Descenso de un ciudadano a-político al infierno de un dios inquisidor, una patria de criollos y una libertad neoliberal.
Una mujer muy parecida a Morticia, la esposa de Gómez Adams, se me aparece a la vuelta de cada esquina viéndome con ojos perversos y sonrisa diabólica. Me sigue con la mirada hasta que he doblado en alguna calle y, unos metros más adelante, vuelve a aparecérseme implacable, sonriendo irónica siempre y con un brillo maligno en los ojos que me hace pensar en que si llegara a atraparme me chuparía la sangre.
Se halla agazapada tras unos paneles de plástico que la protegen de la intemperie, y detrás suyo vuela borroso un pájaro verde. Siempre que la miro me pregunto ¿en dónde he visto yo esos ojos, esa mirada de orate desquiciado? A veces, no sé por qué, imagino ese gesto detrás de unos bigotes medio hitlerianos que se mueven con una boca que increpa, juzga, condena y aprueba como un tonante Júpiter tropical, vestido con fatigas camufladas y que invoca a un dios castigador e intolerante de cuya voluntad esos bigotes, esa mirada y esa sonrisa son expresión terrena, fatal y apocalíptica.
De pronto, doblando otra esquina (¿por quién doblan las esquinas? se preguntaba Guillermo Cabrera Infante), se me aparece un resplandeciente ángel de breve pelo blanco, túnica impoluta y sonrisa de yo no fui. Detrás de él hay un cielo azul patria atravesado por leves nubes de algodonada textura, que parecen emanar del níveo albor de este ángel inocente y tímido. Tan tímido que esconde sus alas de los transeúntes que lo miran extrañados. Sin saber por qué, me viene de golpe al recuerdo aquel corrido de la revolución mexicana que decía: “Si Adelita se fuera con otro, la seguiría… en un tren militar”.
Cuando una nueva esquina se abalanza sobre mí, veo a un enterrador sonriente que propone “orden”, y yo siento que pronto propondrá “progreso”. Amparado por el mismo dios de Morticia, el enterrador ofrece una patria como la del ángel blanquísimo y una libertad para que él, sus familiares y amigos puedan comprar un Centro Histórico cuyas esquinas supuren mercachifles purulentos. Es decir, un dios de inquisidores y asesinos, una patria de criollos y una libertad de neoliberales.
En este descenso al infierno se me aparecen más monstruos: ancianos chochos que dicen ser “diferentes”, pastores evangélicos guiando su rebaño hacia un despeñadero, generales contrainsurgentes que coleccionan orejas de guerrilleros para hacerse collares con ellas y colgárselos al cuello; especímenes que miran al cielo ¿en busca de ovnis?, ¿de señales divinas? Otros me apuntan con el índice, pero su gesto neutro no me deja descifrar para qué me señalan; y otros me sonríen sin más, con el rigor mortis de los malos actores.
El descenso sigue. Y el peligro acecha a los ciudadanos a cada esquina que dobla ¿por quién? El bestiario se repite interminable. Una paloma blanca y voladora se para sobre una mano dura. Esto se parece a una de esas alucinaciones descritas en el libro más surrealista de todos los tiempos, el Apocalipsis. Seguimos bajando. Mis compatriotas me acompañan en el descenso. A cada vuelta de esquina aparece un nuevo monstruo o se repite uno viejo. Todos queremos tocar fondo para empezar a subir, pero la sonrisa de Morticia nos persigue, la Adelita en su tren militar nos acosa la memoria; el enterrador (su dios, su patria, su libertad) quieren desangrarnos.
Tocamos fondo. Arriba, una luz de salida alumbra una escalera hecha de muertos, dolor y frustraciones. Emprendemos el ascenso. Vamos felices porque sabemos al fin por quiénes doblan las esquinas en este laberinto. Y queremos aplastarlos.
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