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Hermann Bellinghausen

Narrativa y Ensayo reproduce este artículo de Hermann Bellinghausen para celebrar el 120 aniversario del nacimiento de Luis Cardoza y Aragón (21 de junio de 1901). Sin duda, un poeta del siglo XX vigente y de cuerpo entero en los siglos venideros.

Este texto fue leído en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de San Carlos, Guatemala, durante el homenaje a Luis Cardoza y Aragón que organizó esa universidad en noviembre de 1991, es lo que puede considerarse un primer paso hacia el deshielo en torno a la obra, hasta ahora prácticamente prohibida allá, del escritor guatemalteco. Se habló de él en los periódicos y su foto apareció en algunas revistas. 

Antiguamente, en la época en que se rimaba y se componían novelas, antes de la reaparición de la magia que acercaba el silencio: el vuelo más alto de la poesía o de la magia, que nadie puede diferenciarlas; antiguamente, se creía aún que se lograría reformar el hombre con palabras. Los raros sobrevivientes, confiados a la inteligencia y olvidados del oficio, eran anfibios para poder existir. Se encerraban en la plaza pública, entre palabras mágicas y mágicos objetos banales y cabalgaban centauros en compañía de hombres de países que no están en los mapas. Días había que los pasaban exiliados; a veces lo estaban, sólo algunas horas, a veces definitivamente”.

Estas palabras eléctricas de Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, dotadas con el sonambulismo atroz de la poesía, cuando fueron escritas se referían a Broadway, pero ya entonces eran una declaración del mundo; hechas para mañana, encierran una fulguración actual estrepitosamente humana; la obra de Luis Cardoza y Aragón ha sido la reiteración casi kafkiana de que, pese a todo, quizá sea posible aún reformar a los hombres.

¿Cómo entender, si no, la constancia de sus libros y su intensidad sostenida? Como él mismo ha escrito, “el mundo empieza después del límite”, en el reino lúcido de toda embriaguez: de sol, de amor, de indignación, de vino, allí donde el cuerpo se hace “mitad protesta y mitad esperanza”. Luis Cardoza es un poeta del mediodía que no conoce decadencia. Mantiene una obra incesante. En estos días acaba de publicar un grueso volumen que resulta, desde ya, lectura obligada para los guatemaltecos y para todos: Miguel Angel Asturias. Casi novela. En cierto modo continuador de El río, este relato-ensayo-poema biográfico-autobiográfico traza líneas decisivas de la cultura guatemalteca con toda la inspiración que cabe en la memoria de un exiliado que, después de vivir un siglo, no deja de pensar, escribir y crear con fervoroso entusiasmo.

En estos días también trabaja sobre Carlos Mérida y el pintor mexicano Agustín Lazo, publica semanalmente en un diario mexicano (El Nacional) su serie de aforismos El brujo y trabaja un arduo poema: Lázaro. No abandona ese “mundo de vigilia, lúcido y propio” que aceptó vivir desde sus primeros poemas en 1924 y ha llevado hasta sus últimas consecuencias.

Quien no está en el futuro no existe” dijo, premonitoriamente, desde entonces. José Emilio Pacheco escribió que su obra es la de un poeta “para quien la escritura constituye su forma de conocimiento, larga transparencia que reflexiona e irreflexiona continuamente, tensa el arco que une pasión e inteligencia. La cultura latinoamericana sería otra sin Luis Cardoza; sería más pobre. Su lírica inteligencia adoquina nuevas vías de conocimiento merced a obras que no abandonan nunca el pulso del buen gusto, la belleza, la originalidad y el compromiso. Conocimiento como delirio, razón y sueño que permiten ver lo real y su revés.

Poeta meridiano, alegre repartidor de miradas, cumple la tarea de cosechar el asombro diario, la maravilla en todo que no termina, con ojos fundacionales de niño abismado en su fijeza

