De la Sierra del Escambray a la Montaña del Espacio. Pequeña crónica de un periplo contrastante.
Agradezco los mensajes de Carlos René García Escobar, Dieter Lenhoff y Paulo Alvarado (en orden de recepción), informándome sobre los esfuerzos, logros y limitaciones de los musicólogos guatemaltecos en cuanto al rescate y divulgación de nuestro patrimonio musical. Algunas cosas ya las sabía. Otras, no. Gracias por ambas.
Pero la vergüenza que sentí en Cuba cuando asistí a un concierto de música guatemalteca del siglo XVI interpretada por un grupo cubano, no brotó de que los musicólogos guatemaltecos no hicieran su trabajo, sino de que en aquello constaté una vez más la vocación latinoamericanista de la cultura cubana y, a la vez, el hecho de que nuestro país carece de un estamento ad hoc que dicte una política cultural que use nuestra obra artística para concitar cohesión social, legitimación política e identidad en nuestro pueblo, de modo que esta tarea queda en manos de unos cuantos individuos solitarios o agrupados que de buena fe la realizan como pueden, y por eso mismo el patrimonio cultural no llega como debiera a la ciudadanía de la calle ni cumple más función social que el deleite de unos iniciados. Lo he vivido en la literatura y la producción intelectual que piensa el país en el contexto regional y mundial. A eso me refería. No estaba negando la labor de musicólogos como mi buen amigo Enrique Anleu Díaz (en el Centro de Estudios Folklóricos de la USAC), ni el de Dieter Lenhoff o el de Paulo Alvarado, entre otros. Espero que el orgullo y la vergüenza de mi artículo anterior queden ahora mejor explicados.
Lo divertido es que salí de La Habana el viernes 28 de enero y cambié de maleta en Guatemala para llegar a Miami y Tampa el sábado 29. Del desbordado vacilón cubano a la contenida asepsia gringa, pasando por la tragicómica “pena” chapina, en 24 horas. Buen contraste, ¿no?
Vine a La Florida para llevar a dos de mis nietas a Disneyworld. Allí, el contraste se me hizo más divertido porque pensé que el periplo transcurría de la Sierra del Escambray en Cienfuegos -la hermosa ciudad de Beny Moré y donde sesionó el jurado del Premio Casa de las Américas- a la Space Mountain en Magic Kingdom -a la que subí con mi nieta de 12 años y en donde los mineros chilenos, que fueron rescatados de su socavón en transmisión mediática directa hacia todo el planeta, desfilaban junto al Pato Donald saludando a sus fans al estilo de la selección española de futbol. Algún empresario perverso les afeitó lo que podrían considerarse las barbas de Fidel y les pegó con goma a unos cascos amarillos -dizque de minero- las orejotas de Mickey Mouse. Uuuf. Sin más comentarios.
En una mesa vecina del restaurante donde almorzamos, estaba la presentadora de CNN Glenda Umaña con su familia, y un miembro de ésta nos contó que ella le había dicho que desfilaban aquel día todos los mineros chilenos del célebre socavón, menos uno. Después vi a algunos de ellos firmando autógrafos. Cuando manejaba de regreso a Tampa, por la noche, pensé de nuevo en el contrastante periplo de este enero y recordé la esplendidez de La Habana Vieja, restaurada ya en una tercera parte; en la altiva señorialidad de sus plazas, arcadas y bulevares, y en la vocación latinoamericanista de la cultura cubana y de sus cultores. Sin duda, la Casa de las Américas sólo ha podido existir en Cuba, desde donde irradia a todo el continente el conocimiento de nuestra diversa y exuberante unidad cultural. Ojalá que al salir de aquí, los mineros se dieran una vuelta por allá. Digo, por aquello de los contrastes.
Tampa, 31 de enero del 2011.
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