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Sobre crisis, hegemonía y movimientos policlasistas

Edgar Celada Q.
Coeditor de la Revista Análisis de la Realidad Nacional / IPNUSAC

Resumen

La crisis general que vive el régimen cleptocrático es una crisis política profunda que, al menos parcialmente, es también una crisis de hegemonía. Esa una crisis nacida de un movimiento social policlasista, con fuerte presencia de las capas medias urbanas, característica que –según el autor– confirma una regularidad de los más importantes acontecimientos de la historia guatemalteca en el siglo pasado. Además de referirse a las conexiones simbólicas del actual movimiento social con sus predecesores, se propone la comparación de cinco hechos históricos en términos de actores y desenlaces, para dar sustento a la hipótesis de aquella regularidad policlasista. Finalmente, analiza las raíces de la hegemonía neoliberal, de las cuales el movimiento social en curso no ha logrado trascender, lo que explica el apego al fetiche de la institucionalidad y la resistencia a transformaciones que, eventualmente, podrían conducir a una democracia avanzada, distinta a la democracia de fachada ahora en agonía.

Palabras clave. Crisis general, movimientos policlasistas, capas medias, hegemonía, impunidad, democracia avanzada

De su naturaleza y alcances

La crisis que sacude a Guatemala aporta múltiples ángulos de análisis posibles. Uno de ellos se refiere a la caracterización misma de la crisis. Sin duda, es de naturaleza política: los mecanismos a través de los cuales se ejerce el poder de las clases dominantes quedaron al desnudo como efecto de sus propias contradicciones internas y se tambaleó el símbolo mismo de esa modalidad de ejercicio de la dominación. El Organismo Ejecutivo, encabezado por Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti Elías, se desarticuló y si bien no llegó a caer del todo (el presidente Pérez Molina es sostenido abiertamente por el gobierno de Estados Unidos y una fracción del empresariado), llegó a extremos de debilidad al borde mismo de la defenestración.

Casi un año atrás, entre septiembre y octubre de 2014, la crisis nos había ofrecido un anticipo de lo que viviríamos en los últimos dos meses y medio: la breve “rebelión de los jueces” que rodeó la elección de la nueva Corte Suprema de Justicia hizo patente “la crisis profunda de uno de los poderes del Estado, como resultado del abierto ‘reparto’ del poder Judicial por los otros dos poderes: el Ejecutivo (el actual y el potencial) y el Legislativo” (Celada, 2014: 18).

Pero no solamente el Ejecutivo hace aguas y el Judicial trasluce su espurio origen. Es el turno del Legislativo, con por lo menos media docena de diputados puestos en la picota pública de la corrupción, también se encuentra hundido en un sumidero de ilegitimidad e disfuncionalidad, que se ganó a pulso durante la más improductiva legislatura de que se tenga memoria.

Suma y sigue: “En estas condiciones, no queremos elecciones”, reza una extendida consigna callejera en la que se hace patente, también, el remezón que sacude el mecanismo a través del cual se remozan cada cuatro años las figuras a través de las cuales se ejerce el poder de la clases dominantes. Asidas y reagrupadas en torno al fetiche de la “legalidad” y el “orden constitucional”, las principales fracciones de la clase dominante volvieron inamovible la fecha de las elecciones generales del próximo 6 de septiembre, aun a riesgo de sembrar los vientos de nuevas tempestades de inestabilidad.

La simple visión de las portadas de los diarios confirma la que parece una verdad de Perogrullo: esta es una crisis política profunda, no episódica. Véase, por ejemplo la del Siglo Veintiuno del 26 de junio:

Recuadro 1:

La crisis reflejada en los medios

ACCIÓN. MP y Cicig solicitan antejuicio contra ex presidente del Congreso en gestión del PP.CASO. Se le señala por desvío de Q630 mil en el Parlamento. Creo lo expulsa de sus filas.

Sin esclarecerse contaminación en río La Pasión

Critican a CSJ por no definir caso de Stalling

Se frustra la selección de jefe de la SAT

sigloxxi

Cada uno de estos titulares (y las correspondientes notas informativas en páginas del diario tomado como ejemplo) están enlazados por el denominador común de la crisis que en ellos, los titulares, alude a otros ámbitos por los cuales se extiende: el ambiental, el judicial y el económico-financiero. Y así, sin buscar mucho, la realidad de la crisis se manifiesta en su carácter integral: hacia donde se mire, el sistema supura, se deshilacha en jirones de corrupción, negligencia, estulticia e incapacidad para cumplir con el mínimo de las garantías fundamentales escritas en la Constitución Política de la República de Guatemala.

