Javier Payeras
A medida que fui creciendo, el mundo se fue angostando en la pantalla de las computadoras. Como parte de una generación bisagra, entre las décadas de 1980 y 1990 me tocó ver los primeros avances de la tecnología digital. Las computadoras de mi adolescencia eran anchas cajas de plástico color almendrado con pantallas ámbar, disquetes con un agujero al centro y unos muy rupestres sistemas operativos.
Conforme pasaron los años, acaso a finales de la década de 1980, surgieron los primeros institutos privados especializados en el Bachillerato en Computación. Algo irresistible para los padres de clase media angustiados por dejarles a sus hijos un título de secundaria que les diera para ganarse la vida y de esa forma sacudirse la responsabilidad de pagarles una carrera universitaria.
A mediados de la década de 1990 ya era incalculable la cantidad de profesionales medios especializados en tales chunches. Así fue como se abrieron en mi país, Guatemala, las puertas laborales a la gran maquila digital.
El inicio de este siglo quitó el aura mística al uso de la tecnología. Tal pareciera que los niños de este siglo trajeran consigo un programa de instalación. Un chico de ocho años puede desenmarañar problemas técnicos bastante complejos y encontrar cualquier tipo de información en la red. Todo el mundo da por hecho que uno es capaz de sobrevivir entre reuniones Zoom y tics.
Es posible que en los pueblos más remotos de mi país haya acceso a la Internet. Con la eterna cuarentena todo esto se ha ido manifestando como un extraño fantasma. Con mucha facilidad se abre el cordel que abre las cortinas de la intimidad donde podemos acercarnos a las salas de las casas de personas que ni siquiera conocemos mientras comunican sus habilidades vía streaming.
Quizá el síntoma más evidente de toda esta eclosión de redes sociales sea la necesidad de tener un tema de odio/amor. Las tendencias superficiales en Twitter son el mejor ejemplo de esto. Cada día alguien rastrea algo de qué indignarse. Entre más polémico y radical sea el ataque a una personalidad, institución o episodio noticioso, es más fácil atraer hacia sí una atención que no podría ganarse a través del talento o la reflexión. Curioso tiempo que da visibilidad a una cierta marginalidad que lamentablemente no muestra la esencia de ese genio que exige una democracia del protagonismo, pero que al tener la oportunidad de decir algo, solo puede traducir su frustración y su vocación de sombras llenas de rabia por carecer de un cuerpo propio.
Fuente: [Sombras llenas de rabia – (CASI) LITERAL(CASI) LITERAL]
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