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Un siglo de la muerte de Rubén Darío

Rubén Darío, un epitafio

El 6 de febrero se cumplieron cien años de la muerte de Rubén Darío, uno de los poetas centroamericanos más influyentes. Mónica Albizúrez reexamina su figura.

Mónica Albizúrez

Ilustración de PxMolinA / Confidencial.com.ni

Ilustración de PxMolinA / Confidencial.com.ni

Rubén Darío, desde el movimiento

Rubén Darío camina acompañado del escritor argentino Manuel Ugarte en una calle parisina. Lleva debajo del brazo algo envuelto. Ugarte se da cuenta de la inquietud de Darío y pregunta. Darío, nervioso, contesta que lleva unos cubiertos de segunda mano. Cuál es el problema, inquiere Ugarte. Darío contesta que, por esas casualidades macabras de la vida, puede cruzarse con un policía y, entonces, este podría pensar que es un ladrón. Él no sabría defenderse. Duda si debe arrojar los cubiertos al Sena. Así retrata Ugarte, en Escritores Iberoamericanos, la timidez de Darío. Su angustia por cosas nimias. Su imaginación que altera dimensiones. La falta de soltura en tierra extraña. Condiciones estas opuestas a la teatralidad de otro compatriota centroamericano, Enrique Gómez Carrillo, dispuesto a ocupar el primer foco, donde fuera. Hábil constructor de una imagen.

Lo sorprendente es que aquel perfil temeroso de Darío no concuerda con las incontables rutas y estaciones que conforman su vida. Porque si algo define las opciones de vida y de trabajo de Darío fueron la movilidad en busca de empleos, de mejores expectativas, de contactos culturales nuevos. Darío fue un migrante: De León a Guatemala a Santiago de Chile a Paris a Buenos Aires a Madrid, en idas y regresos. Además de visitas intermitentes aquí y allá: New York, Río de Janeiro, Lima. Parece una redundancia, pero vale la pena afirmar el carácter cosmopolita del poeta. Y es que en algo se parece el fin de siglo XIX y el XXI que hemos iniciado: la globalidad como experiencia. Darío tuvo claro que su límite, aquello que lo podía mutilar como escritor en aquellos tiempos globales, era quedarse. Digamos que su terror fue ser provinciano. Relacionarse con la misma gente, cargar con el control del pequeño pueblo, verse rodeado de imágenes reiteradas. Silvia Molloy, estudiosa de Darío, afirma que la palabra “ansia” se repite constantemente en su poesía. Ansia es lo que empujó a Darío y a otros escritores modernistas a romper sus propias ataduras provinciales: dejar complejos, orígenes periféricos, miedos frente al modelo europeo. Lanzarse al mundo.

Parece una redundancia, pero vale la pena afirmar el carácter cosmopolita del poeta. Y es que en algo se parece el fin de siglo XIX y el XXI que hemos iniciado: la globalidad como experiencia. Darío tuvo claro que su límite, aquello que lo podía mutilar como escritor en aquellos tiempos globales, era quedarse.

Tal vez esa ansia de la movilidad empiece más allá de la propia voluntad de Darío. Me refiero a su infancia. Rubén Darío nace en Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa, el 18 de enero de 1867. Para entonces, el matrimonio de sus padres ya está roto. La madre, Rosa Sarmiento, había huido del hogar conyugal. Edelberto Torres en la Dramática vida de Rubén Darío indica que Manuel García, el padre de Darío, tenía problemas graves con el alcohol y trataba a Rosa “con poco miramiento, no la respetaba como esposa”. Abuso doméstico, en lenguaje de hoy. Y como patrones típicos de este, Rosa vuelve con García. La convivencia fracasa, Rosa huye de nuevo a casa de una tía, Bernarda Sarmiento. Allí Rosa se enamora de un estudiante pensionista, se va con él a San Marcos de Colón en Honduras. Rubén Darío permanece con ella un tiempo. Finalmente, es entregado a Bernarda Sarmiento, bajo cuyo cuidado crece y se hace adulto. Se apropia del nombre de un antepasado paterno utilizado por la familia como apellido, y funda su identidad: Rubén Darío.

La movilidad implica relativizar orígenes. Desde el nacimiento, Darío lo cumple.

