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Cómo darle un uso político actualizado al objetivo de la Revolución, para hacerlo punto de convergencia entre izquierdas y derechas.
A fuego lento

El objetivo de la Revolución de Octubre fue la democratización del capitalismo por la vía de la pequeña propiedad agrícola (sin tocar los latifundios) y de la pequeña y mediana empresa (sin tocar los monopolios), para industrializar el país. Esto, porque el capitalismo local era atrasado −por oligárquico y latifundista− y la única manera de modernizarlo era democratizándolo. Es decir, sentando las bases para que hubiera más propietarios y más asalariados: más gente próspera.

En lo económico, esa tarea sigue pendiente debido a que nuestro capitalismo continúa siendo atrasado por oligárquico, pero requiere de un replanteo que tome en cuenta que la oligarquía ya no es sólo terrateniente sino también industrial, comercial y, sobre todo, financiera. En lo político también sigue pendiente, debido al truncamiento del proceso revolucionario por parte de la reacción oligárquica en 1954. Y en lo ideológico, por la necesidad terapéutica que tiene la ciudadanía de romper el círculo de su frustración política y de la consecuente baja autoestima que ha padecido por más de medio siglo.

La vigencia del objetivo de octubre salta, pues, a la vista. Lo que falta es renovarlo adecuándolo a las condiciones específicas de la actualidad. Porque retomar el ideario de la Revolución no implica repetirlo, sino actualizarlo para que sirva como elemento de convergencia multiclasista e interideológica, hacia la consecución de un interés nacional que nos incluya a todos en el empleo, el salario y el consumo, según los principios del ideario liberal, a saber: un Estado fuerte y capaz de garantizar la igualdad de oportunidades y ante la ley, la libre competencia y la ausencia de prácticas monopolistas.

El ideario renovado de la Revolución −como elemento de cohesión nacional interclasista− implica el fomento de la pequeña y mediana propiedad agrícola, así como su integración productiva con los latifundios ya existentes, bajo una planificación de uso rentable de la tierra como recurso no sólo agrícola, sino también turístico, comercial e industrial, según los principios mencionados antes: igualdad de oportunidades, igualdad ante la ley y libre competencia. Todo, con el objetivo de industrializar parte del producto agrícola local para consumo interno, combinado con el libre flujo de un gravado producto importado, en un proyecto que requerirá inversión local e internacional, normado consensualmente por el Estado y los sectores inversionistas y laborales. Es decir, mediante una alianza táctica entre capital y trabajo, en la que cada cual obtendrá beneficios a corto, mediano y largo plazo.

En otras palabras, el proyecto de nación que se puso en práctica entre 1944 y 1954 es el modelo para su replanteo actual. No hay otro. Ni hay necesidad de que lo haya. Constituye una herencia histórica sobre la cual nuestro pueblo tiene el derecho de construir una nueva versión de proyecto de país para los tiempos que corren. En él, las elites dirigentes deben conjugar elementos locales y globales para reinventar la soberanía nacional junto a la alta productividad y las relaciones globalizadas, a fin de que la ciudadanía acceda a la salud, la educación y los servicios básicos como plataforma necesaria de la calificación creciente de su fuerza de trabajo y de la intelectualización crítica de sus cuadros políticos, culturales y administrativos.

Para lograrlo, las derechas necesitan superar su prejuicio “comunista” ante la Revolución, y las izquierdas su sentido narcisista de propiedad sobre ella.

Autor: Mario Roberto Morales

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