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Tres acercamientos a Miguel Ángel Asturias

Carlos López

Asturias y México

Cuando en 1946 Daniel Cosío Villegas, fundador director del Fondo de Cultura Económica, rechazó el original de Tohil con estas palabras: «Aquí le devuelvo El señor presidente» (que tuvo su simiente en el cuento «Los mendigos políticos») no sólo rebautizó, rechazando, la novela más conocida de Miguel Ángel Asturias sino la más importante de las novelas que denunciaron la tiranía en América Latina, la que inauguró una forma de narrar en nuestro subcontinente. Asturias que todo lo oía y escuchaba, aceptó con inteligencia, generosidad, agradecimiento (tres características notables que practicó durante toda su vida) el nuevo título y así lo publicó en la editorial de Bartomeu Costa-Amic, que había recibido en traspaso, por 100 dólares, Ediciones Quetzal, de Ramón Sender, y que rebautizó con su apellido. Doscientos dólares que le prestó su tío Jorge Asturias, que en realidad le había pedido a María Rosales, madre de Miguel Ángel, pagó para por fin publicar la novela que había iniciado en Guatemala en diciembre de 1922 y concluido en París en diciembre de 1932. A pesar de su juventud, a Asturias no se le fue la vida buscando cómo publicar; siguió escribiendo y creó su obra cumbre, Hombres de maíz, un banquete lingüístico, una locura fascinante por su estructura compleja, irrepetible. Catorce años esperó el escritor para tener en sus manos el segundo libro publicado debido a la política de terror que prevalecía en Guatemala en la época que gobernó el dictador Jorge Ubico.

En 1949 publicó en Argentina el libro de poemas Sien de Alondra, con el prólogo «Flecha poética» de Alfonso Reyes, quien le escribió años más tarde a Asturias sobre Week-end en Guatemala —una de las diatribas más furibundas por la invasión al país en 1954 por las fuerzas oscurantistas guatemaltecas en contubernio con la Central de Inteligencia Americana—: «¡Qué poder el suyo! ¡Qué formidable carrera literaria en ascenso! Estoy a medio libro, fascinado y deleitado…». Este libro de cuentos está escrito con una prosa atropellada, desde la entraña más profunda, con cólera; la ignominia contra el pueblo guatemalteco nunca fue tan bien atestiguada y narrada por autor alguno.

Miguel Ángel Asturias tuvo una actividad política comprometida con las causas democráticas, de justicia y libertad, de bienestar popular, desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de San Carlos: fue orador en mítines, anduvo de activista en varias regiones del país, colaboró en el periódico El Estudiante, escribió una estrofa de «La Chalana» —el himno de guerra de los estudiantes guatemaltecos—, cofundó la Asociación de Estudiantes Universitarios. A raíz de este trabajo de formación y organización, en septiembre de 1921 lo enviaron a México como delegado de los estudiantes de Guatemala al Primer Congreso Internacional de Estudiantes; en ese viaje conoció a José Vasconcelos, Ramón María del Valle-Inclán, Lombardo Toledano, Carlos Pellicer, Daniel Cosío Villegas, Jaime Torres Bodet, Javier Villaurrutia, Antonio Caso, Manuel M. Ponce. Juan de Dios Bojórquez, embajador de México en Guatemala, lo acompañó en una gira por El Salvador y Honduras, para dar conferencias sobre la campaña de los estudiantes universitarios a favor de la educación popular. Asturias fundó la Universidad Popular, que todavía existe de milagro, como todo en el país.

Lo que declaró en una estación radiofónica en Madrid en 1984 Jorge Luis Borges sobre «El guardagujas», de Juan José Arreola, se lo había dicho, casi de manera literal, en noviembre de 1966, en la casa de Alaíde Foppa, donde pernoctaba, Asturias a Elena Poniatowska sobre Juan Rulfo: «Uno de los libros que yo hubiera querido escribir es Pedro Páramo». Hacer esta afirmación a sólo 12 años de la primera edición de la novela cumbre mexicana fue un acto honesto, valiente.

La literatura guatemalteca ha estado marcada desde sus inicios por el exilio (el primero de la lista en español es Rafael Landívar), por la persecución gubernamental, el asesinato o muerte en vida de los escritores no cooptados por el régimen; a la falta de libertad y de oportunidades laborales se suma el acoso, el canibalismo literario, lo que obliga a que los creadores salgan del país, vayan a un exilio forzado que de manera paradójica los acerca más a sus orígenes. Gracias a su salida de Guatemala, Asturias pudo observar a la distancia la totalidad de su país: la naturaleza única, la magia del mundo maya, que empezó con el contacto con su nana indígena, que le contaba historias, leyendas, mitos de su cultura, y le abrió un horizonte de curiosidad y arraigo por ese mundo lleno de significados profundos que se vislumbraban en el lenguaje popular.

