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Discurso por el otorgamiento del
Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2012

Carlos López

La poesía está presente en todos los actos de los seres humanos. No hace falta escribir versos para ser poeta. Quien recibe el don de la escritura en nada se diferencia de quien hace poesía de otra forma, con recursos que no corresponden a la preceptiva literaria. La comunión con la palabra que establece el campesino al orar cuando echa la semilla a la tierra para que obre el milagro de la creación la practican también quienes reciben la inspiración y se dedican a construir, a oficiar; gracias a ellos se sostiene el mundo.

Que alguien tenga la capacidad de viajar hasta las regiones más lejanas con su imaginación no lo debería hacer perder de vista las maravillas cercanas con las que se encuentra todos los días. Está bien tocar las estrellas, pero de vez en cuando se deben acariciar las piedras del camino para sentir su calor, los secretos que guardan, su textura, su luz. La capacidad de asombro que sentimos al ver los laberintos de la rosa, al percibir la sensibilidad de las plantas silvestres que cierran sus hojas al presentir nuestra cercanía nos devuelven el amor por la vida; para no abatirnos en la eterna soledad, es necesario acompañarnos en las horas más serenas de nuestra existencia con las pequeñas cosas que nos rodean. La alegría que provoca el nacimiento de un retoño entre las planchas de cemento (como las guadalupitas con toda su gestualidad, color, belleza), la formación de una flor hecha de cientos de flores revelan nuestro desconocimiento de las cosas esenciales. Quizá la respuesta a las preguntas que consideramos grandes esté en la mínima expresión, en el silencio que completa el acto creativo.

Escribimos para buscarnos, para dialogar con nuestro pasado. Aunque sólo encontremos dudas que se multiplican mientras más caminamos, el viaje literario es la confirmación de nuestra esencia; somos palabras y con ellas expresamos nuestros sueños y valores, pero también nuestras penas, la distopía, el agobio, la realidad con todas sus contradicciones y dolores. No sabemos adónde vamos, sólo desbrozamos todos los días algo sin saber qué habrá más allá, conscientes de que la claridad se cierra de inmediato sin esperar el ocaso.

Escribir es recordar; recordar es vivir. En los orígenes del mundo que narraron nuestros antepasados quichés en el Popol vuh, libro canónico universal, la palabra fue la fundadora del mundo. Cuando se nombran las cosas, éstas se crean. Ellos le concedían un valor supremo a la palabra, su comunión con el universo; hasta la fecha, oran para sanar los cuerpos enfermos, para fijar su poder.

Quienes el año en que la UNESCO declaró a Guatemala Capital Mundial de la Filosofía desplegaron sus pancartas en las calles de Guatemala afirmando que «gracias a los soldados y no a los poetas podemos hablar en público» (y la paráfrasis escrita en las paredes del Ministerio de Defensa: «gracias al ejército y no a los poetas ya no corre sangre en nuestro país») niegan el origen bíblico cuando sólo existía el verbo, la palabra que relata el principio de los tiempos a partir de que el primer poeta empezó a nombrar las cosas. Los poetas no le dan la palabra a nadie, ni la acaparan; ellos son continuadores del oficio de Jun Ba’tz y Jun Chowen. Las armas sirven para silenciar y destruir, niegan la libertad creadora y de expresión, derecho humano desde que se nace. La contradicción en el enunciado referido retrata a sus sostenedores, refleja intolerancia, desprecio por la tradición más antigua de los seres humanos, la de contar, poetizar, ficcionalizar su realidad. La palabra es la que funda el mundo en todas las culturas. Los que sostienen de manera temeraria que «en Guatemala no hubo genocidio» ignoran la historia de nuestro país y no tienen conciencia de sus palabras. De nuevo hay que recordar lo que hicieron los antiguos quichés con los primeros hombres que formaron y hablaban, pero no tenían capacidad de reflexionar y por eso los destruyeron, para formar uno nuevo que pensara. Quienes silencian al pueblo y profieren la paz de los sepulcros, enfermos de poder, niegan la actividad filosófica del pueblo, matan la esencia creadora por miedo, porque ven un peligro en la vitalidad que transmite la palabra, en la fascinación de las narraciones de quienes cuentan las historias de nuestros días.

Recibo el premio con humildad y con la conciencia de saber que a muchos escritores no se les otorgó ningún reconocimiento material, pero tienen la corona mayor: sus lectores. Algunos murieron combatiendo por sus ideales; muchos recibieron balas a cambio de sus letras; otros fueron perseguidos por defender al pueblo y su destino fue el exilio; la mayoría llevó hasta sus últimas consecuencias la poética de su vida y murió sin escribir una línea; ellos grabaron su nombre en la historia como defensores de la patria. Su sacrificio, entrega, compasión siguen alimentando la esperanza de un porvenir luminoso, como lo soñaron.

Agradezco al jurado que se fijó en mi trabajo y decidió el premio que recibo en depósito. La herencia de la cultura milenaria ha permeado mis afanes literarios. El pueblo es el destinatario de nuestros esfuerzos, pues de él emana la creación. Al pueblo de Guatemala, a mi familia, a mis amigos, a quienes con su obra han dejado testimonio de su paso por el mundo, a quienes me antecedieron en la recepción del premio que lleva el nombre del escritor más grande de Guatemala y gloria universal dedico este premio, que trataré de honrar con mi quehacer.

Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, Guatemala, 2012, año del oxlajuj baqtún 13

 

Carlos López