A contrapelo del voluntarismo ciego de quienes se desvelan porque “no se rompa el orden constitucional”, la verdad es que el “pacto social” está roto y eso es parte, precisamente, de la crisis. Por eso es una crisis política profunda.

Crisis que, a su vez y en la perspectiva teórica desde la cual me sitúo, es una crisis de hegemonía. Esto es, que la forma en que las facciones y fracciones de la clase dominante venían ejerciendo el gobierno de la sociedad ha perdido legitimidad a los ojos de una parte significativa del conglomerado social y, en consecuencia, dejó de ser el “cemento ideológico” que hacía gobernable esta sociedad.

Sobre capas medias y movimientos policlasistas

Es casi un lugar común de las descripciones y análisis de esta crisis política, la afirmación de que son las “clases medias urbanas” las principales protagonistas de la movilización contra el gobierno de Pérez Molina y las causantes de la caída de Baldetti Elías, del descrédito en que se encuentra el proceso electoral y la extendida demanda reforma constitucional.

Aunque ese lugar común tiene una base evidente, su reiteración trasluce una ideológica negación de lo popular. Lo relevante es que, sin duda, asistimos a la reedición de un hecho recurrente en la historia nacional: el rol activo de las capas medias urbanas en procesos significativos en los cuales se ha ajustado o intentado cambiar el rumbo de la vida política del país. Pero es un papel protagónico que las capas medias urbanas han desempeñado con el concurso decisivo de contingentes populares (artesanos, obreros, empleados del comercio, comerciantes detallistas, pobladores).

La constante de nuestra historia política es la de movimientos policlasistas: lo ocurrido entre abril y julio de 2015 no ha sido la excepción. Como tampoco sería la primera vez en que la energía social movilizada, se tradujera en réditos políticos para fracciones de las mismas clases dominantes que juegan al gatopardismo.

Durante estos intensos meses de agitación, constantemente se ha volteado la mirada para buscar en nuestra historia antecedentes y paralelos. Hubo quien recordó, a propósito del posible desenlace de todo esto, cómo en la independencia conservadores y liberales se las arreglaron para “lograr un cambio de gobierno sin hacer olas” porque eso “le dio a una élite interesada en mantener sus prerrogativas la oportunidad de una solución política a la crisis que en procesos de transformación social, era: «dar atol con el dedo»”. (Arévalo, 2014)[1]

Apuntando hacia la reflexión sobre la coyuntura, Bernardo Arévalo establece el paralelo entre septiembre de 1821 y la crisis actual, señalando que en aquel momento

no existió presión social para empujar una transformación institucional sustantiva a partir de las reivindicaciones que podían tener los sectores subalternos: una incipiente clase media de comerciantes pequeños, burócratas y profesionales; una masa popular mestiza desperdigada en los arrabales urbanos y asentamientos agrícolas; una población indígena concentrada en sus comunidades (ibídem).

Tras de sentenciar que “la historia es explicación; no es condena”, Bernardo Arévalo apunta certeramente que

estamos en un momento crucial de nuestro proceso histórico, con un Estado corroído por la corrupción, el clientelismo y el patrimonialismo, que se rinde ante los intereses –en ocasiones criminales- de sectores de élite tradicionales y emergentes. Tenemos la oportunidad de construir un Estado democrático: la democracia electoral no es toda la solución al problema pero si ofrece una vía. Y la desesperación y el cansancio de la mayoría de la población con este orden de cosas son palpables. La pregunta es si sabremos hacerlo o si nos quedaremos saboreando un atol que nos administren con el dedo (ibídem). [2]

Pero donde más se han buscado paralelos y simbolismos históricos es en la Revolución de octubre de 1944, en sus líderes más connotados, Juan José Arévalo Bermejo y Jacobo Árbenz Guzmán. La idea misma de una “nueva primavera democrática” está impregnada de la afortunada metáfora de Manuel Galich que vio el decenio 1944-1954 como “diez años de primavera en el país de la eterna tiranía”.[3] En muchas pancartas levantadas en las manifestaciones de abril, mayo, junio y julio el rescate del vínculo con aquellos años fue una constante, como lo atestigua la imagen de la fotografía 1.

