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Existió una vez un país tan absurdo pero tan lógico que casi coincidía con la descripción que Murakami hizo de una isla que llamó la isla de los monos de mierda. Resulta que en ese país existía un Caibil tan terco, pero tan terco que, dada su condición castrense, era muy difícil saber si su actitud era disciplina o simple empecinamiento. Quien no sepa qué es un Caibil baste decir que es una persona entrenada para matar, cuyo sentido de la humanidad es separado de su conciencia lo más posible para que no sufra remordimientos por las cosas terribles que pueda llegar a hacer. Se le hace creer que todo lo que hace es para la Paz (a la Paz le llaman a un estado de violencia permanente). Así fue instruido el Caibil, todo tenía que ser entendido en términos de una misión, cuyo cumplimiento debía darse a como diera lugar. Y eso le gustaba mucho a los dueños del Caibil, porque eso sí, tenía dueños que eran más tercos que él.

El Caibil no siempre fue tan terco pero siempre fue muy fiel a sus principios, o sea, era fiel a la violencia y al terror porque eran sus armas favoritas. Durante muchos años en su cabeza sólo estuvo la firme idea de estar luchando con un enemigo, al que por cierto nunca tuvo la ocasión de conocer. De hecho, no había tal enemigo, de modo que con la ayuda de sus entrenadores y patrocinadores, se empeñó mucho en crear ese enemigo. Por razones que sólo los habitantes de la isla de mierda podían saber, se consideró que el enemigo serían las comunidades rurales a quienes se etiquetó de peligrosas y encargaron al Caibil perseguir hasta la muerte a cualquiera que pareciera estar de acuerdo con ellas. Fue entonces que el Caibil se tornó más terco que nunca y para lograrlo veía a su enemigo por todas partes, pero principalmente gustaba de arrasar con aldeas completas donde sus principales víctimas fueron inermes niños, mujeres y ancianos.

Andando el tiempo aquella horrible e inhumana cacería fue cediendo y cambiando de forma, o sea que no se detuvo, pero ya no había señales de organización por parte de la gente. Les habían inoculado un virus muy poderoso que los conminaba a imaginarse mundos posteriores a la vida en este planeta. Por supuesto que a él se le reconoció haber participado de todo ello, por lo cual sus dueños decidieron que debía gobernar aquel país. Para que la gente no recordara sus ejecutorías en las montañas lo vistieron de vivos colores y le hacían repetir incontables demagogias cuyas raíces estaban en la isla que ya se ha mencionado.

Está demás decir que lo que más le gustaba a este Caibil era obedecer. Sencillamente le encantaba que le pusieran una tarea y cumplirla sin más. Pero sus dueños no estaban interesados en que la gente supiera que ellos controlaban al señor Caibil y le encargaron muy encarecidamente que ni se le ocurriera mencionar sus nombres aunque tuviera que violentar las propias leyes. Lo que no está demás decir es que había un grupo muy reducido que admiraba y al mismo tiempo desconfiaba del Caibil. Aun así, lo veían como un guardián inmejorable frente a una masa de gente que raras veces intentaban conocer porque les tenían miedo. Era un miedo pavoroso de que alguna vez esa gente tomara conciencia y exigiera que los grandes despojos y violencia terminaran de una vez por todas.

Y así fue que se fundó la República del Caibil. Todo funcionaba a pedir de boca para los dueños del Caibil y eso les encantaba porque les permitía sepultar las esperanzas de una población a la que no consideraban personas. Eran felices en una opulencia criminal sostenida por herramientas que aunque parezca difícil de creer eran muy efectivas: la violencia, el terror y el despojo. Sazonaban ese caldo con demagogia y mentira y añadían enormes cantidades de virus que hacían creer a la gente en mundos oníricos que flotaban en las nubes.

Fin.