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Oralidad, literatura y «oralitura»

Para mis amigos de “Portalibros”.

Las sociedades ágrafas transmitían su herencia cultural acumulada mediante lo que ahora se conoce como tradición oral. Es decir, por medio del relato hablado de sus mitos de origen, sus leyendas edificantes y sus historias ejemplares. Ejerciendo esta transmisión, aquellos grupos sociales se dotaban de elementos ideológicos que les otorgaban cohesión social interna, legitimación política frente a otros grupos e identidad cultural diferenciada respecto de sus vecinos. La cohesión, la legitimación y la identidad son las tres funciones que cumple la producción cultural de todos los tiempos, ya sea ésta oral, escrita, pintada, danzada, esculpida o filmada. En otras palabras, para esto sirve la cultura. Esta es su utilidad práctica. Y con ese fin se produce, aunque no estemos conscientes de ello.

Los relatos heroicos que hoy conocemos como literatura épica, fueron originalmente relatos orales. Por ejemplo, La Ilíada y la Odisea, las cuales, antes de concretarse en la versión escrita de Homero, constituyeron historias que iban cambiando oralmente según quiénes las relataban, pues una de las características de la oralidad es la modificación creativa de las narraciones que se transmiten de generación en generación, adaptándolas a las necesidades ideológicas y estéticas de cada época.

Cuando las llamadas altas culturas de la antigüedad inventaron sus sistemas de escritura, la oralidad pasó a ser literatura, y las versiones orales de la Historia, lejos de mantenerse móviles y cambiantes, adquirieron el carácter estático y “definitivo” que les dio su versión escrita en el imaginario de sus receptores. Como se sabe, la escritura fue, primero, ideográfica, es decir, muy ligada a la pintura, pues sus signos replicaban en parte las imágenes de la naturaleza; después, fue jeroglífica, pues sus signos acusaron formas abstractas más alejadas de la reproducción plástica de las imágenes naturales, con lo cual ampliaron su campo de significación convencional. Pero la verdadera revolución escritural advino con la escritura alfabética, la cual redujo el número de sus símbolos al mínimo necesario, y esto fue posible porque las letras no transmiten significados sino sonidos, y, de esa cuenta, sus enormes posibilidades de combinación permiten articular una infinidad de palabras y frases mediante las cuales se puede expresar casi todo lo que interesa comunicar socialmente, tanto en el plano estético-literario como en el de la información y en el científico y reflexivo.

En América Latina es muy generalizada una forma de literatura basada en la oralidad, a la cual he dado en llamar “oralitura”. Ejemplos de ella son los testimonios o relatos en los que un (o una) testigo ocular cuenta lo individualmente vivido de una experiencia colectiva que por lo general ha resultado traumática para grandes conglomerados humanos, y lo hace desde su propia manera local y personal de hablar el idioma oficializado. Son célebres a este respecto los testimonios sobre la contrainsurgencia de los años 80 del siglo pasado en Guatemala; tanto los narrados por los sobrevivientes mismos, como otros, redactados por escritores profesionales, los cuales han trabajado estéticamente las hablas de sus informantes para no traicionar sus visiones de mundo.

En esta particular manera de hacer literatura se incluyen también las novelas testimoniales o testimonios novelados, en los cuales un autor narra –echando mano de los recursos de la ficción literaria– las vicisitudes de uno o varios personajes que han protagonizado hechos históricamente importantes para la sociedad a la que pertenecen, y se ocupa de reinventar literariamente las formas locales “incorrectas” en que sus protagonistas hablan el idioma oficial.

Otra forma de “oralitura” la encontramos en las recopilaciones de leyendas, cuentos, anécdotas e incluso ocurrencias populares, anónimas o no, tan generalizadas en nuestras sociedades agrarias y provincias vinculadas más o menos directamente a la producción agrícola; estas recopilaciones también suelen recrear artísticamente las hablas populares de los informantes, pues en las formas individuales de hablar siempre va implícita una visión de mundo colectiva. El hecho de que esto ocurra en estas sociedades se debe a que mientras más aislada está una comunidad de los centros urbanos en los que se aglomeran las instituciones educativas letradas, el peso de la oralidad es allí más importante, pues el número de personas excluidas del sistema educativo (y obligadas a vivir en regímenes comunitarios) es siempre mayor que en los centros urbanos. Y, como se sabe, la principal forma de comunicación en las comunidades premodernas (iletradas) es la oralidad. En nuestro país, los ambientes rurales suelen tener amplias poblaciones analfabetas, las cuales, por esta misma razón, mantienen vivas sus tradiciones orales comunitarias; mismas que algunos escritores se encargan de trasladar al código letrado, convirtiendo así la oralidad en literatura u “oralitura”, según sea su menor o mayor apego artístico a las hablas populares.

No hay, pues, literatura sin oralidad, si nos atenemos a los orígenes de aquélla. Cuando la literatura logró consolidarse y existir por cuenta propia, se desligó de la oralidad y acusó el desarrollo autónomo que todos conocemos. Sin embargo, en tanto la oralidad siga viva en las sociedades a las que la modernidad no acaba de llegar completamente, algunas de sus literaturas se seguirán nutriendo de las tradiciones orales populares. Y en tanto las funciones sociales de cohesión, legitimación e identidad sigan siendo las que cumple toda producción cultural, tanto la oralidad como la literatura y las “oralituras” seguirán constituyendo expresión genuina del espíritu y la creatividad libre de las comunidades, las aldeas, los barrios, las ciudades y los pueblos.

Mario Roberto Morales
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