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Sin belleza no hay Tragedia

José Manuel Torres Funes

Asumiendo sin complejos que contamos poco para los que determinan los “gustos” y “criterios” del resto del mundo, habría que plantearse si vale la pena seguir explorando corrientes y escrituras donde apenas recogemos las sobras de una industria editorial globalizada.

¿Por qué concentrar los esfuerzos para recrear una “estética de la violencia”, que está a años luz de sus formas más sublimes? ¿Por qué no investigar y escribir sobre la “belleza” (para hablar en términos clásicos) amenazada permanentemente por la Tragedia?

Por ejemplo, las películas del realizador camboyano Rithy Panh, retratan increíblemente la dureza del genocidio de su país, pero son a su vez piezas pletóricas de belleza. De este lado del mundo, practicamos poco la escenificación de la belleza sin ser tampoco, hay que admitirlo, tan buenos retratando el “horror”. Hasta donde yo sé, ninguno de los países centroamericanos escribió la gran novela de la guerra, ni ha vuelto a nacer una pluma tan fina como la de Asturias, capaz de escribir el fuego y no calcinarse en él.

No se trata de renunciar a la voluntad de hacer denuncia, o de escribir fábulas en praderas verdes llenas de flores, no obstante, quizá habría que preguntarnos si acaso no estamos malogrando las oportunidades para ampliar nuestro campo de visión a fin de abordar otras maneras de narración.

La literatura, como he venido diciendo a lo largo de este ensayo, es la vida misma, un concepto infinitamente más extenso y generoso que el de la realidad.

Nuestros personajes deben entrar y salir de la Tragedia, no querer autoproclamarse la Tragedia misma.

Dicho con más simpleza: sin belleza no hay Tragedia.

Nuestra posición satelital, periférica o marginal, como quiera llamarse, es a la vez una imposición que debe vencerse, no un estatuto al que debemos acoplarnos. Para las grandes corrientes de la industria cultural está bien si escribimos novelas tipo “La virgen de los sicarios” de Fernando Vallejo, pero las puertas están vedadas si nos atrevemos a escribir una obra sobre Auschwitz, el genocidio de Ruanda o el Proyecto Manhattan, por citar casos elocuentes que sí se abordan desde otras latitudes. Tampoco nos son accesibles ni los best-sellers, ni la literatura mainstream como “Harry Potter”.

Nosotros, los centroamericanos, los grandes portones de la cultura occidental, los miramos desde afuera; ¿tendríamos que forzar nuestro ingreso a punta de porrazos como si lo han hecho escritores latinoamericanos de otras nacionalidades (pienso en un Sergio Pitol o en Álvaro Mutis, casos de por sí, excepcionales)? Es una opción, pero no la única.

Quizá antes de querer forzar nuestra entrada y correr el riesgo de llevarnos desencantos horribles, habría primero que rechazar la idea de “nichos de mercado”. Una mayor toma de consciencia radica en asumir la escritura como un acto de libertad, donde lo político y lo social no se impone como un deber, sino como una condición que se debe asumir con una ética y disciplina intelectual. Así estaremos más al abrigo de las modas y consecuentemente, de ese nicho que siempre nos quiere “marginales” o “periféricos”.

Los escritores de este istmo olvidado e intrascendente somos esos “oprimidos por las figuras de la belleza”, como diría Leonard Cohen. Pero en este caso, la condición de “oprimidos” es un vehículo –y no un obstáculo– hacia los otros linderos del arte, esos que ya no interesan al capitalismo, demasiado ocupado en hacer negocios como para ponerle atención a estas llanuras fértiles y despejadas donde pueden cultivarse todavía los relatos que ya dejaron de escribirse.

Quizá antes de querer forzar nuestra entrada y correr el riesgo de llevarnos desencantos horribles, habría primero que rechazar la idea de “nichos de mercado”. Una mayor toma de consciencia radica en asumir la escritura como un acto de libertad, donde lo político y lo social no se impone como un deber, sino como una condición que se debe asumir con una ética y disciplina intelectual. Así estaremos más al abrigo de las modas y consecuentemente, de ese nicho que siempre nos quiere “marginales” o “periféricos”.

José Manuel Torres Funes