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Chile: 1975-2015

Ezequiel Fernández Moores

Autorizados a subir a la tribuna, los prisioneros gritaban «goooool» cada vez que la máquina cortadora de pasto entraba en uno de los arcos. Era apenas un momento de distensión que no figura en las crónicas que recordaron estos días el horror que fue el Estadio Nacional de Santiago de Chile, donde hoy se abren los cuartos de final de la Copa América. El artículo más reciente, publicado el miércoles pasado por The New York Times, desnuda el cinismo de los inspectores de la FIFA enviados en 1973 por el presidente inglés Stanley Rous. El brasileño Abilio D’Almeida y el suizo Helmut Kaser prefirieron mirar el estado del césped y no debajo de las tribunas, donde unos 3000 presos sufrían torturas. Nada dice en cambio el diario sobre la CIA que, por orden del entonces presidente Richard Nixon, jugó un rol clave en el golpe del 11 de septiembre de 1973 contra el presidente electo Salvador Allende. Pasaron más de 40 años. El estadio escuchará acaso esta noche gritos de goles verdaderos. Es una Copa América sin la CIA. Pero con el FBI. La investigación del gobierno de Estados Unidos, que golpeó el negocio del fútbol sudamericano, tiene hoy a la Conmebol sin dinero para pagar los premios del torneo.

Casi sesenta ciudadanos de Uruguay, rival esta noche de Chile, estaban presos en el estadio. Escuchaban gritos de torturados y veían fusilamientos. El embajador sueco en Chile, Harald Edelstam, un héroe que salvó cientos de vidas, hasta forcejeó con los militares en el aeropuerto de Santiago cuando sacó de Chile al grupo de uruguayos. Había ciudadanos de 38 países en el Estadio Nacional. Cerca de 70 brasileños, 50 argentinos, 25 mexicanos, 25 peruanos y 24 venezolanos, entre otros. The New York Times citó al estadounidense Frank Teruggi, asesinado igual que Charles Horman. El informe omite la sentencia de la justicia chilena, que en 2012 acusó de ambos crímenes a un comandante de Estados Unidos y pidió la extradición del ex embajador norteamericano Nathaniel Davis. Toda una ironía: Horman, personaje del filme Missing, de Costa Gavras, trabajaba en ChileFilms. La empresa era estatal, la privatizó Pinochet y hoy gana buen dinero con la producción de la televisación de los partidos de la Copa América. El Estadio Nacional fue algo más que escenario de horror. También fue sede de votaciones que marcaron el fin de la dictadura. De celebraciones políticas de la democracia. De recitales de homenaje a Allende. De reconocimiento a Pablo Neruda cuando ganó el Nobel de Literatura de 1971. Y dio albergue a víctimas de la Segunda Guerra Mundial.

El fútbol, paradójicamente, obligó a Pinochet a limpiar rápido la sangre de los muros del Estadio Nacional y llevar los presos a otro lugar. En 1975, hace hoy cuarenta años, cuando el Festival de Viña del Mar vibraba con Sandro y la tierra temblaba en Coquimbo, muchos de los presos de Santiago eran torturados en Villa Grimaldi, comuna de Peñanolén. Los testimonios de las víctimas incluyen los peores tormentos sexuales. «Asesinada hermosa joven», fue un título de El Mercurio, disfrazando de crimen pasional la muerte de una joven torturada en Villa Grimaldi. Mejor leer el libro Mujeres tras las rejas de Pinochet, presentado ayer en Santiago. En enero de 1975 fue encerrada en Villa Grimaldi la actual presidenta Michelle Bachelet. «No se degrade capitán», frenó Angela Jeria, madre de Bachelet, a uno de sus abusadores. Cuarenta años después, en enero de 2015, la justicia chilena dictó las primeras sentencias contra los torturadores de Villa Grimaldi, hoy Monumento Histórico Nacional. Un año antes, en 1974, había muerto en prisión el padre de Bachelet, el general Alberto Bachelet, funcionario en el gobierno de Allende. «Infarto masivo», dijo el parte oficial, después de las torturas. Hubo condenas en 2014. Pero Jacqueline Pinochet, hija del dictador, se atrevió a decir que el general Bachelet se infartó mientras jugaba al fútbol en la prisión.

El artículo más reciente, publicado el miércoles pasado por The New York Times, desnuda el cinismo de los inspectores de la FIFA enviados en 1973 por el presidente inglés Stanley Rous. El brasileño Abilio D’Almeida y el suizo Helmut Kaser prefirieron mirar el estado del césped y no debajo de las tribunas, donde unos 3000 presos sufrían torturas.

