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Las elecciones sólo serán útiles si los ganadores convocan a los perdedores a converger en un plan de desarrollo capitalista moderno.

El engaño y la decepción llevan a la desesperanza y al escepticismo como mecanismos de defensa contra el dolor que nos produce la desilusión, sobre todo si ésta es reiterada y pertinaz. En el plano individual, Nietzsche lo sintetizó en este aforismo de su libro Más allá del bien y del mal: “Lo que me abruma no es que me hayas mentido, sino que ya no pueda creerte en lo sucesivo”.

Lo que duele no es tanto la mentira cuanto el escepticismo en el que aquélla nos hunde, pues el descreimiento es un estado emocional solitario y desolado. Tras la defensiva máscara de la sonrisa sardónica y el comentario mordaz, hay un rostro compungido por la incapacidad de creer y luchar por algo que nos haga mejores. La desesperanza producida por el desengaño es duradera si no se tiene plena conciencia de que esta o aquella falencia humana siempre es superable, aunque no lo sea en nuestro tiempo de vida; y que bien podemos luchar porque esa superación advenga cuando ya no estemos presentes, con lo cual logramos realizarnos como seres perfectibles independientemente de que veamos o no cumplidas las metas sociales y políticas a las que dedicamos el esfuerzo de toda nuestra vida.

Mi país ha sido víctima del desengaño desde 1954 (para remitirnos a la más reciente de nuestras subdesarrolladas modernidades). La frustración política sufrida por la mayoría de la población en aquel año pudo haber sido superada si no hubiera sido porque la desesperanza fue cultivada minuciosamente por las fuerzas que perpetraron la traición al pueblo, aplicando el terror como recurso de gobernabilidad. Desde entonces, la frustración política ha sido la impronta que caracteriza la mentalidad nacional, con el cinismo y el descreimiento resultantes en calidad de mecanismos de defensa contra el dolor de vivir en un país que, teniendo todas las condiciones materiales para ser próspero, las fuerzas conservadoras han convertido en una pocilga de corrupción y violencia. Este ha sido el precio que el pueblo ha pagado por el bienestar de una minoría que no ha sabido pasar de clase dominante a clase dirigente, y que se caracteriza por su ignorancia y su bestialidad.

¿Cómo no va a estar abrumado este pueblo si es incapaz de creer en su clase política? ¿Cómo no va a estar desesperanzado si desde 1954 el control estatal ha sido un mecanismo para preservar la dominación de una minoría que no entiende los tiempos que corren y que no acepta que el desarrollo capitalista no se alcanza mediante el mercantilismo y las prácticas monopólicas, sino estimulando la pequeña empresa para que haya cada vez más empresarios, más empleos y más gente próspera? Sin entender el capitalismo, esta minoría mata en su nombre y arremete contra el fantasma del “socialismo”, entendiéndolo como todo lo que no sea alinearse con los designios de su mentalidad feudal, desfasada ya desde el fatídico 54.

No se trata de instaurar el socialismo, sino de desarrollar el capitalismo. Para lograrlo hace falta incorporar a toda la población a la producción, circulación y consumo de mercancías. Es decir, al empleo y el salario. También hace falta converger políticamente. Las próximas elecciones sólo serán útiles si los ganadores convocan a los perdedores a converger en un plan de desarrollo capitalista moderno. El problema no es “la violencia” ni “la pobreza” ni “el narco” en sí mismos. Es la falta de productividad, que los causa. Si logramos producir para forjar un mercado interno dinámico y en democracia, nuestro pueblo podrá volver a creer.

Autor: Mario Roberto Morales

Mario Roberto Morales
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