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Breve crónica sobre la verdad de la mentira y sobre la mentira de la verdad, en un país llamado Guatemala.

El sábado 18 de septiembre recibí aquí en Johnson la visita de una guatemalteca que desde hace muchos años se encuentra reconstruyendo el caso de su hermana mayor, capturada y desaparecida por las fuerzas de seguridad en 1983. Llegó hasta el Vermont Studio Center (VSC) con su madre, manejando desde Toronto. Pasamos media mañana en un café, hablando del caso de esta muchacha, aprehendida a la edad de 25 años, hace ya casi 28.

Estas conversaciones son siempre tristes. Miles de familias guatemaltecas se encuentran en la misma situación, tratando de saber qué pasó con sus familiares y qué fin tuvieron. La necesidad de saber se vuelve una obsesión atormentadora que lleva a las personas a realizar los esfuerzos más penosos por establecer un dato, una fecha, un nombre. Los archivos desclasificados de la policía les han sido muy útiles a esta madre e hija, quienes viven en Canadá y viajan a Guatemala esporádicamente a continuar sus investigaciones. Cuando nos despedimos, la madre me abrazó y me bendijo. Abstraído, caminé de regreso al VSC y no pude empezar a escribir sino hasta dos o tres horas después.

Al día siguiente, el domingo 19 por la tarde, recibí la visita de mi buen amigo, el antropólogo David Stoll, quien vino a Johnson desde el Middlebury College, en donde se desempeña como profesor. Salimos del área del VSC y recorrimos unos kilómetros para llegar a un excelente restaurante en donde cenamos y conversamos durante varias horas sobre la especialidad de David: un país llamado Guatemala.

Entre las muchas ideas que afloraron en nuestra conversación, hubo una que me dejó pensando porque tiene que ver con lo que he estado discutiendo con algunos colegas escritores en el VSC desde hace casi un mes: la delgada línea que divide el hecho concreto de su versión ficcional. Conversando sobre las intrigas políticas de Guatemala, David y yo concluíamos en que, debido a la cantidad de intereses en juego a la hora de fijar una versión objetiva de lo ocurrido, lo único que les va quedando a los científicos sociales para interpretar los hechos es la ficción, es decir, el trabajo de los novelistas.

Porque ficción no es sinónimo de mentira, sino de reordenamiento de lo real en una totalidad estéticamente coherente. Y para interpretar lo que pasa en Guatemala, ya el único principio de orden posible es el orden de la ficción, pues ningún otro principio organizador que apele a la objetividad se puede llegar a establecer, debido a las cortinas de humo que los grupos de interés levantan a cada paso de cualquier esfuerzo investigativo. Esto no quiere decir que se descuide el hecho concreto. Quiere decir que, ante la rotunda imposibilidad inmediata de establecer un hilo conductor que permita fijar hechos históricos, la imaginación de posibilidades y escenarios se vuelve pertinente como una fuente de la investigación científica con fines interpretativos. Por eso, los sociólogos y antropólogos leen a los novelistas. En otras palabras, las intuiciones de un escritor sin más interés que ordenar ficcionalmente los hechos concretos, pueden serle más útiles al científico social que las mentiras hechas pasar por verdades que le ofrecen los actores interesados de uno u otro bando.

Pensemos en casos como el de Gerardi, el de Mincho, el de Rosenberg o el de Giammatei-Sperissen-Vielmann y compañía, en los que lo real es más fantástico que la ficción, y en los que las versiones de lo concreto son mucho menos fiables que las proverbiales inexactitudes de la imaginación literaria.

Johnson VT, 19 de septiembre del 2010.

Autor: Mario Roberto Morales

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