En junio de 1975 estalló en Chile la Operación Colombo, un operativo de la temible Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) para hacer creer que la muerte de 119 militantes fue por disputas internas entre grupos de izquierda. La versión apareció primero en medios de la Argentina y de Brasil. Y luego fue reproducida por medios de Chile. «Exterminados como ratones», tituló La Segunda. Eran años del Plan Cóndor. «Su mayor pecado -alentaba por entonces Henry Kissinger a Pinochet- es que ha derrocado a un gobierno que se dirigía al comunismo». Un 25 de junio de 1975 (mañana se cumplen cuarenta años exactos) fue arrestado y enviado a la tortura de Villa Grimaldi el médico psiquiatra Carlos Lorca Tobar, uno de los legisladores desaparecidos de la dictadura, mentor político de la entonces joven Bachelet, que debía cuidarlo a la distancia cada vez que salía a la calle. Cinco días antes que Tobar, la DINA había secuestrado a Michele Peña Herreros, una estudiante de 24 años que perdió la memoria al saber que la tortura brutal había matado al niño que tenía en su vientre. Las víctimas, dirección en la clandestinidad del Partido Socialista, serán recordadas mañana en un homenaje de la Fundación Salvador Allende, apenas antes del partido de cuartos de final que Perú-Bolivia juegan en Temuco.

En La Serena, donde la Argentina jugó sus dos primeros partidos de local, aún hoy hay polémicas porque sigue como funcionario comunal Guido Mario Félix Díaz Paci, expulsado del Colegio Médico, acusado de revisar a torturados y adulterar certificados de defunción. Médicos, y también hasta profesores universitarios que participaron de torturas, siguen trabajando hoy como si nada hubiese sucedido. Contrastan con figuras como la del cardenal Raúl Silva Henríquez, a quien, hace también cuarenta años, el régimen obligó a cerrar el Comité Pro Paz, furioso porque allí se daba refugio a las víctimas. Al día siguiente del cierre, Silva Henríquez abrió la Vicaría de la Solidaridad, un organismo clave para recibir las denuncias y documentar el horror. Un horror omitido hoy en algunas crónicas críticas al actual momento político de Chile y que parecen sugerir que el país nunca estuvo tan mal como ahora. El cardenal sí se atrevió a ir al Estadio Nacional en 1973, a ver a las víctimas. Estaba, entre ellas, Hugo Lepe, zaguero de Colo Colo y primer presidente del Sindicato de Futbolistas Profesionales. Los demás presos disfrutaban si lo eludían en partidos de distensión que jugaban en la prisión. Lo sacó del infierno Francisco «Chamaco» Valdés, capitán de la selección chilena, que en 1974 cayó eliminada en primera rueda del Mundial de Alemania. El mismo Chamaco del Colo Colo que venía de ser finalista de la Libertadores de 1973. Le ganó un buen Independiente, ayudado acaso por algún fallo arbitral, supuestamente cotizado en 33.000 dólares. Ese Colo Colo, como dice el título del libro de 2012 de Luis Urrutia O’Neil, fue «El equipo que retrasó el Golpe».

«Si gana Colo Colo, Chicho (Allende) está seguro en La Moneda.» La frase del Chamaco Valdés recuerda el poder de aquel equipo Carlos Caszely que, aún en medio de la huelga de transporte que alimentaba al golpe, llevaba hasta 80.000 personas al Estadio Nacional. Allende, que según cuentan en Chile era de Everton, disfrutó de aquel Colo Colo hasta el día del golpe, cuando decidió quitarse la vida en medio de los bombardeos al Palacio de la Moneda. ¿Quién es Chile?, recordó al Colo Colo y al Chile del 73 una pieza teatral en 2013. Allende mi abuelo Allende, se llama un documental que ganó este año en Cannes, realizado por Marcia Tiburti Allende, nieta del ex presidente. «Un pueblo sin memoria -dice uno de los siete espacios dedicados a la memoria en el Estadio Nacional- es un pueblo sin futuro». Uno de los documentales más emotivos sobre Chile, Nostalgias de la luz, de Patricio Guzmán, lo vi años atrás en el Bafici. Madres que caminan el desierto de Atacama, «cofre del pasado, Museo de la tierra» en pos de una quimera, buscando con sus manos entre pedregales arenosos restos de sus hijos desaparecidos. Autor también de La memoria obstinada, Guzmán muestra dibujos rupestres, campos de concentración, campamentos de mineros y lleva a esas madres a los observatorios construidos en pleno desierto. Las mujeres de Calama se paran frente a los telescopios, levantan sus cabezas y, como los astrónomos, buscan pero mirando hacia arriba. Se preguntan por el origen. Cuándo fue que comenzó todo.

Fuente: [http://www.lanacion.com.ar/1804418-chile-1975-2015]