México no fue la tierra del exilio de Asturias, pero ayudó en la transformación sideral de Asturias, quien vino por causas más elevadas a este país, cuyo pueblo abrió sus brazos a Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso, Carlos Illescas, Otto-Raúl González, Mario Payeras, Carlos Navarrete, Mario Monteforte Toledo, entre otros escritores que escribieron sus mejores obras en este país.

Asturias y su poética

La literatura de Asturias es telúrica en sentido metafórico y real; causan tremor el tema, el ritmo y el humor por momentos hilarante. En una entrevista de 1970, Günter W. Lorenz le preguntó a Asturias por qué empezó a escribir: «A las 10:25 de la noche del 25 de diciembre de 1917, un terremoto destruyó mi ciudad. Vi algo parecido a una inmensa nube ocultar la enorme luna. Yo estaba en un sótano, un agujero, una cueva o algún lugar parecido. Fue entonces que escribí mi primer poema, una canción de despedida a Guatemala. Más tarde estuve enojado por las circunstancias en que se removieron los escombros y por la injusticia social». Esta experiencia a los 18 años llevó a Asturias a escribir el cuento inédito que más tarde se convertiría en su primera novela, El señor presidente, que él inició en los cafés de París cuando le tocaba el turno de contar algo. La oralidad atraviesa esta obra de principio a fin (y su contraparte el silencio, que en el caso de El señor presidente, habla); también la música. Asturias hizo de su lenguaje música. «Cada una de nuestras novelas es por eso una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. No es fácil darse cuenta en la obra realizada del esfuerzo y empeño por lograr los materiales empleados, palabras. Sí, esto es, palabras, pero usadas con qué leyes. Con qué reglas. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Suenan como maderas. Como metales. Es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje lo primero que debe plantearse es la onomatopeya. Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza hay en nuestros vocablos, en nuestras frases. Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas sino habladas. Hay una dinámica verbal de la poesía que la misma palabra encierra, y que se revela primero como sonido, después como concepto. […] Por eso las grandes novelas hispanoamericanas son masas musicales vibrantes, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que con ellas nacen» dice Asturias.

Asturias se mete en el alma indígena, en su mitología, en su cosmogonía, por eso su literatura es original. No sólo oyó, escuchó el habla de los kekchíes desde niño cuando sus padres Ernesto Asturias y María Rosales de Asturias, abogado y maestra, fueron despedidos de su trabajo en el gobierno, pues eran personas no gratas para el señor presidente Manuel Estrada Cabrera y tuvieron que salir de la capital de Guatemala para refugiarse en Salamá, Baja Verapaz, hasta 1907, en la casa del abuelo materno, quien lo llevaba a caballo al campo. Esto lo situó de pronto en medio de la vida rural indígena, al mismo tiempo que aprendía sus primeras letras. Asturias afirmó: «Oí mucho, supuse un poco más e inventé el resto». Además, se asume como un miembro de la tribu: «Entre los indígenas hay una creencia en el Gran Lengua. Gran Lengua es el portavoz de la tribu. Y en cierto modo eso es lo que he sido: el portavoz de mi tribu». En la citada entrevista que le realizó Poniatowska, Asturias reafirmó su convicción: «He recorrido toda América Latina y tratado a la gente del pueblo y llegué a la conclusión de que los pueblos son todos iguales. Cada uno tiene una forma de hablar, una jerga, un argot especial, pero en el fondo compartimos las mismas pasiones y sufrimientos; anímicamente somos emocionales, no meditativos ni analíticos. Entre nosotros, es el corazón el que manda».