Fotografía 1

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Fuente: Tomada por el autor el 16 de mayo de 2015

El mismo sentido de reivindicación de la dignidad democrática nacional tienen los retratos de Árbenz Guzmán, circulando en pancartas y en redes sociales, con la cita textual de un fragmento de su discurso de toma de posesión como presidente de la República en marzo de 1951: “Jamás en la historia de América un país tan pequeño ha sido sometido a una presión tan grande. Hoy puedo agregar que nunca con tanto éxito ha triunfado la razón de un pequeño pueblo sobre la sinrazón de los grandes intereses fincados en nuestro país” (Árbenz, 1951)

Fotografías 2 y 3

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Fuentes: 2) Twitter :@Los100deArbenz y 3) tomada por el autor, mayo 2015.

Tampoco ha faltado el rescate de símbolos de otras generaciones de militantes democráticos y revolucionarios, de quienes se han apropiado especialmente los jóvenes universitarios que irrumpieron con fuerza en el actual movimiento social. Otto René Castillo, Rogelia Cruz Martínez y Oliverio Castañeda de León, entre otros, se convierten en inspiradores de una gesta que se intuye continuadora de las luchas en las cuales ellos ofrendaron sus vidas.

Fotografía 4

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Fuente: Facebook, autor desconocido

Muy ilustrativa es, por ejemplo, la fotografía 4, en la cual se expresa la ruptura de estos jóvenes con los símbolos mediáticos del status quo neoliberal (Gloria y Veneno) y su identificación con Rogelia (Cruz Martínez) y Oliverio (Castañeda de León).

Los katunes de la historia reciente

Si se comparan movimientos trascendentes de la historia sociopolítica de Guatemala, como se hace en el recuadro 2, es posible corroborar la constante de movimientos policlasistas, con la notoria confluencia de capas medias y contingentes populares.

Recuadro 2

Composición social de movimientos clave en el Siglo XX

Acontecimiento histórico Año(s) Actores principales Desenlace
Derrocamiento del gobierno de los 22 años de Manuel Estrada Cabrera. 1920 Artesanos y trabajadores urbanos, estudiantes universitarios, oposición conservadora Se establece un gobierno de centro-derecha encabezado por Carlos Herrera, derrocado en 1921 por militares cabreristas: la dominación finquero-cafetalera busca estabilizarse y lo hará finalmente bajo el liderazgo de Jorge Ubico a partir de 1929.
Derrocamiento de Jorge Ubico y Federico Ponce. 1944 Estudiantes universitarios, maestros, trabajadores urbanos, profesionistas, militares Se inicia un proceso democrático-revolucionario de diez años, interrumpido con violencia en 1954 por la intervención extranjera y el realineamiento de una parte de las capas medias y la pequeña burguesía con el proyecto oligárquico bajo la sombrilla ideológica del anticomunismo.
Movilizaciones populares contra el gobierno de Miguel Ydígoras Fuentes. 1960-1963 Militares jóvenes (13 de noviembre de 1960), magisterio, estudiantes de enseñanza media y universitarios, empleados públicos, partidos de centro izquierda y liberacionistas/anticomunistas desplazados por el ydigorismo. En marzo-abril de 1962 hay un clima pre-insurreccional, de conspiración en las alturas, ilusiones de vías electorales (frustrada vuelta de J.J. Arévalo), que el ejército resuelve por la vía del golpe de Estado del 30 de marzo de 1963. Sectores radicalizados de las capas medias y populares optan por la lucha guerrillera.
Movilizaciones populares contra los gobiernos militares de Kjell Laugerud y Romeo Lucas García. 1977-1980 Obreros industriales, trabajadores agrícolas, empleados públicos, maestros, estudiantes de enseñanza media y universitarios, pobladores de áreas marginales, partidos de la mediana y pequeña burguesía tolerados por el régimen militar-oligárquico. La eficacia del poder militar para contener la lucha social hizo crisis y llevó al régimen a escalar la represión hasta niveles de terrorismo de Estado, inscrito como elemento esencial del modelo militar-oligárquico de dominación.
Resistencia al “serranazo”. 1993-1994 Activistas de ONG, líderes sindicales y de otras organizaciones populares, activistas de derechos humanos, líderes de organizaciones empresariales, parlamentarios y partidos de oposición, periodistas y propietarios de grandes medios de comunicación, militares “institucionalistas”. La movilización social no llegó a tener grandes proporciones, su carácter más bien elitista derivó hacia acuerdos en la Instancia Nacional de Consenso, bajo la hegemonía de facciones oligárquicas que imprimieron su sello neoliberal a la “depuración” del Congreso y la reforma constitucional de 1994.

Fuente: Elaboración propia.