Rubén Darío: poeta y periodista

Ángel Rama, temprano estudioso de la poesía de Rubén Darío en la década del 70, afirmaba: “Todo poeta actual, admire a Darío o lo aborrezca, sabe que a partir de él hay una tradición poética.” ¿Cómo adquiere Darío ese carácter fundador de una tradición? ¿Frente a qué literatura reacciona Darío? El mismo confiesa en la Historia de mis libros que la poesía debía dejar de celebrar “las glorias de los criollos, los hechos de la independencia y la naturaleza americana”. En pocas palabras, la poesía debía dejar de ser exclusivamente patriota, en el peor caso patriotera. El trabajo poético no debía reducirse a mitificar gestas colectivas ni paisajes edénicos. Seguir caminos individuales: esa era la ruta. Digamos que a Darío le desesperaban los lugares comunes de lo nacional.

En contraposición, a Darío le seducen la imaginación y la técnica. En cuanto a la primera, aparecen las ninfas, los cisnes, las malaquitas, las princesas de boca de fresa, los pavos reales, las perlas de Ormuz en poemas que generaciones enteras hemos repetido, tal vez sin entender el pasado contra el cual Darío escribía. De tal manera, para Darío había que imaginar lo lejano, ir tras lo ajeno, plantar frente a la patria lo diferente, lo exótico, confrontar diferencias. Y, sobre todo, había que transformar la lengua. En tal sentido, Darío trabaja con pasión y minucia los ritmos, la versificación, el estilo, las combinaciones de palabras. La técnica es un gran tema en la sociedad y el arte del siglo XIX. Darío lo sitúa como centro de su trabajo: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, es el verso inicial del poema que cierra el libro Prosas profanas y otros poemas.

Pero la poesía no daba de comer. Es la realidad que lleva a Darío a las salas de redacción de los periódicos, que a finales del siglo XIX experimentaban grandes cambios: se debía ofrecer novedad y sensación, se afianzaba la figura del reportero, se requerían crónicas para narrar y describir lo que pasaba en ese mundo, cada vez más interconectado. La llegada al periodismo, tanto de Darío como de otros escritores contemporáneos a él, fue difícil. Significó acomodos en la forma de ser y escribir. Muchos de ellos soñaban con la escritura de poemas y novelas. Sin embargo, como Julio Ramos lo demuestra, fue en el periodismo, y muy particularmente en la crónica, donde el escritor hispanoamericano entra en contacto con las industrias culturales, el gusto del gran público y los acontecimientos que se gestaban en distintas partes del mundo. La elección imposible de estos escritores fue informar o hacer literatura. Lo que logran es informar y hacer literatura.

Pero la poesía no daba de comer. Es la realidad que lleva a Darío a las salas de redacción de los periódicos, que a finales del siglo XIX experimentaban grandes cambios…

Vale la pena releer hoy, por ejemplo, las crónicas que Darío escribe sobre la crisis nacional que atravesaba España en 1898. Allí había llegado por encargo del periódico argentino La Nación. Fragmentos de esas crónicas adquieren gran actualidad, a la luz de la España de la crisis del siglo XXI: precariedad en las calles, desempleo, limitación de recursos en la educación, cinismo en las élites políticas. Darío recorre una España “amputada y doliente”, percibe “una exhalación de organismo descompuesto”, observa a “políticos que parecen nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido”. Pero también Darío ve en la lucidez de una juventud española la posibilidad de un camino nuevo: “Hay un rumor. ¿Es una resurrección? No; es un despertamiento”. Constatación esta de un ayer que también puede aplicarse en clave presente.

Darío y las muchedumbres

Es famosa la declaración de Darío en el prólogo de Cantos de vida y esperanza: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”. Los procesos de democratización social en transición del siglo XIX y XX –con límites evidentes– amplían el acceso a la cultura. Inmigrantes, obreros, mujeres, clases medias y burguesías emergentes empiezan a leer, ocupan un lugar en el mercado cultural. José Martí sentencia: “Lo bello es dominio de todos”. Muchos intelectuales latinoamericanos reaccionan con recelo. Constatan que su autoridad está en juego. Los gustos de la masa producen pavor: lo visual (fotografía, ilustración, panópticos) desplaza a la palabra, los parques de diversiones se extienden, las caricaturas se disfrutan, el teatro de barrio entretiene, novelas melodramáticas por entregas se venden con gran éxito. Novelas cuyo guion se reescribirá con éxito en el siglo XX: la costurerita/la empleada que se enamora del patrón, con engaño y final feliz incluidos.

