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Amanecía en el valle de la Ermita, la catedral  parecía una elegante señora que se levanta engalanada cuando la despierta el sol… El palacio de gobierno con sus vitrales árabes y sus jardines llenos de color.  La fuente del parque que con sus aguas saltarinas parecía una patoja chapoteando el agua y bailando de alegría… El parque central hermoso, con sus faroles coloniales y sus arriates caprichosos  hacían gala de “La eterna primavera”.

La tibieza de una briza que soplaba, le pasó por el rostro como besándolo, como diciéndole: vamos despiértate que la luz ha espantado tus temores… Y al abrir los ojos lo primero que buscaba el patojo era su cajita de lustre, que era donde guardaba sus mayores tesoros, betún de diferentes colores, tintas hechas de añelinas rebajadas con agua, sus trapos de franela, sus cepillos de cerdas suaves, su cajita de fósforos vacía donde ponía las monedas sueltas, un carrito de metal despintado que era el único recuerdo que le dejo su padre antes de perderse en la jungla de concreto y por supuesto la foto de su madre.

Ahora empezaba la lucha del día para  Miguelin, tomando su cajita de madera se iba al mercado central a buscar algo para medio comer, quizás un panecito con una tasita de café, que más bien parecía agua de calcetín de lo ralo que estaba.  Las doñas del mercado central  era las proveedoras del desayuno de los pobres y porque no suertudos que podían darse ese lujo….Lo que por las noches era el refugio de los locos, por el día era el campo de batalla de los muchos que comerciaban en el portal.

Luego de desayunar, Miguelin se iba corriendo al parque central para agarrar a los primeros clientes que eran los choferes de los ministros y gente importante, al pasar por catedral se persignaba tres veces como le había enseñado  su madre, una por  el Padre, otra por el Hijo y otra por el Espíritu santo…Amen…Ya cada quien iba tomando posición en su espacio, sin contratos pactado, pues no se valía quitarle el pan a otros, había que respetar si no se quería un lio después. Cada uno de  los lustradores del parque central, se sentaba en su cajita de lustre a esperar  a los clientes de siempre, los llamaban con un chiflido, un veni pa’ ca  patojo y allí iba el patojo corriendo para lústrale los zapatos a los viejos estirados que se sentían importantes.  Se sentaban en una de las bancas del parque, no sin antes pasar sus pañuelos llenos de mocos para no ensuciarse con la mugre de la chusma, abrían su periódico para leer  o hacer como leían mientras el patojo le lustraba los zapatos con el cuidado de no mancharle los calcetines, si no, no solo no les pagaban y se arriesgaban a tener que pagar los mentados calcetines…

Miguelin se pasaba casi toda la mañana ocupado, lustrando y escuchando los secretos de estado que los viejos estirados de vez en vez ventilaban mientras se lustraban los zapatos, pero a los lustradores que les iba a importar, si para ellos lo que contaba era sobrevivir ese día y luego aun mas sobrevivir la noche, con los locos del portal. Al medio día, los lustradores del parque buscaban  la sombra de un árbol para  refrescarse, más de alguno se ponía a rezar el Ángelus mientras repicaban las campanas de la catedral, los que tenían la suerte de haber lustrado suficiente se iban a almorzar y los que no, pues entretenían el hambre jugando trompo, espantando a las palomas o tirando corcho latas a la fuente, que parecía escupirlas para afuera por la presión del agua.  Al atardecer poco a poco empezaba la agonía de todos los días, poco les entretenía el escuchar las notas de la marimba que tocaba en la Concha acústica y que al ir cayendo el manto de la noche la fuente parecía bailar  con sus aguar armonizado por el cambio del color de las luces que la alumbraban.

Una vez caída la noche, los comercios cerraban, las calles se iban llenando de otro tipo de personas, que caminaban más lento, despacio como quien busca algo que sabe dónde encontrar…Y poco a poco al cobijo de las obscuridad de la noche, los locos empezaban a asomar la cabeza de la que solo se distinguían los ojos que brillaban en la obscuridad, como si fueran ojos de gato.  Cerca de la media noche, las calles eran un desierto, hasta la fuente del parque se había ido adormir, la luna vestida como novia con un manto  de estrellas que destellaban lucecitas  como cortejándola al sol… Mientras en el portal del comercio, poco a poco se convertía en el techo de tantos que vivan en la calle.  Cada cual abriéndose un espacio, entre cuerpos desparramados en el suelo en una fila interminable que pasaba también por el callejón de los joyeros, más conocido como el pasaje Rubio .  Y los Locos como quienes son convocados por una voz acudían a la cita, algunos se reían como quien acababa de escuchar un chiste, otros lloraban como si estuvieran en un funeral, otros más peleaban entre sí o peor aun le pegaban al que encontraban, eran cruentas palizas que al día siguiente nadie los reconocía, pero nadie se metía, pues los locos del portal en su locura eran capaces de cualquier estupidez. Así que todas las noches los patojos lustradores se encomendaban a todos los santos para qué los protegieran de ser el escogido de la noche por los locos. Se decía que aunque no se estuviera dormido, lo mejor era cerrar los ojos y hacer como si se dormía, pues los locos acostumbraban escoger  a los que estaban despiertos  y era por eso que nadie los conocía, nadie sabía quiénes eran o de donde venían… Eran como aparecidos de las noches, que se desvanecían con la luz del alba.

Para Miguelin amanecía otra vez igual, siempre con la misma esperanza, siempre con la misma lucha, con el mismo papel de este teatro de la vida, el de ser el ignorado, el de ser aquel cuyo sufrimiento no se distingue por que es como parte del paisaje… Los locos seguirán allí… Han existido desde siempre y nunca dejaran de existir, porque son el reflejo de lo que se esconde y parte de ese algo que todos en el día pretendemos ignorar…

Autor: Oxwell L’bu