Brevísimas meditaciones sobre la libertad, la democracia y la estupidez.
Se suele repetir que durante el sangriento parto de la democracia como forma de gobierno del capitalismo, el ilustradísimo Voltaire dijo: “Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”. Se repite también otra socorrida frase, erróneamente atribuida a él, que afirma: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. ¿Por qué sorprenderse entonces de que el instrumento utilizado para instaurar este nuevo concepto de libertad haya sido la guillotina?
Tres siglos más tarde, cuando ya había cundido en Occidente la conocida decepción causada por la democracia y el capitalismo, el escritor satírico estadounidense Henry Louis Mencken expresó esta rotunda certeza: “Creo en sólo una cosa: en la libertad. Pero no creo en ella tanto como para imponérsela a nadie”. Y afirmó también que “La independencia económica es la base de la única forma de libertad por la que vale la pena luchar”. Si al hablar de libertad Voltaire pensaba en la Humanidad (con mayúscula), Mencken lo hacía en el individuo (con minúscula), aplastado ya por la compulsiva “libertad democrática” de consumir hasta el colapso.
La democracia propuesta por Voltaire y sus pares ilustrados implicaba un ciudadano letrado que –gracias a la educación pública laica, gratuita y obligatoria– protagonizaba su ciudadanía mediante el ejercicio soberano de la representatividad. Pero en tanto que la educación “en libertad” fue convertida en un privilegio de pocos, tanto la representatividad y la soberanía como la resultante democracia, se convirtieron en un tótem al que los políticos profesionales apelaron para imponer sobre las crecientes masas iletradas –e incapaces por ello de constituirse en ciudadanías plenas– la libertad volteriana como mito. Es por ello que Mencken afirmó que “La democracia es una forma más de adoración: la de los chacales por parte de los imbéciles”. Y que puede definirse como “la patética creencia en la sabiduría colectiva de la ignorancia individual”.
Pero el problema de la democracia no es que sea un mito, sino que su simulacro haya llegado a un punto tal que ya en el entresiglo pasado Mencken hubiera señalado que “Si un político se diera cuenta de que hay caníbales entre sus partidarios, les prometería misioneros para la cena”. Es decir, el problema no es tanto que la democracia haya llegado a ser un gigantesco aparato para deslumbrar incautos, sino que las “ciudadanías” se hayan convertido en disciplinadas hordas de pendejos.
En tal sentido, el concepto de iglesia que Mencken propone se parece mucho al del Estado democrático parido por la guillotina. Dice Mencken: “Iglesia es un lugar en el que los caballeros que nunca han estado en el Cielo presumen de él ante personas que jamás lo alcanzarán”. Si esto es cierto, la libertad que con mano iracunda defendiera Voltaire incitando a matar –en su nombre– a quienes no la aceptaran, resulta más mitológica que la forma de gobierno mediante la cual se reproduce el régimen económico capitalista: mismo que ya en la época de Mencken había perdido su esencia original, es decir, la igualdad de oportunidades, la libre competencia y la prohibición de los monopolios.
Por eso, para nuestro autor, la independencia económica es la única libertad que importa. Lo cual nos lleva a que, para alcanzarla, es necesario superar esta democracia y este capitalismo.
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