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Sobre la acción política de la poesía

Miguel Casado

En la larga serie de movilizaciones sociales que abrieron las acampadas del 15-M y se prolongaron durante los años siguientes, una cuestión repetida fue la que se refería a los nombres, al uso adecuado de las palabras y a la intención de sus usos desviados. Lemas como “No es una crisis, es una estafa” o “No son reformas, son recortes” sintetizaban ese ámbito de confrontación, que está lejos hoy de haberse cerrado cuando los defensores de la continuidad del sistema se atribuyen una “agenda reformista” y promocionan la idea de que quienes desean un cambio preparan una agenda radical o destructiva y desmembradora. El éxito en este tipo de discusión depende, sobre todo, de la persistencia que se observe y del tipo de medios de comunicación de que se disponga; no, obviamente, de los hechos, pues costaría entender como reforma modernizadora que 50.000 profesores hayan perdido su empleo, o como una crisis el vaciamiento premeditado y lucrativo de numerosas entidades financieras, por poner solo dos ejemplos.
La lengua es espacio fundamental de lo político, y no solo en lo más evidente –presentación de programas, debates electorales o parlamentarios, redacción de leyes…–, sino, de modo decisivo, en la conformación de la realidad en la que vivimos y en el modelado de los puntos de vista –manipuladores o evasivos o críticos– desde los que la consideramos y juzgamos. Incluso, como han señalado muchos investigadores sociales desde hace dos décadas al menos, el lenguaje se ha ido convirtiendo en eje articulador de los medios productivos actuales, a partir de su papel en la tecnología, la economía o la organización del trabajo (lenguajes artificiales, teorías de la información y de los sistemas, teoremas de la lógica formal, juegos lingüísticos, imágenes del mundo). Paolo Virno ha llegado a definir nuestra época como “la época en que se ha puesto a trabajar al lenguaje mismo, en la que este se ha vuelto trabajo asalariado”.

Creo que esta centralidad de lo lingüístico da un nuevo giro al valor de la poesía, aun siendo su lugar el mismo que ya ocupaba. La poesía supone, cada vez y en cada poeta, la búsqueda de una lengua personal que sea, a la vez, un mundo; es decir: la búsqueda de una fisura por la que, en el sistema social y codificado de la lengua, aparezca de pronto algo nuevo, singular, que emita su propia energía. Ese momento de intensidad que ofrece el encuentro con un poema que capta la atención, esos segundos de lectura que nos conmueven y cuestionan, nos dicen y nos descubren. Un instante en que lo imposible se da como real. El trabajo de tensado de las palabras, una vigilancia extrema de sus sentidos e implicaciones, el peso de lo material y sonoro de la lengua, la ampliación continua de los límites a los que el pensamiento o la emoción pueden acceder… muestran a la poesía como conciencia crítica de la lengua, como crítica que la lengua se hace a sí misma convertida en acción.

Ha quedado junto al ordenador, mientras escribo, después de haberla usado como marcapáginas, una postal que reproduce uno de los fotomontajes titulados Pêle-mêle que el surrealista belga Louis Scutenaire realizó en 1934; la serie va montando y componiendo retratos de escritores y artistas del surrealismo y también de otros que admiraban. Este en concreto mezcla imágenes de Hölderlin, Baudelaire, Poe, Lenin, Mallarmé, Freud o Rimbaud. ¿Por qué Lenin –y podría decir, casi con el mismo sentido, por qué Freud– se mezcla con estos poetas que nunca se ocuparon de temas políticos, que (con la excepción de una breve etapa de Rimbaud) no se identificaron con la revolución social? Porque la acción política de la poesía no reside en los temas que pueda tratar o los mensajes que pueda transmitir, en la ideología que los poetas hayan tenido, sino en su labor crítica con la lengua. El ejercicio de la escritura implica un punto de desconexión con los códigos heredados, una vertiginosa (por más que humilde, minúscula, fugaz) apertura de lo posible: acción política transformadora en estado puro. Y más necesaria hoy, en este mundo saturado de discursos que he evocado.

De este modo, por aclarar los términos, la llamada poesía social –que pervive como otras prácticas poéticas tradicionales que producen textos según modelos o géneros– no es políticamente activa, porque en lo concreto de la escritura se comporta de forma acrítica, conservadora, pues busca, sobre todo, transmitir mensajes en un lenguaje normalizado y previsible. Los grandes poetas políticos –Maiacovski, Brecht, León Felipe, Blas de Otero…– no lo son por sus temas ni por sus ideas, sino por su trabajo en la lengua: con el mismo valor y altura que otros grandes poetas que nunca hablaron de política.

La lógica del poder conserva hoy sus rasgos constitutivos clásicos –la parcialidad respecto a las distintas capas de la estructura social (el carácter de clase) o el monopolio de la violencia permitida–, pero, gracias por ejemplo a la investigación de Foucault, sabemos que no se queda ahí: que ese poder es biopolítico –trata de determinar y controlar los cuerpos y la vida biológica– o que se extiende y difunde según una peculiar microfísica por todos los estratos de la sociedad y la experiencia, y nos alcanza a todos. Y esto también potencia el papel de la poesía en algo como la reconstrucción de lo privado (no lo privado que se opone a lo público, sino lo privado como lugar de una intimidad opuesta a la hipercomunicación y el consumo), la exploración de nuevas formas de lo colectivo, la elaboración de una temporalidad existencialmente consciente, un sentido del tiempo no programado ni inducido desde fuera, etc. Así, una escritura sin concesiones –“es poeta quien no perdona”, escribió Carlos Piera– puede convertirse en parte de la vida, inscribirse en el espacio cotidiano de todos. La poesía y las artes. Hace pocos días se preguntaba Elena del Rivero en una entrevista: “¿O no fueron las acampadas de la Puerta del Sol grandes instalaciones visuales del sentir contemporáneo?”

La lengua es espacio fundamental de lo político, y no solo en lo más evidente –presentación de programas, debates electorales o parlamentarios, redacción de leyes…–, sino, de modo decisivo, en la conformación de la realidad en la que vivimos y en el modelado de los puntos de vista –manipuladores o evasivos o críticos– desde los que la consideramos y juzgamos.

(Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla)

Fuente: [http://rebelion.org/noticia.php?id=210561]