El carácter cíclico de nuestras transformaciones sociopolíticas, y específicamente de las grandes movilizaciones sociales, no se rige por un calendario exacto, pero sí aproximado de 20 años: en 1920 la insurrección obrero-artesana, estudiantil y de los “chancles” derrocó a Manuel Estrada Cabrera; en 1944, las manifestaciones de maestros y estudiantes (25 de junio) más el retiro del apoyo chancle y clasemediero a Jorge Ubico precipitó la renuncia de éste, y la acción cívico-militar (otra vez las capas medias) del 20 de octubre concluyó la tarea.

En 1962, con el empuje de estudiantes secundarios y universitarios, apoyadas por un movimiento obrero y sindical en recuperación, se produjeron las Jornadas de Marzo y Abril: se vivió un ambiente pre-insurreccional influido por los retumbos que sacudían a Latinoamérica como efecto expansivo de la revolución cubana. Pero esa vez el Ejército culminó a su modo el proceso en un sentido opuesto al de 1944, e inició el baño de sangre y terror del cual la sociedad está dando pruebas de recuperación cívica casi completa: ese es uno de los muchos significados de las movilizaciones de abril a julio últimos.

Las movilizaciones obrero-estudiantiles-campesinas de 1977-1980, cuyo punto más alto fueron las jornadas de octubre de 1978 (“Cinco Si; 10, huelga”) parecen una especie de inter-ciclo que no necesariamente invalida nuestros katunes sociopolíticos. Inscritas en la ola ascendente de las revoluciones democrático-populares centroamericanas (Nicaragua, El Salvador).

Como bien apunta Ricardo Sáenz de Tejada:

Entre 1973 y 1980 se dio un ciclo de movilización social y política urbana que no dio lugar al derrocamiento del gobierno, ni canalizó el apoyo social urbano a la insurgencia o a otro proyecto político.[4] Durante el período mencionado, amplios sectores de la población urbana incluyendo capas medias se organizaron y movilizaron en torno a distintas demandas. La respuesta estatal desarticuló dicho movimiento, de manera que cuando la acción militar insurgente llegó a su auge en la zona rural, no existió referente o contraparte en las ciudades (2011: 394).

Esas luchas expresaron la profundidad de la crisis de hegemonía del poder militar-oligárquico autoritario, frente a las cuales la respuesta principal de las clases dominantes fue el terror orientado no solamente a derrotar militar e ideológicamente a las organizaciones revolucionarias y guerrilleras, sino también a destruir todo vestigio de solidaridad y organización social contestataria, especialmente entre los trabajadores.

En Guatemala, nos dirá Marta Gutiérrez, el régimen “militar para poder disciplinar el ímpetu ciudadano y para mantener el orden social, sistemáticamente recurrió a la pedagogía del terror” (2011: 6), y, en palabras de Greg Grandin, se trató de un “terror preventivo y punitivo orquestado por el Estado y por las elites (que) fue clave para introducir el neoliberalismo en Latinoamérica” (2007: 21).

El efecto combinado del terror, la desarticulación de las organizaciones sociales y la ofensiva económica-ideológica neoliberal explica por qué, por último, la movilización social de 1993 contra el serranazo fue controlada y dirigida por “Los Cabales”, dejando al país una herencia gatopardista que en los siguientes 20 años degeneró en la cleptocracia que hoy está en crisis.

Luego que las fuerzas de seguridad contuvieron a los movimientos populares y establecieron la estabilidad –apunta Grandin– los gobiernos impulsaron esta ‘profunda transformación de conciencia’… a través del consumismo y las libertades individuales para aquellos que se sometían. Nuevos productos inundaron los mercados nacionales, llevando a la erosión de la clase obrera, de la ciudadanía y otras identidades colectivas (2007: 23).

Aludiendo a la experiencia de Chile, Tomás Moulian sintetiza procesos igualmente reconocibles en Guatemala: una sociedad

que valoraba grandemente la solidaridad y la comunidad fue transformada en una cultura burguesa basada exclusivamente en la competencia individualista… las estrategias individuales de sobrevivencia absorben por completo las energías de cada persona y no hay más aspiraciones que aquellas que se basan en los intereses individuales (citado por Grandin, 2007: 23).

Entre las múltiples diferencias entre Chile y Guatemala, cabe destacar que mientras en el país sudamericano la hegemonía ideológica neoliberal se estableció sobre una rescatada tradición de respeto a la legalidad democrático-liberal (obviamente violentada durante la dictadura pinochetista) y la supervivencia de la cultura organizativa partidaria, en Guatemala se montó sobre una cultura de ilegalidad e impunidad, rabiosamente anticomunista.