¿Qué da Guatemala en Cardoza que no dé Cardoza en cualquier parte del mundo? Transgresor de géneros, género en sí mismo, ante todo es poeta y los poetas en realidad no tienen patria. Lo dice del mejor Asturias pero en realidad lo dice de sí mismo. “La literatura que se piensa enraizada porque es un costumbrismo colorido y le pone al indio más plumas de las que tuvo jamás, inventa una singularidad que aspira a ser definidora de la inútil obsesión de la identidad nacional”. Y más adelante prosigue: “Quien mira lo suyo como lo mira el extranjero, pone distancia en vez de acercamiento, es un hombre disuadido, que olvida en el color local el dolor local”. Difícilmente encontrará Guatemala en esta hora un exponente más propio de la apropiación de lo ajeno sin olvidar “el dolor local” que hace peculiar y especialmente vital a la literatura (las literaturas) de América Latina. De manera prodigiosa, en él arraiga la inquietud del viento; posee la pluma despierta, el filo ardiente, la voz que, personalísima, suma voces a velocidades que desarman resistencia, prejuicios, desconocimientos. Su región es la sabiduría, y en ella la realidad, que en nuestros países llega a parecer fantástica o mágica, pero eso es sólo un espejismo para forasteros distraídos y locales enajenados. Imponiéndole su propio tono, Cardoza asedia a Antonin Artaud, que como él, pudo ser surrealista a pesar de sí mismo: “la realidad es terriblemente superior a toda historia, a toda fábula, a toda divinidad, a toda surrealidad”. La dimensión onírica de su obra, que fabula y/o recuerda entre dormida y despierta, tiene metidas las manos hasta el fondo del barro. Como alfarero, extrae belleza del lodo. Es un brujo de sueños despiertos, dormidos, despiertos: transfigurados.

¿Qué realidad afronta Cardoza? No se vale mitificar. El, enemigo de timos y cultor de mitos en fidelidad a su impulso poético, repite una y otra vez su conciencia herida en relación a la injusticia que impera en nuestros países. Eso ha hecho de él, en ocasiones a pesar suyo, un hombre político de calibre no menor, incómodo con frecuencia para los censores de aquí, y otras partes. Nunca ha negado la realidad indígena, antes bien la exalta, en esta nación poderosamente india, de estirpe maya, que aún después del cataclismo colombófilo sigue asistida por un aliento universal.

Antes de viajar a Guatemala, Cardoza me dijo:

– Visita Chichicastenango, es un viaje a otro planeta.

Le faltó decir: un planeta mejor que el nuestro, rico en cuerdas primordiales, equidistante del pasado y el futuro, pero cargado de pasado y promesas que necesariamente debemos salvar, de futuro. También le faltó decir que quien necesitaba visitar ese otro planeta era él.

La patria indígena de este país, como México, indígena a pesar de las voluntades oligárquicas de minorías criollas, proporcionalmente incluso mayor, reclama compromisos hondos y pertinaces como el de Cardoza. La historia de nuestros países aparece llena de hoyos negros, olvidos lamentables, genocidios en las antípodas de lo humano.

Parte significativa de la maravilla que es el corpus cardoziano pasa por esta sensibilidad despierta e inconforme, aguerrida, elemental, refinada y bárbara, humana, nunca demasiado humana. Cardoza vino a caer en tierra de hombres, y asumiéndose humano detectó en los guatemaltecos originarios una condición de dioses. Su deslumbramiento, además de deslumbrarnos, nos pone de cara a una evidencia: no es humana la existencia de la mayoría humana (la mejor) de esta patria que apenas aprende, despacio, las posibilidades de una vida civil, democrática, algún día, ojalá no lejano, de verdad justa.

Otra virtud de Luis Cardoza consiste en no haber dejado nunca guardada la palabra en el armario cuando ha hecho falta. Su absurdo malabar de poeta le reitera esa utopía severa y real: la palabra puede, aún, reformar a los hombres.

Pero la utopía indígena, que Cardoza suscribe de facto, en su nivel más elemental no puede esperar. La ausencia de Cardoza en este país se puede interpretar como voto de protesta: la democratización no es suficiente, la inseguridad autoritaria pesa más que la añorable justicia de cuerda lascasiana. El fin de la noche de los generales en América Latina no marca la llegada inmediata del buen día libertario. Hace falta más, mucho más. De otra manera no se explicaría, por ejemplo, el sostenido éxodo de indígenas guatemaltecos al sur mexicano, que por supuesto no es tampoco un paraíso. Ni el éxodo de indígenas mexicanos a Estados Unidos, otra jaula que no supo ser paraíso.

Si no rescatamos esta veta cardoziana, cualquier regodeo lírico-semántico se pudriría de onanismo o burdas lástimas. Si no se entiende el verbo cardoziano como arma caliente y revolucionaria, se estará perdiendo el tiempo y faltándole al respeto a la obra literaria más luminosa de Guatemala en lengua castellana.

