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Ligera sátira sobre el sueño eterno, con ocasión del día de quienes ya dieron la brazada sideral.

La prueba de que nuestra civilización se asienta sobre los pilares del miedo está en que vivimos la vida como si jamás fuéramos a morir. Por eso es que cuando alguien fallece, aunque se trate de un nonagenario, fingimos estupor como si aquello se tratara de un hecho excepcional y no de la norma más común de la existencia.

La alegría que a veces causa la muerte ajena es algo que nuestra cultura esconde a pesar de que su obviedad se expresa con estridencia en las lloronas a sueldo, en las misas cantadas, en las exégesis de los servicios fúnebres en que se rinde homenaje a las cenizas de quien en vida fuera una especie de divinidad menor, y en la alegría de los velorios populares, cunas del humor de barriada y de borracheras de alegre tristeza por el que “se nos fue” o “se nos adelantó”.

¿No sería más sensato que los niños recibieran una educación para la muerte así como reciben una educación para la vida, y que algo tan normal no se rodeara de tanto melodrama y tanta parafernalia? Después de todo, no se trata sino de un dolor tanto más insoportable cuanto más fingido. ¿O es que no resulta insufrible una viuda llorando no por el marido que en buena hora se fue, sino por su propia vida echada a la basura al lado del irresponsable, y unos niños gimoteando no por el padre borracho que quiso parar un camión en plena calle, sino porque les atormenta que su madre pegue de alaridos como cuando le repetía al insensato que se largara de una buena vez?

Hay en España un dicho axiomático que se puede usar para prometer puntualidad, eficiencia y lealtad: “Seguro como la muerte”. Es irrebatible porque vaya si la muerte no es segura. De hecho, es la única profecía que tenemos al alcance los seres comunes y corrientes. Y es además una dama democrática porque no discrimina. Ya lo decía Horacio, el célebre poeta latino del siglo I antes de Cristo: “La pálida muerte llama por igual a las chozas de los pobres que a los palacios de los reyes.” En esto me siento hermanado con oligarcas, militares contrainsurgentes y neoliberales wannabes.

En México, el Día de Muertos es fiesta nacional: música, comida, bebida y baile se despliegan dizque para los difuntos en todo panteón que se respete. En Guatemala, el Día de los Santos la gente acude a los cementerios a conversar con sus finados y a devorar fiambres y bebidas espirituosas en su nombre. Otros, como en el camposanto de San Juan Perdido, en Santa Lucía Cotzumalguapa, beben un trago y vierten el siguiente sobre la tumba del ser querido, hasta que el vivo queda medio muerto sobre el promontorio del difunto en un sopor parecido al sueño eterno.

A pesar, pues, de la fingida excepcionalidad que le adjudicamos a la muerte, ésta es, junto a la vida, una presencia rutinaria. El imaginario popular le rinde culto en forma de San Pascualito Rey o de la mismísima Santa Calaca. Es el Yin de nuestro Yang. La sombra que hace posible nuestra luz, sin la cual ninguna vida tendría sentido, ya que el sentido de la vida se forja en razón de que se acaba. Si fuera eterna no habría necesidad de que lo tuviera, pues su sentido es social, es decir, remitido al prójimo que también es mortal.

Nuestra civilización se asienta sobre los pilares del miedo, y no es para menos si tomamos en cuenta que no se nos educa para la muerte sino para vivir como inmortales. Somos instruidos en la mentira por mentores cuyo lema es que sólo su verdad nos hace libres, pues para ellos la muerte es un negocio que les permite pagar por adelantado su temido funeral.

Mario Roberto Morales
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