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Los empresarios y finqueros “escuadronistas” ya empezaron a hacer el listado de sus enemigos, y éstos a hacer el de aquéllos.

La representatividad es el mecanismo que garantiza el control político del poder por parte de la ciudadanía. Pues es el pueblo quien delega su representación en quienes detentan el poder. Sin ella, un político ejerce un poder ilegítimo. A lo largo de toda la dictadura militar-oligárquica guatemalteca (1954-1986), y de entonces a la fecha, ningún gobierno ha tenido plena representatividad, pues ya haya sido por fraude o por abstencionismo, la cantidad de votos con que los gobernantes han ganado no los hacen representativos de los intereses ciudadanos.

La llamada “razón de Estado” se refiere al criterio bajo el que un gobierno toma medidas que convienen a la mantención del poder en un Estado representativo. Los militares contrainsurgentes y los empresarios y finqueros fascistas justifican así el genocidio de los años 80 en contra de la población civil desarmada e indefensa. Dicen que las matanzas las hicieron por “razón de Estado”, lo cual quizá tendría alguna validez jurídica (lógica, no moral) si no fuera porque a un Estado sin representatividad no lo asiste esa “razón” para justificar hechos que, además de haberse perpetrado en interés de grupos específicos, constituyen delitos de lesa humanidad.

El terrorismo de Estado ―dentro del que se incluye la táctica de “tierra arrasada” para “quitarle el agua al pez” que el Ejército estatal de Guatemala desplegó en los años 80― es condenado moralmente si lo aplica un gobierno con representatividad ―como el de Hitler, por ejemplo―, y es condenado jurídicamente si lo perpetra un régimen sin ella ―como es el caso de los gobiernos de la dictadura militar-oligárquica guatemalteca. El terrorismo de Estado guatemalteco se ejerció mediante la tortura, el asesinato selectivo y el genocidio de comunidades civiles desarmadas.

La ley castiga el delito de asesinato y también el de genocidio, por lo que tanto los asesinatos (que no el genocidio) perpetrados por las guerrillas, como las masacres cometidas por el Ejército estatal de Guatemala entre 1960 y 1996, deben sujetarse a la ley y al sistema de justicia, según los requisitos que tanto la ley como el sistema judicial prescriban para el efecto. Así es que si se prueba que un guerrillero mató a alguien (no como un acto de guerra sino en calidad de delito común), y si se prueba que un empresario o finquero financió (no como un acto de guerra sino en calidad de iniciativa personal) escuadrones de la muerte para torturar y asesinar a ciudadanos de ideología contraria, ambos deben ir a juicio.

Los empresarios y finqueros “escuadronistas” ya empezaron a hacer el listado de sus enemigos, y éstos a hacer el de aquéllos para denunciarlos. Estas acciones surgen porque “la paz” no implicó la solución de las causas de la guerra y porque la reconciliación pasa por la deducción legal de responsabilidades históricas. Mientras eso no ocurra, por mucho que cacareen los ignaros que insisten en “olvidar el pasado y mirar hacia adelante”, el conflicto armado seguirá vivo como una llaga purulenta y no nos dejará dormir ni trabajar en paz. Hay todavía suficiente odio en una y la otra parte como para que la violencia política reemerja. Eso lo saben tanto unos como los otros. A usar entonces la ley con responsabilidad y a no manipularla como una vulgar arma de venganza sectorial. Esto vale también para el próximo gobierno, que tampoco tiene representatividad.

Mario Roberto Morales
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