En Cardoza, cada página habla de él, o de los retratos que inventa del mundo. Sin embargo, el vasto recuento autobiográfico contenido en El río, libro sin género como nunca antes en la obra cardoziana, funge como ordenador de recuerdos y cernidor de páginas de todas las épocas. Ahí tenemos el retrato de cuerpo entero que nos quiso participar, abigarrado e íntimo, que aprovecha la visión panorámica de los muralistas mexicanos que tanto animó regalarnos su ánima desatada El río es buena puerta para ingresar en su mundo, real fábula de lo real.

Dice en su “casi novela” asturiana: “A mí no me importan las categorías sino la calidad en el despliegue imaginativo. Aprecio muchos libros que son a la vez ensayo, novela, poesía en prosa, que se liberan de las académicas clasificaciones de los géneros literarios”. Una vez más, Cardoza habla de otros para también retratar sus principios. Parece hablar de su propio río.

En uno de sus mejores poemas, “Soledad de la fisiología”, Cardoza declara:

Yo he visto sí, yo he visto. Con mis labios, mis sienes y mi lengua, la infinita tristeza de los humildes huesos y carnes de mis pies, de sus venillas rojas sobre mi piel callosa vencidas por mi peso, cuya sangre, en su ciclo remoto, ve sólo de vez en cuando el mundo por mis ojos.

Ese registro sanguíneo de la mirada es justo lo que ha dado sustancia al corpus verbal de Cardoza, el poeta vivo más grande de nuestra lengua, y quizá también el mejor crítico de arte, allí donde la palabra crítica se vuelve poesía y ante la obra contemplada crea su propia belleza. El hombre, guatemalteco, que ha recorrido implacablemente el siglo según se le ha venido apareciendo. El testigo sobreviviente que sabe excepcional su testimonio.

Es un honor, y una suerte de extraño compromiso, hablar sobre él en su país, a donde no ha regresado desde varias décadas pero al cual ha dedicado los mayores esfuerzos de su vida pública, en condición de exiliado en México, su segunda patria. Pero no vengo aquí a disputar la pertenencia de Cardoza, como sucede siempre cuando se junta gente de dos países vecinos y hablan de algo o alguien que consideran propio. Más bien vine para agradecerles, para agradecer a Guatemala, la existencia de Luis Cardoza. Sin las calles de Antigua, el Volcán de Agua, ni la luminosidad viva del pueblo maya, no existirían Dibujos de ciego, El río ni Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo.

Sin el reencuentro con su “joven abuelo”, el niño que fue, no se hubiese preguntado: “¿Cómo llegar a la niñez con la boca sucia de palabras?” para salir del viaje con la palabra limpia de bocas sucias. “En la infancia llovía más fuerte”, dice en Dibujos de ciego, una obra literaria que es en sí un acto de libertad. “Para escribir libremente debes principiar por ser libre, no por el anhelo de escribir libremente”. Porque Guatemala le dio muchas cosas, le llenó de recuerdos la imaginación, le atrapó el ombligo, cernió la vocación poética de su cultura, pero no le dio libertad.

Cuando estuvo en sus manos hizo todo cuanto cupo en ellas a favor de su país desde dentro, en los años del experimento democrático que culminó con la caída de Arbenz en 1954. En ese entonces recuperó a su madre, su casa, su aire originario. Cuando describe en Guatemala: las líneas de su mano el regreso al recinto familiar, reconoce: “Si no hubiese vivido esos instantes indecibles de Antigua, en la casa de mis padres, habría perdido lo mejor de mi vida”.

Aunque Guatemala no ha sido libre en la mayor parte del tiempo que le ha tocado vivir a Luis Cardoza, que es el de los guatemaltecos que ha vivido el siglo XX, le dio desde el primer momento instinto y vocación de libertad. Guatemala es uno de los pueblos más admirables del continente, con una tradición de lucha y dignidad sostenido a lo largo de 500 años, y la herencia directa de una de las máximas civilizaciones que han poblado la Tierra: la maya-quiché.

Cardoza ha sido guardián del imaginario guatemalteco, a contracorriente de la distancia insalvable que le impuso la realidad hace años. Su sombra de hombre pequeño y correoso, afilado como un lobo (según lo describe Alí Chumacero), ha cubierto tenazmente el mapa de su patria, “un alfiletero desde lo alto. Cuarenta volcanes, espinas de una rosa”. A pesar de todo y del exilio, encarna el valor universal de la cultura guatemalteca, donde términos como “moderno” o “clásico” significan casi nada.