Darío participa de ese miedo. Pero en aquella declaración de Cantos de vida y esperanza se impone un sentido realista. Se escribe para ser leído. Se crea cultura para consumir. Hay que poner el arte en el mercado, responder a lo que la gente le pide del artista. Y desde esa petición, aparecen escenas y narraciones que formarán parte del gusto literario popular de Hispanoamérica. Es el caso del archiconocido “A Margarita Debayle”. Darío posiblemente pasaba unos días en la casa del médico Louis Henri Debayle y la hija le pide un cuento al visitante. Darío compone el poema: quiere satisfacer el gusto de esta y todas las niñas. Para ello, hace uso de la musicalidad y del halago: “Las princesas primorosas/ se parecen mucho a ti: /cortan lirios, cortan rosas, /cortan astros, son así.” Después, a través de los años, este poema pasará al canon de la literatura infantil. El objetivo pragmático de Darío está cumplido: es leído a gran escala.

En otros versos, el motivo de deshojar la margarita en pleno trance amoroso convoca a los lectores. Lo cursi es evidente: “Tus labios escarlatas de púrpura maldita/sorbían el champaña del fino baccarat;/ tus dedos deshojaban la blanca margarita, /ʻSí…no….sí…noʼ ¡y sabías que te adoraba ya!”. Y así abundan los ejemplos.

Los gustos de la masa producen pavor: lo visual (fotografía, ilustración, panópticos) desplaza a la palabra, los parques de diversiones se extienden, las caricaturas se disfrutan, el teatro de barrio entretiene, novelas melodramáticas por entregas se venden con gran éxito.

Estas opciones de Darío traen también consecuencias. El ensayista uruguayo José Enrique Rodó no tarda en afirmar con contundencia: “Rubén Darío no es el poeta de América”. ¿Quién debe ser ese poeta según Rodó? Ese poeta debería ser el que exaltara con una voz fuerte la identidad latinoamericana y defendiera sin titubeos la cultura frente a la amenaza del mercado y de las masas. En la visión de Rodó, en la cultura solo participaban los mejores, los educados, los hombres viriles, los que veían el mercado como una caída. Nada tenía que ver aquella cultura con princesas, margaritas deshojadas o labios escarlatas. La individualidad de Darío por esos caminos del sentimentalismo y el gusto popular lo alejaban de la cultura latinoamericana legítima, la imaginada por Rodó y muchos intelectuales varones de la época.

Costos y rumbos finales

La obra de Rubén Darío es extensa. Basta revisar los catálogos digitales: poesía, ensayo, artículo periodístico, crónica, cuento, autobiografía. Al empezar el siglo XXI, la obra dariana se reedita y se lee críticamente con gran y renacido interés, desde distintas perspectivas. Pocos autores logran esto: que sus textos admitan cien años después nuevos enfoques. Lo dicho se relaciona con el valor que la crítica Graciela Montaldo le otorga a Rubén Darío y otros escritores modernistas: por primera vez los escritores latinoamericanos se cotizaron en los centros de prestigio cultural. Desde la distancia con la tierra y desde opciones individuales, llamaron la atención sobre la existencia cultural de Latinoamérica y Centroamérica en un mundo que condenaba esas regiones al margen.

Buscando en internet encuentro un artículo de Rigoberto Bran Azmitia, responsable de que la Hemeroteca de Guatemala haya sobrevivido a través de decenios. En ese artículo, Bran Azmitia hace un recuento de dos estadías de Darío en Guatemala: en 1890 cuando tenía veintitrés años y fundó el periódico literario El Correo de la Tarde, y en 1915 gravemente enfermo. La primera estancia está llena de proyectos y de contactos, incluso la celebración del matrimonio con Rafaela Contreras. La segunda, incómoda y humillante. La primera Guerra Mundial ha estallado. Rubén Darío emigra a Nueva York. Allí, enfermo y en la miseria, acepta el apoyo económico del dictador Manuel Estrada Cabrera para venir a Guatemala. Esta ayuda de por sí problemática, no es además gratuita. El poema “Mater Admirabilis” dedicado a la madre de Estrada Cabrera es testimonio de la contraparte exigida.

Después de unos meses, Rubén Darío es trasladado a Nicaragua. Allí fallece el 6 de febrero de 1916. El suyo fue un funeral multitudinario. El título de su propio libro podría servir de epitafio: el canto errante.

Fuente: Plaza Pública [https://www.plazapublica.com.gt/content/ruben-dario-un-epitafio]

Mónica Albizúrez
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