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El síndrome de la Chilindrina

Sobarse el trasero por una nalgada inexistente.

Mario Roberto Morales

La Chilindrina es una niña fea, maliciosa y cínica que finge y miente como predilecta manera de relacionarse con los demás para salirse con la suya. Quien mejor la conoce es don Ramón, su padre, porque él mismo es un noble bueno-para-nada, vago e ignorante, que ha criado a la niña a su imagen y semejanza. Pero a nadie en la vecindad escapa que esa nena pecosa, desgarbada y carente de un afecto masculino firme y protector, enarbola a menudo una victimización estruendosamente plañidera como fallido modo de hacer lo que le da la gana.

La Chilindrina finge sufrir pegando de gritos cuando lo que ella quiere no se le da. Suele alejarse sobándose el trasero a causa de una nalgada inexistente, luego de haber tomado todo el aliento del mundo para berrear ensordeciendo a quienes la rodean. Lo bueno del asunto es que sale de escena y sus gritos se desvanecen en la distancia. En otras palabras, se victimiza sabiendo que su fingido melodrama no le servirá de nada y por eso no insiste en él, sino se retira en calidad de incomprendida víctima de duras y aciagas circunstancias.

La Chilindrina no se percata de que –como los otros inquilinos de la vecindad– ella es una víctima, ni de que, como tal, tiene dignidad. Es víctima de una sociedad en la que la familia es un valor que en su vecindad se idealiza pero no se cumple, pues todos allí carecen de familias “normales” como lo manda el Estado y la religión al uso. Por eso es que los personajes de ese domicilio parecieran (no asexuados como los de Disney, sino) sexualmente inapetentes. Hasta esos eternos enamorados platónicos, doña Florinda (una vieja fea, pomposa pero pobretona) y el profesor Girafales (un ridículo biempensante acartonado) parecieran carecer de pasiones eróticas. La excepción a esta norma es la fogosa doña Cleotilde, la Bruja del 71, en cuyo apodo queda resumida toda su triste desventura.

Siguiendo con la familia como valor ansiado y ausente, la Chilindrina no tiene madre y tampoco parece extrañarla. Y su padre, en vez de darle orientación para vivir, la ignora. Está enamorada del Chavo pero éste la rechaza. Por eso se victimiza, para suplir esa falta de afecto que la lastima al igual que a Quico, un niño consentido, envidioso, tonto y también feo, cuya madre soltera suple su afecto con dinero para que él compre bagatelas a fin de ostentarlas ante la pobrería de la vecindad.

En este marco la Chilindrina se victimiza sin advertir que es víctima ni que como víctima es digna. Mucho menos que como victimizada no lo es. Porque ser víctima no es intencional, mientras que victimizarse es un acto fríamente calculado –como los movimientos del Chapulín Colorado– y a causa de ello es indigno por hipócrita, cínico, oportunista y calculador. Por “chilindrínico”. De aquí el apelativo del síndrome.

El universo de la vecindad del Chavo expresa los efectos emocionales del sistema que produce a esa vecindad, así como el poder económico, político e ideológico que padecen quienes allí viven: una clase media escuálida gracias a la naturalización del ardid político de legalizar la apropiación privada del valor del trabajo social, a cambio de un arbitrario precio bajo de éste. Por eso, cuando sea grande, la Chilindrina montará un oenegé plena de victimización e hipocresía plañidera, a fin de sobarse por siempre el intacto trasero dolorido y compensar así de vieja lo que de niña no pudo darle el Chavo y menos todavía el distraído don Ramón.

Fuente: [www.mariorobertomorales.info]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Mario Roberto Morales
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