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Poema, de Pedro Miguel

A mediados del siglo pasado,
cuando vine a este mundo,
los bebés se morían de paludismo
o de disentería.
Pero no me morí. Llegué a ser joven.

Varios de mis amigos de juventud
fueron asesinados por algún gobierno.
Por lo visto, no me estaba deparada esa suerte.
Más bien seguí creciendo.

Tampoco me fue dado morir de una sobredosis
como le ocurrió a uno que otro
ni dejé los pedazos en un accidente de tránsito.

Alguna vez robé para comer
o para comprarle flores a alguien
pero no he matado ni violado a nadie.

Nací sin la glándula de la fe
y no tuve buena suerte con las creencias
mas no por eso he orinado en el altar de Cristo
o gritado blasfemias en la mezquita
o untado un moco en el Muro de los Lamentos
aunque, por supuesto,
hice muchas cosas que no habría debido hacer.

Puede ser que a los 30 me hubiese gustado
morir de amor. Pero eso no estaba en mi destino.

A fin de cuentas, tuve una hija;
a veces consigo hacerla reír,
aunque por lo general me sigue la corriente
y me dice mentiras piadosas.

Me hice de un oficio;
logré conocer París y hasta Moscú y Estambul
y no me he partido la madre en un avionazo.

Tengo jirones de familia sanguínea por aquí y por allá,
me quieren y los quiero y todos lo sabemos,
y también tengo
mucha familia de adopción voluntaria
–mamás, papás, hermanas y hermanos–
y entre todos nos mantenemos atornillados a la cáscara del mundo.

Conozco a una mujer misteriosa
que es un poco niña desamparada y un poco maestra inflexible,
que me sorprende siempre,
me exprime hasta la última gota de la ternura
y me tiene la mente ocupada en pensamientos lascivos
16 horas de cada día.

Leí cuatro o cinco cosas y sobre ellas
he ido construyendo un pequeño edificio
de lecturas subsecuentes
desde cuya azotea miro el valle que me rodea.

A propósito de construcciones,
tengo una pequeña casa en la que caben
cuatro o cinco personas (ochenta, máximo),
dos perros, siete pericos australianos,
una colonia de búlgaros que me regaló Diana,
un coche viejo y una computadora que algún día
rellenaré de tierra y le sembraré geranios.

Por lo pronto, me he vuelto una especie de médium
–aunque no crea en esas cosas–
por cuya boca alguna gente dialoga consigo misma
(aunque eso no me exime de ir a comprar verduras,
de pagar impuestos a regañadientes,
de detenerme en los semáforos cuando están en rojo,
de ser común y corriente).
Tal vocación me sigue siendo extraña
pero me ha multiplicado las amistades.

Creo que hay que creer
y no ser demasiado cínico
y que la sangre recorre el organismo
sin más propósito que producir cosas buenas
como un orgasmo,
o cuando menos, interesantes,
como un poema,
o, ya de perdida, graciosas,
como un chiste.

También creo que uno no es nada sin los otros,
sin los demás de antes,
sin los demás de ahora,
sin los demás de mañana,
sin los otros de aquí a la vuelta y sin los otros de las Antípodas
y que se debe decir “gracias”
a la mayor parte de los humanos que habitaron, habitan
y habitarán en el mundo.

No he terminado con esa tarea.
Será tal vez por eso que he llegado a los 54
y sigo sin morirme.

Pedro Miguel es hijo del gran poeta guatemalteco Manuel José Arce, fallecido en el exilio en Francia.
Reside en México, en donde participa activamente en política y cultura.
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