Hablando de nuestra inclinación por los eufemismos, escribí hace algunos meses que “el respeto de la legalidad no ha sido, precisamente, un rasgo distintivo del ejercicio del poder público. Ni el conservadurismo cuasi monárquico del carrerismo, ni los gobiernos ´liberales´ de la república finquera-cafetalera-bananera fueron modelo de apego a las propias leyes” (Celada, 2015: 17). La impunidad ha sido la norma histórica y no la excepción en el ejercicio del poder en beneficio de las clases dominantes guatemaltecas, las cuales aceptaron como “mal necesario”, las formas grotescas que esa impunidad adquirió entre 1966 y 1996.

“Democracia” alcahueta de la impunidad

La hegemonía neoliberal en Guatemala, vestida de corrección política y cantando loas al “fin de la historia”, al “fin de las ideologías”, toleró (alcahueteó, se diría coloquialmente) a los poderes paralelos mafiosos nacidos de la impunidad del pasado reciente, los dejó mimetizarse, organizarse en partidos tutifruti (sin ideología, sin proyecto de nación pero con dueño) y hasta sacó provecho de ellos para que hiciesen el trabajo sucio, necesario para imponer el modelo extractivista-depredador, al cual resisten valerosamente las comunidades indígenas.

De este modo el Frankestein contrainsurgente-terrorista-impune devino en político rapaz, en funcionario comisionista con cuotas de 10%, 20%, 30% y hasta 40%, en “empresario” de la seguridad y negociante de la inseguridad, traficante de armas y muy probablemente controlador de maras y sicarios.[5] Miasmas que están saliendo a flote en esta crisis y que dejan al descubierto la descomposición a la que condujo la alcahuetería oligárquica de la impunidad: la negación fáctica de los preceptos liberal-democráticos establecidos en la Constitución Política de la República de 1985. Hasta ese punto ha llegado la fractura en la crisis de hegemonía y de allí la emergencia de una sentida como extendida demanda de reformas constitucionales.

¿Tendrá el movimiento policlasista en curso la fuerza suficiente para empujar esa reforma y llevarla a las puertas de una democracia avanzada, o sucumbirá ante la inercia de la hegemonía neoliberal? Esa es la pregunta clave que tenemos por delante y para la cual cabe, solamente, apuntar respuestas fragmentarias y provisionales.

Una de ellas se refiere a que estamos ante la notoria pervivencia de un componente esencial de la hegemonía liberal-democrática, a través del “fetiche de la constitucionalidad”, el apego a la formalidad legal, a la apariencia y el cuidado de las formas, cuando es evidente la ruptura de toda la legalidad por parte de la principal cabeza del régimen cleptocrático.

Las muestras de autonomía ideológica en las calles no alcanzan para doblegar el temor del establishment a la democracia, a una democracia avanzada que sea la negación de su remedo agonizante. Eso explica el temor “institucional” a retrasar los comicios generales de septiembre y a satisfacer, así fuera parcialmente, la consigna ciudadana: “en estas condiciones no queremos elecciones”.

El status quo apuesta por diluir la movilización social a través de las elecciones: en ellas podrá medirse, de algún modo, hasta dónde las y los guatemaltecos estamos dispuestos a que solamente haya cambios cosméticos para que todo siga igual, o si, por el contrario, se sembraron los vientos de nuevas tempestades.

Referencias bibliográficas

Árbenz, Jacobo (1951). Discurso de toma de posesión del presidente Jacobo Árbenz. Accesible en Wikisource:

https://es.wikisource.org/wiki/Discurso_de_toma_de_posesi%C3%B3n_del_Presidente_Jacobo_%C3%81rbenz Visitado el 25 de junio de 2015.

Arévalo, Bernardo (2014). “La independencia fue contrainsurgencia” en Nómada, Blog, 22 de septiembre de 2014. Accesible en https://nomada.gt/la-independencia-fue-contrainsurgencia/ Visitado el 30 de mayo de 2015.

Celada, Edgar (2014). “Notas para leer la crisis en curso” en Revista Análisis de la Realidad Nacional. Edición Digital No. 60. Octubre de 2014. Guatemala: IPNUSAC.

Celada, Edgar (2015). “Los CIACS o la arqueología de un eufemismo” en Revista Análisis de la Realidad Nacional. Edición Digital No. 71. Octubre de 2015. Guatemala: IPNUSAC.

