudimos hacer una diferenciación entre lo que son las instituciones y las personas que en un momento dado las conforman. Hoy, ser militar es un estigma; ser empresario es sinónimo de ser explotador y/o evasor; ser político significa ser corrupto e irresponsable. En un contexto así, el desinterés por construir una patria mejor crece y se expande, dejando que otros -generalmente foráneos- sean quienes dicten las normas y los procesos de gestión pública. Somos un pueblo que camina irresponsablemente por una ruta que parece no tener ni norte ni final. Y así seguimos…
En Guatemala no hay derecho al disenso, no se respeta a quien piensa en forma diferente, se condena y se lapida por inercia.
Fuente: [http://www.s21.gt/2016/08/pueblo-se-destruye-a-mismo/]
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