Lucía Escobar
Hay una canción de Sara Hebe, rapera argentina, que me da vueltas en la cabeza: habla sobre esa necesidad casi física que tenemos de quemar todo lo que nos agobia. En palabras de otra cantautora tica, Maf É Tula: pasar por el fuego es una manera de purificarnos: dejar atrás las cosas que nos hacen daño.
El mal, lo viejo, lo pasado deberíamos de llevarlo a temperaturas extremas para que desaparezca, se haga ceniza. Así ya “pasteurizados” podemos empezar de cero una nueva etapa o camino. Bomba Estéreo, otra banda liderada por una mujer, tiene también una canción que habla del fuego, y de ese poder corrosivo que lo acompaña.
Esta maña o manía de quemar todo para empezar de nuevo, toma vida aquí a través de la Quema del Diablo, tradición que se lleva a cabo cada 7 de diciembre. Y cada vez con menos adeptos, pues la avanzada de la religión evangélica y la preocupación por el tema ambiental, encuentran en este día, el enemigo perfecto para aniquilar. En otros países es el 31 de diciembre cuando se sacan las cosas viejas a tirar o quemar para empezar con fe el nuevo año.
Asistí estos días a una charla sobre el 7 de diciembre, y alguien relacionó la fecha con la famosa quema de códices a principios de la Colonia. Dicen que la hoguera duró tres días con sus noches, de tanto que se quemó. Así de grande y masiva era la cantidad de conocimientos que los mayas habían logrado reunir a través de la escritura y que el fraile Diego de Landa mandó a prender fuego por el tremendo miedo que se ha tenido siempre al poder del conocimiento.
No sé si realmente este triste acto que acabó con casi todo el conocimiento de la cultura maya, es el origen del día del Diablo, pero no sería raro.
Cuando yo era chiquita, el Día del diablo era el momento en que aprovechábamos para quemar todos los libros y cuadernos del año anterior. Solo se les quitaba el plástico y el tape y salíamos a la calle a quemarlo. Este año, en la cuadra donde vivo, nada más un viejito siguió con la tradición. Su imagen, solito, frente al fuego, me recordó que todo, hasta las tradiciones más arraigadas, en algún momento llegan a su fin.
En estos días, tuve que desocupar de la casa de mis padres y ver qué hacer con un montón de cajas llenas de mis diarios, mis agendas y mis libretas de notas acumuladas en un clóset por más de 20 años. Me topé con un folder con muchas cartas de amor de mi adolescencia, distintos tipos de letras en situaciones diversas que me juraban amor eterno, pero que al final duró muy poco.
La cantidad de papeles que he acumulado en mi vida me agobian. Me traje cuatro cajas repletas de cuadernos escritos. Nada bueno se salva de ahí. No son los diarios de Anäis Nin, ni mucho menos las cartas de amor entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, pero por alguna razón, no me he decidido aún a pasarlas por el fuego.
Me propuse darles un par de meses, antes de deshacerme de ellas. Y es que por alguna razón, me aferro al pasado, como a las columnas que me construyeron. Como que sin mi pasado, no fuera nada, aún cuando eso que quedó atrás no merece más que las cenizas. Espero atreverme pronto.
Tengo que quemar, pasar por el fuego, y talvez luego renazca.
Fuente: [https://elperiodico.com.gt/lacolumna/2018/12/12/tengo-que-quemar/]
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