Un faro en las Antillas
Edgar Celada Q.
eceladaq@gmail.com
Cualquier frase nacida de este páramo de duelo profundo, será redundante. Desde el 25 de noviembre los teclados de los ordenadores no han parado, se cuentan por cientos de miles las expresiones de pesar por la muerte de Fidel Castro Ruz. No es para menos.
En la banda opuesta tampoco hay descanso: se da rienda suelta al denuesto primitivo y se hace escarnio de quien ha partido a los territorios de la inmortalidad histórica. No es para menos: nunca pudieron con él.
Es comprensible el contraste entre la admiración y el respeto a un líder de talla universal, y el vilipendio enconado, cargado del odio de clase de quienes defienden y se benefician de un orden económico y social injusto, ese que la vibrante voz y el acerado pensamiento de Fidel Castro Ruz puso al desnudo. Por eso lo odiaron y ahora odian su memoria; no es para menos.
Pero Fidel Castro Ruz no fue un iluminado, ni un semidios a quien deba quemarse incienso. Fue un hijo de su siglo y de la larga historia de luchas de su propio pueblo y de los pueblos latinoamericanos.
Talento, carisma, conocimiento profundo de la historia, audacia, sagacidad, firmeza de principios y flexibilidad estratégica-táctica, sin duda los tuvo y por eso llegó a ser quien fue. Pero no para sí, sino para encabezar un proceso histórico que cimbró a todo un continente, empezando por el poder imperial al que irremisiblemente resultó enfrentado.
¿Para qué? Para hacer valer palabras hace tiempo olvidadas por nuestras elites gobernantes: soberanía y autodeterminación.
Duele la partida de Fidel Castro Ruz, por él, por el humanista. Pero también por el pueblo de Cuba, cuyos admirables logros sociales estarán por siempre ligados al nombre del líder que ahora pasa a otra dimensión histórica: la de su ejemplo, su capacidad de trabajo y su fidelidad a las propias convicciones.
Envalentonados por la próxima asunción de Donald Trump a la presidencia del imperio, los enemigos de la revolución cubana se frotan las manos y hacen lenguas sobre “la transición”, como si ésta no hubiera entrado también en la visión estratégica del desaparecido líder. Y sí, la vida continúa: Cuba tiene derecho, ahora como hace 57 años, a decidir por sí misma su destino. Ese, entre muchos, es uno de los grandes legados de Fidel Castro Ruz a su propio pueblo.
También lo es para los pueblos latinoamericanos, en muchos de cuyos países, Guatemala en primera fila, el rescate de la soberanía y la autodeterminación para construir una sociedad donde la felicidad sea posible, es asignatura pendiente.
Lo dijo Fidel Castro Ruz el 4 de febrero de 1962 en la Segunda Declaración de La Habana: “las revoluciones no se exportan, las hacen los pueblos. Lo que Cuba puede dar a los pueblos, y ha dado ya, es su ejemplo”.
Digamos, con Nicolás Guillén, que “la hora no es de lágrima y pañuelo, sino de machete en mano”, para defender ese legado resumido en un cartel virtual que ha circulado en estos días: “200 millones de niños en el mundo duermen hoy en las calles, ninguno es cubano”.
¿Para qué? Para hacer valer palabras hace tiempo olvidadas por nuestras elites gobernantes: soberanía y autodeterminación.
Fuente: [www.s21.gt]
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