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Ciudadanía domesticada

En 70 000 años el ser humano cambió dramáticamente la megafauna del planeta. Aunque la cosa se aceleró en los últimos siglos, tenemos ratos de estar en el negocio de la extinción. Leones, elefantes, bisontes y tantos otros se vieron diezmados por igual.

Félix Alvarado

Es probable que en 100 años ya no existan algunos de los grandes animales que pueblan nuestras historias inmemoriales. Tigres, panteras y osos quizá solo vivan de manera segura en esas mismas historias. Con suerte, en los zoológicos en que los encerramos.

Paradójicamente, en medio de la masiva extinción provocada por nuestra exitosísima expansión, unas pocas especies —quizá 20— han ganado una ventaja extraordinaria. Se han multiplicado sin límite gracias a una alianza implícita con nosotros. Hay 1 500 millones de vacunos, 19 000 millones de pollos y más de 500 millones de perros. Sin duda, la capacidad de domesticación significó para ellos la diferencia entre la virtual extinción que sufrieron sus congéneres silvestres y la explosión que vemos.

Sin embargo, el pacto entre humanos y especies domesticadas tuvo un precio enorme. Sí, viven muchos individuos, pero el sufrimiento que padece la mayoría es casi irrestricto. Reflexiona como ejemplo Yuval Noah Harari que una marrana —animal bastante más inteligente que un perro— pasará todos los días de su vida —que no serán muchos— encerrada en una jaula de gestación poco más grande que su propio cuerpo. Inseminada artificialmente, parirá camada tras camada de cerditos que le serán quitados prematuramente para forzar otro embarazo. Engordadas a la fuerza con alimentos que no les son naturales, las crías no llegarán a la adultez antes de ser muertas con un cuchillo al cuello. Y, en pago por su sufrimiento, la madre también será pasada a cuchillo apenas baje su producción de crías. Dosis similares de confinación, dolor, vida enferma, separación y muerte prematura son la expectativa cotidiana para millones y millones de pollos, vacas, ovejas, cerdos y otras especies domesticadas que nos dan de comer.

Como carnívoro dedicado, mi posición en este asunto es débil. Afortunadamente hay quienes promueven la causa de los animales con gran empeño. Pero con esta larga introducción quiero que reflexionemos hoy no solo sobre los animales, que bien lo merecen por sí mismos, sino principalmente sobre nuestra propia condición. Hace apenas unos días nos contaba la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (Asíes) que los guatemaltecos confían más en el Ejército que en la Policía Nacional Civil. Agrega el investigador entrevistado que esta percepción es mayor en los departamentos más golpeados por la guerra. Como para rematar el argumento, en estos mismos días el alcalde de Mixco insistía en mantener un destacamento militar en plena urbe.

Huelga recordar a estas alturas que, durante esa guerra ingrata que no logramos superar, la inmensa mayoría de abusos a civiles —desaparición y muerte, tortura, destrucción de propiedad, aldeas arrasadas— fue obra del Ejército. Un Ejército que aún hoy se resiste a pasar la página y aceptar su responsabilidad en tales atrocidades. Aun cuando las conductas sociopáticas de los individuos, algunos de los cuales hoy al fin encaran juicio, estaban plenamente respaldadas en planes institucionales y en minuciosos archivos burocráticos.

No son, pues, conspiraciones comunistas, sino concretas evidencias históricas, datos fríos. ¿Por qué entonces sobreviven entre los ciudadanos esas lealtades tan desafortunadas a un Ejército que no hizo sino darles palo? Es aquí donde resulta tan ilustrativa, tan precautoria, la historia de las especies domesticadas. Como las vacas o los cerdos que lamen la mano que no titubeará en quitarles la vida cuando le convenga, muchos guatemaltecos han permitido que se los reduzca a una ciudadanía domesticada. En un pacto perverso han preferido la certeza de la existencia controlada por su enemigo y su parásito antes que correr el riesgo de construir su propia existencia.

Los animales de granja sobrevivieron la extinción masiva causada por el ser humano y nos sirvieron en un altar atroz a sus crías para siempre. Los ciudadanos de granja sobrevivieron la extinción causada por un Estado represor y su eficaz Ejército-verdugo y parecen estar hoy listos para servir a sus hijos en otro altar similar.

Afortunadamente para los animales, inermes ante nuestra inteligente crueldad, hoy comenzamos nosotros mismos a recapacitar sobre nuestro papel como malos custodios y peores compañeros de las demás especies animales que pueblan la Tierra. Pero esto no funcionará ante otros humanos, ante instituciones de represión. Aquí los sujetos, las víctimas, los ciudadanos, somos los únicos que podemos cambiar los términos del pacto.

Huelga recordar a estas alturas que, durante esa guerra ingrata que no logramos superar, la inmensa mayoría de abusos a civiles —desaparición y muerte, tortura, destrucción de propiedad, aldeas arrasadas— fue obra del Ejército. Un Ejército que aún hoy se resiste a pasar la página y aceptar su responsabilidad en tales atrocidades.

Fuente: [https://www.plazapublica.com.gt/content/ciudadania-domesticada]