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Stalin (el monumento)

Maciek Wisniewski*

El giro ideológico de la URSS tras el 20 congreso del PCUS (1956) y el rechazo del «culto a la personalidad» (Jrushchov dixit) fue marcado entre otros por las desapariciones de monumentos a Stalin (y la aparición de los de Lenin).

En Simferopol, la capital de Crimea, Ucrania –digo, Rusia–… de donde en 1944 Stalin deportó a 200 mil tártaros a Asia central por haber colaborado con Hitler (la mitad murió en el traslado), la ciudad que se hizo famosa a principios de 2014 por los misteriosos «hombres de verde» (las fuerzas invasoras rusas de incógnito), frente a la estación de trenes había una estatua de Lenin y Stalin juntos, sentados en una banca; después de 1956 Stalin desapareció de manera subrepticia –como que de muchas otras ciudades soviéticas (y “países satélites”)– y Lenin se quedó sólo.

Uno de los insospechados resultados de la anexión de Crimea es haber puesto a salvo este monumento de la «epidemia» de las caídas de Lenin en Ucrania post Euromaidan, y juzgando por el clima político-histórico en Moscú no extrañaría el pronto regreso de su viejo camarada: Stalin está otra vez en el centro de la narrativa nacionalista gran rusa; su rehabilitación y la glorificación de su «estatismo» y «grandeza militar», e incluso la aparición de… nuevos monumentos a él (¡sic!), ya desde hace unos años marcan el giro ideológico de Rusia hacia el «neoimperialismo».

Mientras de Lenin aún hay algo que aprender, ¿qué hacer con Stalin?

Desde luego: fue un tirano asesino. Pero su «demonización» y la tesis liberal de «dos totalitarismos» («Hitler=Stalin») tapan más que explican; igual el culto oficial en Rusia, que lo trata como un siguiente zar. Ni siquiera la izquierda tuvo una buena y sistematizada crítica de él ni del estalinismo (pensando en las expectativas, el vacío más grande lo dejaron aquí Theodor Adorno y la Escuela de Fráncfort).

¿No hay de otra que «volver a Stalin» para poder dejarlo? Aquí hay unos intentos que pueden servir de guía (y antiguía):

• Stalin… «la contra-historia». Domenico Losurdo en su Stalin, historia y crítica de una leyenda negra (2011), proporciona una fresca mirada a su figura y los mitos en torno a él, desarmando magistralmente las diferentes narrativas desde el “ reductio ad Hitlerum” –su máximo exponente es Timothy Snyder, para quien incluso «el principal culpable es Stalin, y Hitler sólo lo copiaba» (¡super-sic!): “Hitler vs. Stalin: who was worse?”, en The New York Review of Books, 27/1/11– hasta las mismas «denuncias/distorsiones» jruschevianas, aunque hay al menos dos puntos donde parece ir demasiado lejos: cuando trata de exculparlo del antisemitismo (jmm…) o justificar el pacto Ribbentrop-Molotov (uff…).

• Stalin… «la aproximación». En el reverso del proyecto de Slavoj Zizek de «repetir a Lenin» hay elementos para entender a Stalin. Contrariamente a lo que quiere el mainstream liberal, no era un «cínico que sabía la verdad y tenía el pleno poder», ni sabía («creía en sus propias mentiras»), ni tenía («durante las purgas reinaba el caos y aleatoriedad»). Y al estalinismo: una «contrarrevolución» y «vuelta a la normalidad/narrativa de las etapas» después de los «experimentos» de Lenin, una degeneración que ya estuvo «inscrita en la Revolución», aunque ésta haya sido un verdadero acto emancipatorio (In defense of the lost causes, 2008).

• Stalin… «play it again, Sam!» Stephen Kotkin, a pesar de tantas biografías de él en el mainstream, se propuso retratarlo otra vez en un ambicioso proyecto en tres tomos; si bien aun la lectura por encima del primero – Stalin: paradoxes of power 1878-1928 (2014)– revela un magro entendimiento del marxismo o comunismo, hay cosas para rescatar.

• … y finalmente Stalin «¡Error 404!», o sea «cómo no hacerlo»: aunque el blog de Roland Boer (www.stalinsmoustache.org), laureado con el prestigioso Deutscher Prize (sic), al parecer iba a ser un «chiste», su contenido («la colectivización ha sido un enorme éxito», etcétera) y tono (serio y reivindicativo) no dan para reír. No extraña que una editorial rusa le haya encargado una biografía para «mostrar a Stalin bajo una luz favorable» (uff…).

¿Isaac Deutscher –autor de un bastante benévolo pero nada apologético clásico: Stalin, a political biography, 1949– se divertiría, o se revolvería en la tumba?

Sea como fuere, hay un punto que Deutscher y Boer sí tienen en común: es subrayar hasta el exceso las «cualidades» y «habilidades» de Stalin que le permitieron ganar la guerra y abatir al fascismo (algo que igual condensa bien la ambigüedad de su figura).

Sin embargo, la narrativa de su «gran dominio militar», que huele al mito del «líder infalible» creado por la burocracia, parece no tomar en cuenta que la realidad es mucho más abierta y aleatoria, como lo fueron por ejemplo los sucesos de los 30.

El gran Vasili Grossman, cuya fe en el comunismo se vio quebrada por… el antisemitismo de Stalin (¿ve, don Domenico?), en su Vida y destino (1959) captó bien la complejidad de la Rusia soviética después del ataque de Hitler (1941), que paradójicamente trajo… un respiro y sentimiento de libertad tras las purgas y persecuciones delirantes. El momento crucial fue la batalla de – nomen omen– Stalingrado (1942-1943): frente al control de NKVD (y las órdenes de Stalin de no retirarse y de fusilar a cualquiera que lo hiciera), desde abajo surgió una suerte de «autogestión soldadesca» que empezó a ser tolerada –un papel jugó aquí Jruschov, comisario político de la ciudad–, porque de otra manera no se hubiera podido con los nazis. Los soviéticos empezaban a ganar, pero no por su «gran líder», sino a pesar de él.

Entre tantos monumentos a Stalin que se fueron en silencio, hubo uno que se fue con un bum, y no era cualquiera: era la más grande estatua de Stalin en el mundo. Construida en Praga, pensada para su 70 cumpleaños (1949), tardó seis años en ser acabada, llegando después de su muerte y justo antes del 20 congreso, cuando Stalin ya se volvió incómodo. Demasiado grande para ser tirada abajo, acabó dinamitada con casi una tonelada de explosivos (Mariusz Szczygiel, Gottland, 2006).

Hoy las caídas de monumentos a Lenin en Ucrania son igualmente preocupantes que las apariciones de los de Stalin en Rusia; ambos sucesos marcan el vacío dejado por la izquierda.

Sea como fuere, hay un punto que Deutscher y Boer sí tienen en común: es subrayar hasta el exceso las «cualidades» y «habilidades» de Stalin que le permitieron ganar la guerra y abatir al fascismo (algo que igual condensa bien la ambigüedad de su figura).

* Periodista polaco

Twitter: @periodistapl

Fuente: [http://www.jornada.unam.mx/2015/07/17/opinion/020a2pol]