Contreras, J. Daniel (1951). Una rebelión indígena en el Partido de Totonicapán en 1820. El indio en la independencia. Guatemala: Imprenta Universitaria.

Galich, Manuel (1994) “Diez años de primavera (1944-54) en el país de la eterna tiranía (1838-1974)” en Velásquez Carrera, Eduardo (compilador) La revolución de octubre. Diez años de lucha por la democracia en Guatemala 1944-1954. Tomo I. Guatemala: Centro de Estudios Urbanos y Regionales / Universidad de San Carlos de Guatemala.

Grandin, Greg (2007). Panzós: la última masacre colonial. Latinoamérica en la Guerra Fría. Guatemala: Instituto Avancso

Gutiérrez, Marta (2011). Sindicalistas y aparatos de control estatal. Elementos para una historia del movimiento sindical. Guatemala: Secretaría de la Paz / Presidencia de la República.

IPNUSAC (2014). “Vinculación de las ‘maras’ con los poderes ocultos”, en Revista Análisis de la Realidad Nacional: edición digital No. 63, diciembre de 2014.

Sáenz de Tejada, Ricardo (2011). “La huelga de octubre de 1978: levantamiento urbano, insurrección y rebelión en Guatemala”. En Vela, Manolo, coordinador (2011). Guatemala, la infinita historia de las resistencias. Guatemala: Magna Terra Editores / Secretaría de la Paz de la Presidencia de la República.

[1] Aunque el texto de Bernardo Arévalo se publicó originalmente en 2014 (véase la referencia bibliográfica), el autor volvió a difundirlo en Facebook al calor de las primeras movilizaciones sociales que nos ocupan.

[2] En una comunicación con Bernardo Arévalo a través de Facebook el 31 de mayo de 2015, indiqué, a propósito del texto que vengo citando, que “los paralelos con la actualidad son muchos: el temor de las élites gobernantes a la acción autónoma del pueblo, que muchas veces las llevó a maniobrar para empujar salidas gatopardistas como la declaración de independencia. Eso quieren ahora, por eso resulta que quien durante muchos años fue el patrón de OPM, quien lo mantuvo a cargo de la seguridad y la inteligencia clandestina de su emporio empresarial, ahora, repito, «lo despide» y le pide la renuncia. Bien ganadas se tienen las pancartas que desnudan su hipocresía. Pero el paralelo mayor, por el que traje a cuento «la rebelión indígena en el partido de Totonicapán» (según tituló su tesis don Daniel Contreras), es precisamente que esta revolución democrática y pacífica que estamos viviendo requiere, como condición de su profundización y victoria la unión entre las capas medias urbanas indignadas, los trabajadores de la ciudad y el campo, y las comunidades indígenas cada vez más nucleadas en torno a sus autoridades ancestrales”.

[3] El propio Manuel Galich (1994: 53) aclara que la expresión original debe atribuirse a Luis Cardoza y Aragón. Dice: “Este título no es mío. Es una amarga y verdadera sentencia de Luis Cardoza y Aragón, inspirada en otra que los guatemaltecos atribuimos a Humboldt y gustamos de repetir en nuestra propaganda turística: ‘Guatemala, el país de la eterna primavera’”.

[4] En un llamado al pié de página Sáenz de Tejada explica que “con esto no se niega que líderes y miembros de las organizaciones sociales de este período se haya incorporado a las filas de las organizaciones guerrilleras, lo que se indica es que la mayoría de los participantes de estos movimientos y las redes de apoyo que se construyeron tendieron a apartarse de la participación luego de la represión desatada entre 1978 y 1980”.

[5] Sobre los nexos entre poderes paralelos, maras y sicarios véase el artículo “Vinculación de las ‘maras’ con los poderes ocultos” (Revista Análisis de la Realidad Nacional: edición digital No. 63, diciembre de 2014). Allí se dice, entre otras cosas que “al estudiar las maras se rozan poderes que funcionan en la clandestinidad, que se sabe que existen pero no dan la cara, que siguen moviéndose con la lógica de la contrainsurgencia que dominó al país por décadas durante la guerra interna. Y esos poderes, de un modo siempre difícil de demostrar, se ligan con las maras. En otros términos: las maras terminan siendo brazo operativo de mecanismos semi-clandestinos que se ocultan en los pliegues de la estructura de Estado, que gozan de impunidad, que detentan considerables cuotas de poder, y que por nada del mundo quieren ser sacados a la luz pública.”

Edgar Celada Q.
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