El compromiso (palabra vilipendiada por algunos críticos) del escritor lo asume con toda la carga ideológica que eso implica: «No soy un hacedor de novelas. Soy un creador, y ello hace que cuando siento profundamente un problema, lo exponga. Y que no haya posibilidad de hacerme callar. Tengo que decirlo y lo digo. Y es que nosotros, novelistas del hoy americano, dentro de la tradición constante de compromiso con nuestros pueblos, en que se ha desarrollado nuestra gran literatura, nuestra sustentadora poesía, también tenemos tierras que reclamar para nuestros desposeídos, minas que exigir para nuestros explotados y reivindicaciones que hacer en favor de las masas humanas que perecen en los yerbatales, que se queman en las plantaciones de banano, que se tornan bagazo humano en los ingenios azucareros, y por eso que para mí la auténtica novela americana es el reclamo de todas estas cosas, es el grito que viene del fondo de los siglos y que se reparte en miles de páginas. Novela auténticamente nuestra que está de pie en sus páginas leales al espíritu, a los puños de nuestros obreros, al sudor de nuestros campesinos, al dolor por nuestros niños mal nutridos reclamando porque la sangre y la savia de nuestras vastas tierras corran otra vez hacia los mares para enriquecer nuevas metrópolis».

Ésta es su poética: «La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Pienso que lo que más atrae a los lectores no americanos es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin caer en lo pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas, resabios ancestrales de esas lenguas que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ella. Y también por la importancia de la palabra, entidad absoluta, símbolo. Nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene en la nuestra un valor en sí, tal como lo tenía en las lenguas indígenas. Palabra, concepto, sonido, transposición fascinante y rica. Nadie entendería nuestra literatura, nuestra poesía, si quita a la palabra su poder de encantamiento. Y en eso estamos ahora. La búsqueda de las palabras actuantes. Otra magia. El poeta y el escritor de verbo activo. La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo en ebullición. No hacer literatura. No sustituir las cosas por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre, por añadidura. La evasión es imposible. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla».

El lenguaje de Asturias va a contrapelo de los convencionalismos porque la viveza de sus palabras vence el acartonado racionalismo de las literaturas oficiales. En ese encuentro con un lenguaje más hondo salen a flote otras visiones del mundo donde se ilumina un entramado más genuino y ancestral que el que se ve a simple vista y este entramado sostiene una cosmovisión que los violentos poderes siempre han querido destruir con su sistema de jerarquías. Asturias escucha la lengua del pueblo y atrapa las constantes de ese lenguaje vivo en perpetua transformación, en juego creativo porque es en la calle, en los pueblos, en el campo donde las palabras se mezclan, se acortan, sea crean neologismos, se rescatan términos del habla vieja y nace una comunicación más rica y más verdadera.

Asturias y el Nobel

Antes de recibir el Premio Nobel, Asturias fue dos veces finalista de ese galardón (una vez junto con Pablo Neruda y Jorge Luis Borges). El 19 de octubre de 1967, cuando cumplía 68 años, recibió la noticia: la Academia Sueca se honraba otorgándole el Premio Nobel de Literatura. El guatemalteco más universal se convertía así en el segundo escritor latinoamericano en obtener el máximo palmarés mundial de las letras, después de que Gabriela Mistral lo lograra en 1945.

Miguel Ángel Asturias nació el mismo año que Jorge Luis Borges; a pesar de ser ambos americanos, sus visiones coincidían poco en lo literario y en lo social. Sin embargo, el tiempo ha depurado la obra de ambos y nos la ha entregado viva y con la calidad intacta. El premio Nobel sirvió para que muchos lectores alrededor del mundo pusieran su atención en América y en especial en Guatemala. Ese universo tan olvidado y a veces desdeñado por los países poderosos de pronto tomó relevancia de una manera más profunda por su cultura más que por la naturaleza exuberante, por la estética del lenguaje. Los ojos extranjeros vieron a la Guatemala profunda más que al folclor impresionante; los guatemaltecos voltearon a ver su realidad, a desentrañarla por medio de la palabra. Asturias es un poeta de la lengua que además de crear belleza cuenta realidades duras y esa combinación da una fuerza poderosa a su narrativa.

Nahum Megged destaca que el trabajo de Asturias encarna la «totalidad fascinante de la naturaleza» y que no la usa como telón de fondo para el drama.​ Observa que en sus libros «los personajes que más están en armonía con la naturaleza son los protagonistas, mientras que los que perturban el equilibrio de la naturaleza son los antagonistas». La personificación erótica de la naturaleza aparece con nitidez en Leyendas de Guatemala («El trópico es el sexo de la tierra»).

Algunos escritores que recibieron el premio Nobel fueron olvidados muy pronto, no es el caso de Asturias, cuya obra se ha actualizado sola por su calidad, pero también porque muchos de los temas que aborda siguen vigentes. Su narrativa, su poesía merecen ser revisitadas. Que estos 50 años sirvan para acercarlo a nuevos lectores, que el deleite de leerlo sea para todos.

 

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Carlos López