Un ojo y una voz (uno de sus libros más recientes se llama Ojo/Voz) al servicio de lo que impone la trágica condición guatemalteca Arriesgó su vida más de una vez, y sigue arriesgando su pensamiento y su palabra. No sé en cuántas partes del mundo existan ahora voceros de la tribu con registro sostenido y obra cumplida que no cesa, a la altura de Luis Cardoza y Aragón. En su conversación cotidiana se mantiene más al día que la mayoría de los jóvenes; su crítica al socialismo real, por ejemplo, nunca fóbica, anunció con precisión lo que sucedería si no se instauraban libertades en las patrias de la revolución hoy vencida. Incómodo pero inevitable, se hizo oír por los cubanos y nicaragüenses. Antimperialista, como cada día hay menos, ha regalado su voz a los pueblos casi siempre infelices de América. Heredero de Enrique Gómez Carrillo y Miguel Angel Asturias, su contemporáneo, emparentó su timbre con los de García Lorca, Neruda, Villaurrutia, Cuesta; prefiguró a Lezama Lima, Rulfo, García Márquez; redescubrió el Rabinal Achí y nos enseñó a beber en Kafka, Rimbaud y el Popol Vuh.

La deuda de Guatemala con Cardoza es grande. Y muy hermosa.

El día que sus libros se impriman, circulen ampliamente y sean leídos, los guatemaltecos recibirán a la vez una cátedra de libertad y un homenaje al gran pueblo que son.

Aquí está reunido un grupo de privilegiados que han tenido acceso a la obra de Cardoza. Este es ya un homenaje, pero no suficiente. Habría que poner la voz de Cardoza y todo lo que ella representa en las calles, y poder gritarla, proclamar el júbilo que regala a quien la toca.

Ante Asturias ubica sus trayectos paralelos y nos indica rumbos para leerlos: “Los dos nos hemos preguntado mil cosas, entre ellas, ¿qué es Guatemala? ¿Qué es nuestro tiempo sin fronteras? En el fondo, para ambos, fue un sueño. Tiramos del mismo arado a fin de peinar la misma tierra, y arrojamos simientes al surco abierto por los indios, ardorosa demencia que reclama recuerdo inquebrantable. Las simientes ¿qué son hoy?”.

En efecto, ¿qué son hoy? ¿Cuál es la cosecha de Asturias, y de Cardoza? Nosotros lo sabemos, estamos aquí participando en el reconocimiento a una obra cumplida, don de humanidad que nos permite rozar el aliento de los dioses primordiales, destruidos por la espada y el fusil y salvados por el fulgor poético de la palabra.

Y vuelves a mojar la pluma en la noche, y hormigas vagabundas incendian el papel en que despiertas”: tal ha sido su labor, pasársela despertando sobre la hoja en blanco, así como el alfarero despierta cuando hunde sus dedos en el barro o la bordadora hila el huipil que usará mañana y llenará de flores y color las calles.

Los mexicanos también le debemos muchas cosas: nos enseñó a contemplar la obra de nuestros pintores, de Orozco a Toledo; a interpretar el pasado común del pueblo maya; a hermanarnos en tierra y sangre con Guatemala. Y los hablantes de castellano le debemos la vigilia generosa de su palabra:

La leche, las aguas animales, las vísceras rotas y vencidas, mojan el polvo, lo besan, lo recuerdan, aceleradas, sin embargo, hacia la rosa.

Soledad de materia con su sueño fallido más acá de un seno, de una poma, de un grito o de un suspiro.

íTodo lo que cae, lo que la noche ciegamente reclama, esa montaña fétida donde el lirio alza su pura, blanca llama!

Todo homenaje es una exaltación, y la exaltación una forma exagerada de decir las cosas. Pero ¿acaso vale la vida si no se exagera? ¿Qué son la libertad y la literatura si no exageraciones que dan sentido a la condición humana? Otro sobreviviente, Elías Canetti, pide “escribir hasta que, en la dicha de la escritura, uno deje de creer en su propia desdicha”. Cardoza agrega a nuestra lengua la dicha de su escritura, y nos arma contra las desdichas que nos emboscan de continuo. Que estas palabras se sumen al agradecimiento colectivo, aquí en la ciudad de Guatemala, a Luis Cardoza y Aragón, un poeta del siglo XX.

Si no se entiende el verbo cardoziano como arma caliente y revolucionaria, se estará perdiendo el tiempo y faltándole al respeto a la obra literaria más luminosa de Guatemala en lengua castellana.

Fuente: [https://www.nexos.com.mx/?p=6493]